Brasil: pueblo y poder – Prefacio
Fuente: Miguel Arraes, Brasil: pueblo y poder, Ediciones Era, México, 1971. Título original: Le Brésil, le peuple et le pouvoir, Libraire François Maspero, París, 1969. Traducción de Claudio Colombani.
En los años tumultosos que precedieron, en el Brasil, al golpe militar de 1964, Miguel Arraes desempeñó un papel destacado. Su presencia a la cabeza de la administración del estado de Pernambuco, en 1963-1964, constituye la experiencia más rica que se ha tenido allí en materia de gobierno reformista. La caída de João Goulart y la implantación del régimen militar que todavía prevalece representaron para Arraes la prisión y después el exilio en Argelia.
Políticamente, esto lo lleva a romper con el reformismo, es decir con la concepción que enfatiza el cambio gradual, que se lograría a través de la colaboración de las clases populares con sectores dominantes progresistas, y a considerar la lucha armada como única vía para la transformación de la realidad brasileña. Sin embargo, esa evolución se explicaría mal en términos exclusivamente biográficos, pues en una amplia medida refleja la dinámica objetiva del proceso brasileño en la pasada década.
El reformismo y la colaboración de clases correspondieron a las condiciones del desarrollo capitalista del Brasil en el periodo de posguerra y a los cambios que de ellas derivaron en las relaciones de clases. Animada por una expansión ininterrumpida, la economía brasileña agotó, en esa fase, las posibilidades de la industrialización sustitutiva de importaciones en el renglón de bienes de consumo, con lo que el crecimiento de este sector de la producción pasó a estar determinado por el aumento del mercado interno. De este modo, las condiciones para una acelerada reproducción del capital que allí existían se han visto reducidas, lo que impulsó al mismo capital a desplazarse hacia aquel sector de la economía en donde era posible continuar la sustitución de importaciones —la industria de bienes intermedios, de capital y de consumo durables. Este proceso se cumplió sin que se modificara profundamente la estructura agraria del país y mediante una participación creciente de los monopolios extranjeros.
En la primera etapa de la industrialización, es decir, antes de consumarse el cambio de tendencia manifestado por la dislocación de su eje dinámico en la industria pesada, se había observado un aumento relativamente importante del proletariado fabril, debido a la incorporación a la producción de efectivos de inmediata procedencia campesina o desplazados del sector artesanal, y a un incremento todavía más acentuado de las capas medias, gracias a la expansión de los servicios públicos y privados. Efectuado el cambio de tendencia hacia la mitad de los años cincuenta, el rasgo más notorio de la estructura social vino a ser el crecimiento del contingente urbano de masas sin trabajo o de ocupación ocasional, así como la proletarización y la pauperización de las capas medias. Al mismo tiempo, la burguesía industrial, que se había reforzado a lo largo de todo el periodo, aceleró su división interna en dos partes que empezaron a oponerse entre ellas de manera cada vez más visible: la primera, vinculada al gran capital nacional y asentada principalmente en la industria pesada, representaba un grupo reducido, dado su carácter monopolístico muy marcado, y marchaba rápidamente hacia la integración con los grupos extranjeros; la segunda, que abarcaba a las empresas medias y pequeñas, y con base exclusiva en la industria ligera, constituía una capa más numerosa y disponía de una relativa fuerza política, la cual se fue enmoheciendo a medida que el país se adentraba en la década de los sesenta.
A esa estructura social urbana correspondía una estructura agraria caracterizada por el binomio empresas capitalistas-latifundios tradicionales, bajo el dominio de una clase de grandes propietarios que derivaba de la renta de la tierra una porción importante de sus ingresos. El alto grado de concentración de la propiedad territorial hacía que esa cúspide fuese un grupo social estrecho, asentado en una amplia base de trabajadores asalariados y de pequeños productores individuales; estos últimos aparecían bajo distintas formas, pero se reducían fundamentalmente al minifundista y al arrendatario. La subordinación del latifundio tradicional a la economía de mercado causaba una imprecisión de fronteras entre el obrero agrícola y el pequeño productor y llevaba al mismo trabajador a cruzarlas periódicamente en uno o en otro sentido; las grandes cantidades de mano de obra disponible así obtenidas por los dueños del capital conducían a que el aumento de la producción agrícola, inducido por la expansión de la demanda urbana, se lograra mediante el empleo extensivo de la fuerza de trabajo, lo que se traducía en la más despiadada explotación de la población rural. Hacia fines de los años cincuenta, bajo el influjo de la agitación promovida en el Nordeste por las Ligas campesinas, la inmensa realidad de ese Brasil agrario empieza a influir en el desarrollo de las luchas políticas de la ciudad.
Tales luchas habían arreciado ya en la primera mitad de la década, movidas por los intereses de la burguesía industrial, que se enfrentaba a la burguesía agraria en lo referente a las prioridades de inversión —lo que, por ejemplo, repercutía tanto en el rumbo de la política cambiaria como en las decisiones relativas al gasto público. Simultáneamente, esa misma burguesía industrial se dividía respecto a la posición que se debía adoptar frente al capital extranjero, principalmente el norteamericano, que embestía entonces sobre el prometedor campo de inversión representado por el Brasil. En el marco de esos conflictos, y provocado en cierta medida por ellos, irrumpió, a principios de la década de 1950, el movimiento nacionalista, el cual, apoyado con entusiasmo por las clases medias, se proponía defender la alternativa de un desarrollo capitalista autónomo para el país y llevar a cabo algunas medidas de tipo democrático-burgués, principalmente la reforma agraria.
Después de un momento de vacilación, la principal fuerza de izquierda, el Partido Comunista Brasileño, se adhirió al movimiento nacionalista. Definiendo el contenido de éste en términos de una lucha antimperialista y antifeudal, el PCB le señaló como cauce el camino pacífico, como instrumento las reformas y como salvaguarda el frente único de la burguesía con la clase obrera. La extremada juventud del proletariado brasileño, el carácter todavía fluido de las contradicciones entre el trabajo y el capital, y las condiciones favorables de la coyuntura económica, hicieron de esa política todo un éxito: el PCB penetró fácilmente en los sectores obreros y medios, aumentó su área de influencia y se convirtió, para fines de la década, en una pieza importante del juego político brasileño.
Al decir que la política del PCB constituyó un éxito, la estamos considerando exclusivamente de acuerdo a la perspectiva desde la cual el partido planteaba su participación en la lucha de clases: su propio fortalecimiento. En efecto, esta política, aunque hizo crecer y dio prestigio al partido, lo encauzó en un sentido que no guardaba proporción con los fines inmediatos que él se proponía, ni con los objetivos estratégicos que, como organización marxista, deberían orientar su acción. La política nacionalista y reformista fue incapaz de resistir la embestida llevada a cabo por el imperialismo sobre la economía nacional y tampoco logró golpear las estructuras de dominación en el campo, como se proponía el PCB. Por el contrario, fue precisamente en el curso de los años cincuenta que los monopolios extranjeros —mediante los mecanismos de la asociación de capitales, del control financiero y de la subordinación tecnológica— ampliaron y consolidaron su dominación interna, mientras el campo se plegaba definitivamente a la hegemonía del sector capitalista más avanzado, con sede en las ciudades. Con ello, el PCB no sólo contribuyó a agrandar el poderío del gran capital (hecho reflejado en el contenido cada vez más “desarrollista” y cada vez menos nacionalista y reformista de la política económica), sino que neutralizó el aspecto positivo que de ello se derivaba: una mayor concentración de la clase obrera; concentración que no pudo traducirse en el surgimiento de una fuerza política independiente ante la burguesía. Inversamente, gracias al proceso de domesticación promovido por el PCB, el proletariado fue obligado a tener una posición subordinada, convirtiéndose en una fuerza auxiliar de la que se valían algunas fracciones burguesas en su lucha contra las demás.
La política del PCB, aunque aparentara ser un éxito para el partido, fue en realidad un fracaso, si la evaluamos a la luz de los fines que pretendía alcanzar, y una verdadera traición, si se la analiza tomando en cuenta los intereses de los trabajadores. Se planteaba así una contradicción entre el punto de vista del partido y el punto de vista de la clase. Las razones profundas de esa contradicción tienen que ver con la naturaleza misma de su concepción teórica y de su práctica política.
A1 señalar como objetivo inmediato la obtención de reformas parciales en el sistema de explotación, mediante las cuales la clase trabajadora reúne condiciones y acumula fuerzas para, en una segunda etapa, volverse contra el mismo sistema, el reformismo es una caricatura de la estrategia leninista y refleja una concepción irreal del desarrollo capitalista en nuestros países. En efecto, el reformismo separa mecánicamente dos aspectos de la lucha revolucionaria del proletariado, los cuales están estrechamente vinculados, en el tiempo y en el espacio: la movilización independiente y orgánica de la clase para sus fines socialistas y el aislamiento progresivo del enemigo a combatir —la burguesía— mediante el arrinconamiento, la neutralización o la atracción de las clases o capas que contribuyen al mantenimiento de la dominación burguesa a la esfera de la política obrera. El elemento central de la estrategia leninista es siempre la formulación y el desarrollo de una política obrera, de lucha por el socialismo, y el enemigo a combatir, en última instancia, es la burguesía; simultáneamente, y con carácter táctico, esto es, con el fin de reforzar la línea estratégica central, se plantean combates parciales con otras fuerzas que integran el sistema burgués de dominación. Al perder esto de vista, el reformismo escinde tácticas y estrategia, confunde medios y fines, y acaba por poner en práctica una política de colaboración de clases que, al sacrificar la movilización independiente del proletariado, lo deja a éste sin conducción, entregado al juego de ambiciones que prevalece en el interior del bloque dominante.
Del mismo modo como separa el momento táctico del tiempo estratégico y los erige en dos etapas sucesivas, esa política distingue mecánicamente las formas de explotación contenidas en el sistema capitalista, calificándolas de feudales, capitalistas e imperialistas, de acuerdo a la apariencia que revisten. No se preocupa con ello de conocer los nexos reales que esas formas mantienen entre sí, ni de determinar qué principio las articula. Muy al contrario, se prende a la abstracción de un sistema capitalista puro, a un modelo ideal que no encuentra correspondencia en ningún sistema capitalista concreto existente, lo que lleva una vez más al reformismo a distinguir etapas sucesivas en lo que coexiste en un solo tiempo y a desdoblar su plan de lucha en varios tiempos. Entre el equívoco teórico y la desviación práctica se establece, pues, una simbiosis, cuyo resultado es dejar a los viejos partidos comunistas evolucionando a una distancia cada vez mayor del campo de la acción revolucionaria.
Del seno de la lucha de clases, y ante el vacío de conducción que afectaba a las clases trabajadoras brasileñas, va a surgir la fuerza que se propone realizar esa acción ‑la izquierda revolucionaria. Ésta aparece, inicialmente, como una práctica política que, sin salir todavía del marco institucional, se lleva a cabo fuera del control de la izquierda reformista —como es el caso de las ligas campesinas, surgidas en el Nordeste en la segunda mitad de los cincuenta— o como brotes de impugnación ideológica al reformismo, cuyo primer fruto orgánico es la Organización Revolucionaria Marxista —más conocida por POLOP, en virtud de su órgano de divulgación Política Operária—, creada a principios de los años sesenta. Sin relación entre sí, estas dos tendencias se acercan posteriormente, sin llegar empero a fusionarse, al tiempo que ven su desarrollo favorecido por el curso que asume la Revolución Cubana, pese a que no se derivan de ella. Sus raíces profundas deben buscarse en la dialéctica misma del desarrollo capitalista en el Brasil, y su evolución ulterior en la crisis de coyuntura en la que éste ingresa a partir de 1962. Los dos fenómenos no son, por lo demás, excluyentes: es la crisis de coyuntura la que pone al desnudo la esencia del capitalismo brasileño y permite que se sienten las bases de una teoría revolucionaria, que enmarcará el desarrollo de la nueva izquierda.
Lo que el desarrollo capitalista brasileño exhibe crudamente en los años sesenta es el hecho de que se realiza con base en un proceso de acumulación de capital llevado a cabo en condiciones de los medios de producción marcadamente monopolísticas, condiciones agravadas por los efectos que acarrea la incorporación de una tecnología ahorradora de mano de obra, importada de los países centrales. Esto provocó una concentración acelerada de la riqueza en el polo capitalista de la sociedad, a la vez que desempleo, subocupación y pauperismo en el polo que corresponde al factor trabajo, engendrando una situación contradictoria, porque el crecimiento del excedente económico invertible se acompaña de una retracción relativa de las posibilidades de inversión. La crisis de coyuntura ocurrida en 1962 fue una primera expresión de este proceso; la política económica del régimen militar implantado en 1964, así como este mismo régimen, representó una segunda expresión, aquélla mediante la cual el gran capital trató de someter a su control la lucha de clases desencadenada por esa forma de acumulación.
Nos preocupamos aquí respecto a la lucha de clases librada en el Brasil a principios de la pasada década, tan sólo de los conflictos que atañen a la propia burguesía. La diferenciación de los sectores de producción, motivada por el desarrollo de la industria pesada, y la asociación progresiva de los grupos burgueses vinculados a ésta con el capital extranjero, no hicieron sino acusar la estratificación interna de la clase burguesa. Hasta entonces, la acumulación capitalista se había basado esencialmente en la explotación extensiva de la mano de obra, mediante la incorporación de más trabajadores a la producción o la extensión de la jornada de trabajo. Con esto, el mecanismo regulador del reparto de la plusvalía era la tasa de plusvalía absoluta, y el proceso de concentración se veía determinado en lo esencial por la dimensión misma del capital invertido, lo que lo mantenía dentro de límites tolerables para los distintos estratos burgueses. La introducción de nuevas técnicas de producción, que acompañó al doble fenómeno del desarrollo de la industria pesada y de la penetración masiva de capitales extranjeros, cambió esa situación: incidiendo directamente en la productividad del trabajo, incrementó la plusvalía relativa y le confirió una importancia creciente en la dinámica de la acumulación.
Una primera consecuencia de esto fue acelerar la concentración del capital en beneficio de los grupos que absorbieron las nuevas técnicas y en detrimento de aquellos que siguieron produciendo con los antiguos métodos. Sin embargo, ello no se tradujo de inmediato en fuertes tensiones internas por dos razones. La primera se debió a que el gran desarrollo logrado por el gran capital, principal beneficiario de la nueva tecnología, se hizo en una esfera distinta a aquélla en que actuaban los capitales medianos y pequeños, ya que se dirigió, como señalamos, a los renglones donde se abrían mayores posibilidades de sustitución de importaciones y, por tanto, de mercado; al hacerlo, creó nuevas oportunidades de expansión a los capitales de menor importancia, como sucedió, por ejemplo, con la industria automotriz, a cuya sombra surgieron empresas de refacciones cuya dimensión no sobrepasaba a la media. La segunda razón residió en que, aun cuando el gran capital actuó en la misma esfera que los demás, no trató de bajar la tasa de plusvalía en la misma medida en que aumentaba su plusvalía relativa: las superpuso, con lo que permitió la supervivencia de las empresas más rezagadas; así, por ejemplo, en el sector textil, el abanico salarial existente no variaba significativamente según el tamaño y el grado de tecnificación de las empresas, como tampoco variaban los precios de los productos que se llevaban al mercado.
De esta manera, pese a que la nueva etapa del desarrollo capitalista brasileño se caracterizaba por una acelerada concentración del capital en favor de una reducida fracción de la burguesía, generaba efectos secundarios que permitían a la burguesía en su conjunto aprovecharse de la expansión derivada de esa etapa y ocultaba así a los demás sectores burgueses la posición desventajosa en que estos mismos iban quedando. La euforia desarrollista de la segunda mitad de los cincuenta reflejó esa situación y permitió que el enfrentamiento entre las distintas capas burguesas se realizara en un clima de cordial liberalismo. El mismo gobierno que dispensaba con una mano favores al movimiento nacionalista, permitiéndole cristalizarse ideológicamente (a través de instituciones como el Instituto Superior de Estudios Brasileños, creado por Juscelino Kubitschek), abría de par en par, con la otra mano, las puertas de la economía nacional al capital foráneo (al dar plena vigencia a la Instrucción 113 de la SUMOC, que concedía facilidades y ventajas a las inversiones extranjeras). Por otra parte, una vez que el capitalismo era todavía capaz de crear nuevos campos de inversión, la cuestión de las reformas de estructura se mantenía para la conciencia burguesa, en un segundo plano, lo que impidió que se tomara al respecto cualquier iniciativa.
Más que secundarios, sin embargo, esos efectos de la concentración de capital eran pasajeros, ya que a la larga estorbaban al proceso de acumulación. En efecto, la concentración no implicaba tan sólo un drenaje de riqueza hacia un sector minoritario de la clase capitalista: favorecía manifiestamente a aquel sector que tenía base en la industria pesada. Para que la acumulación siguiera su curso, permitiendo a tal sector dirigirse a nuevas áreas de producción y arrastrar así en su estela a los demás grupos capitalistas, era necesario limitar el ritmo excesivamente rápido con que el gran capital llevaba a cabo la concentración y crear las condiciones para que una parte de la masa de plusvalía que él se llevaba fuera transferida a los sectores capitalistas más débiles. Sólo así podrían éstos absorber los productos generados por la actividad del gran capital, y en consecuencia, al mismo tiempo que apuntalar su posición, estimularlo a desarrollar nuevas áreas de producción.
En otros términos, era indispensable que las empresas medianas y pequeñas se mostraran capaces de elevar su nivel tecnológico, con lo que no sólo crearían el mercado necesario a la producción de bienes intermedios y equipos, sino también incrementarían su plusvalía relativa, y esto implicaba mejorar su participación en el reparto de la masa total de plusvalía. Al no ocurrir este proceso, la marcha ascensional de la acumulación se vio frenada, con lo cual resultó que el gran capital se volvió hacia atrás y desbordó en las áreas que ocupaban los capitales de menor importancia. La pérdida de velocidad de la acumulación desencadenaba, pues, un proceso de centralización del capital. Como una serpiente que se devora a sí misma, la burguesía mordió su propia cola, pero, dado el alto grado de integración existente entre el gran capital y los trusts extranjeros, los dientes que se clavó en el cuerpo eran los del imperialismo.
El golpe militar representa el momento en que, tras un último esfuerzo del reformismo para afirmarse, el gran capital impone su ley a la economía brasileña y la somete a un proceso sistemático de centralización y desnacionalización del capital. En el esfuerzo reformista, llevado a cabo entre 1961, después de la renuncia de Janio Quadros a la presidencia, y abril de 1964, la experiencia de Miguel Arraes en el gobierno del estado de Pernambuco (al que accede en las elecciones realizadas a fines de 1962), constituye el intento más consecuente para dar una expresión concreta a los planteamientos nacionalistas y reformistas.
En el plano político, los obstáculos que debió enfrentar Arraes no se derivaron tan sólo de la resistencia de la oligarquía azucarera, particularmente poderosa en Pernambuco, así como de la burguesía mercantil urbana. Es cierto que estos sectores le presentaron una encarnizada oposición, que culminó con el lock‑out desencadenado en febrero de 1964; es cierto también que se le opusieron con igual ferocidad los organismos oficiales y oficiosos del imperialismo norteamericano, al que Arraes había golpeado duramente, cuando denunció la acción de la Alianza para el Progreso en la región. Sin embargo, fue la división misma que reinaba entre las filas reformistas lo que debilitó más seriamente su posición; baste recordar que, en el lock‑out de 1964, lo menos que se puede decir es que Arraes no contó con el apoyo de Goulart; por otra parte, sus relaciones con la poderosa fracción del movimiento nacionalista encabezada por Leonel Brizola nunca fueron cordiales.
Las elecciones presidenciales fijadas para 1965, en relación a las cuales Arraes aparecía como el único candidato viable del reformismo, explican parcialmente esa situación. De hecho, el ajetreo político entre los tres líderes de masas destacados del movimiento —Goulart, Brizola y el mismo Arraes— y las maniobras allí realizadas por el PCB reflejaban la incapacidad de los sectores burgueses en que se apoyaba ese movimiento para hacer frente a las dificultades que se les presentaban. Tal incapacidad era menos el resultado de las condiciones subjetivas que prevalecían en esos grupos que una expresión de la contradicción objetiva que se les planteaba.
Las características asumidas por la acumulación de capital, al acelerarse la industrialización en los años cincuenta, habían permitido que, mediante la obtención de una plusvalía extraordinaria, el gran capital atrajera la mayor parte de la riqueza producida. Para mantener una cierta capacidad de defensa, las empresas pequeña y mediana habían debido recurrir a la elevación de la tasa de plusvalía absoluta, la cual, aunque beneficiase también al gran capital, les acarreaba beneficios más jugosos, dada la mayor relación de trabajo por unidad de producto que en ellas imperaba. Ahora bien, en el momento en que la dinámica misma de la acumulación puso a las capas inferiores de la burguesía ante la amenaza de ser liquidadas por la competencia que promovía el gran capital, es decir, en el momento en que éste pasó a forzar la línea de la centralización, la tendencia normal de dichas capas fue la de poner en juego el mecanismo de defensa al que tradicionalmente habían recurrido —el aumento de la plusvalía absoluta.
Aunque tanto la plusvalía relativa como la plusvalía absoluta se deriven de la explotación del trabajo, esta última implica, formas de explotación más visibles al trabajador, una vez que supone que se incrementa el valor excedente que éste debe ceder al capitalista sin que cambien las condiciones de producción del valor. El aumento de la tasa de plusvalía absoluta no puede, pues, llevarse a cabo sin violentar al obrero, exacerbando, en consecuencia, los antagonismos de clase. De esta manera, las capas más bajas de la burguesía no veían cómo realizar una política reformista. que implicaba la movilización de las masas trabajadoras, cuando la dinámica general del sistema las empujaba a intensificar el grado de explotación de esas masas. El dilema que se les planteaba, pues, era el de plegarse al sector capitalista hegemónico y luchar por la mantención de un sistema cuya dinámica las aplastaba, o subordinarse a la dirección de la clase obrera, inclinándose hacia un sistema distinto, destinado a suprimir la dominación capitalista misma. En otros términos, las capas más bajas de la burguesía no tenían una alternativa propia para solucionar realmente sus problemas. El instinto de clase y la necesidad de capear el temporal que se había abatido sobre ellas las llevaron a inclinarse por la primera alternativa y a sumarse al bloque social que sustentó al golpe militar. Pero hubo una razón más: la acción del PCB, que constituía la columna vertebral de la izquierda brasileña en la época, impidió a la clase obrera afirmar en el plano político la alternativa que históricamente le cabía presentar. El libro a que se destina esta introducción reviste un interés especial, en la medida en que lo escribe uno de los hombres que vivió más intensamente esa contradicción del proceso brasileño. Tratando de sacar todas sus consecuencias de los planteamientos reformistas, actuó como un catalizador que precipitó la ruptura representada por el golpe militar, la cual abrió camino para la superación del reformismo. No se es consecuente a medias: Arraes revela en estas páginas cómo él mismo llevó a cabo esa superación, después de una larga reflexión sobre las características y el sentido de la sociedad brasileña.
El resultado último de su evolución política apenas se revela aquí. Sin embargo, aparece con claridad en la reciente entrevista que concedió al semanario Marcha, de Montevideo (16 de enero de 1970), en la cual, tras afirmar que con las acciones armadas las organizaciones revolucionarias del Brasil echaron las bases para la construcción de “una fuerza política y militar de dimensión nacional”, Arraes subraya la necesidad de aunar esfuerzos para llevar a buen término esa tarea y, con una visión realista, concluye:
La buena voluntad, las discusiones, la persuación, son evidentemente necesarias, pero no lo suficiente para traer la unificación. Para que surja una fuerza nacional, sobre todo en un país como el Brasil, inmenso y nada homogéneo, es preciso mucho más. Es preciso el desarrollo mismo de la lucha, entendido como un proceso educativo, en el transcurso del cual los acontecimientos, más que las palabras, crearan esta convicción. Nosotros lo sabemos: solamente los acontecimientos tienen el poder de confirmar las teorías.
Ruy Mauro Marini