Dos estrategias en el proceso chileno
Fuente: El reformismo y la contrarrevolución. Estudios sobre Chile. Ediciones Era, México, 1976. Publicado originalmente en Cuadernos Políticos n. 1, Ediciones Era, México, julio-septiembre de 1974. Se publica en Internet gracias a Ediciones Era.
Reflexionar sobre los acontecimientos chilenos posteriores a 1970 es un imperativo para quienes se interesan por el futuro de América Latina. Esto no vale tan sólo por la riqueza de enseñanzas que encierran, sino también porque, en una amplia medida, allí se reúnen y condensan muchos aspectos que se habían observado ya en procesos sociopolíticos de otros países latinoamericanos. Más aún, por el momento mismo en que se produce y por las características que asume, Chile parece cerrar una etapa en el desarrollo de las luchas de clases en la región y contiene en sí la promesa de un nuevo periodo, superior bajo muchos puntos de vista al que veníamos viviendo.
No es nuestra intención analizar exhaustivamente el tema, sino indicar algunas cuestiones que nos parecen dignas de ser tomadas en consideración. Para ello, habría que partir del intento por insertar el periodo de la Unidad Popular (1970-73) en el marco del proceso político chileno y, sin insistir mucho en ello, señalar su correspondencia con los cambios operados en las estructuras socioeconómicas del país durante la década anterior.
La crisis del sistema
Es, en efecto, a ese periodo que habrá que remontarse para explicar las causas del ascenso de Salvador Allende al gobierno chileno. Los intentos interpretativos que recurren, para ello, a la solidez de las instituciones democrático-burguesas en Chile o al carácter profesional y apolítico de sus fuerzas armadas han sido desmentidos por la vida misma, y no vale la pena ocuparse aquí del tema. Lo que sí hay que apuntar es que tales argumentos eran ya endebles, antes aún que la historia los echara por tierra. Pues lo más particular en la victoria de la Unidad Popular, en septiembre de 1970, fue el hecho de que, manteniendo prácticamente el mismo porcentaje obtenido en elecciones anteriores (cerca de un tercio del electorado), no se hubiera dado, como en oportunidades anteriores, la unión de las fuerzas que se le oponían, lo que permitió que la contienda electoral se realizara en tres bandas, favoreciendo así a los partidarios de Allende.
Se ha intentado explicar esto sobre la base de un error de cálculo de la burguesía, y es obvio que tal error existió: si ésta hubiera estado segura de perder las elecciones, sus principales partidos (nacional y demócrata-cristiano) no se habrían presentado divididos en los comicios. Pero el verdadero problema, para el análisis sociopolítico, no reside en la constatación de ese error de cálculo, sino en saber por qué dicho error se produjo. No había nada en el panorama político de los años precedentes que lo justificara; todo lo contrario, el ascenso de las luchas de masas en la ciudad y en el campo, la impopularidad creciente del presidente Eduardo Frei entre las capas populares, los problemas internos de la democracia cristiana (que llevaron, en el año anterior a los comicios, a la escisión que tomó el nombre de MAPU), la inquietud en las mismas fuerzas armadas, expresada por la sublevación del regimiento Tacna en 1969, por un lado, y la inmensa distancia que separaba a la derecha (representada por el PN y su candidato, Arturo Alessandri) respecto a la DC y al bloque de izquierda, en lo referente al apoyo popular, por el otro, todo ello debiera de haber llevado a la burguesía a la previsión inversa.
¿No sería, entonces, que el error de cálculo de la burguesía era una auto-ilusión necesaria, creada por la clase para justificar y encubrir factores objetivos que la dividían internamente? ¿Habría en Chile contradicciones interburguesas y entre la burguesía y la pequeña burguesía que llevaban inevitablemente a esas clases a buscar soluciones políticas inconciliables y, una vez puesta la cuestión en estos términos, no tendrían ellas que forjarse la idea de que esa oposición insuperable no afectaría sus intereses de clase?
Un breve análisis de la situación de la burguesía, así como de la pequeña burguesía propietaria (pequeños industriales y comerciantes, etcétera) tiende a indicar que esto era así. Desde el punto de vista industrial, la década de 1960 es considerada como un periodo de estancamiento en Chile (no hablemos de la agricultura, cuya regresión era ya un hecho desde hacía varias décadas). Un examen más detallado del problema nos revela, sin embargo, que no había tal estancamiento, sino más bien un cambio estructural, un desplazamiento del eje de la acumulación de capital. Tal desplazamiento se hacía desde las industrias tradicionales (textiles, vestido, calzado, etcétera), donde predominaban la mediana y la pequeña burguesía, hacia las llamadas industrias dinámicas, dedicadas a la producción de bienes más sofisticados y suntuarios, en las condiciones de vida imperantes en Chile (tales como la industria automotriz, de aparatos electrodomésticos, etcétera), en donde el predominio cabía al gran capital nacional y extranjero.1
Desde 1967, la política del gobierno de Frei se había orientado, respecto al sector industrial, a dar al gran capital las facilidades exigidas para su desarrollo, en materia de financiamiento público y crédito al consumidor, inversiones en infraestructura y en industrias básicas por parte del Estado, etcétera, así como hacia la adopción de una política regresiva de distribución del ingreso, capaz de promover una adecuación de las estructuras de consumo en favor de la producción suntuaria. Señalemos que las medidas relativas a la distribución regresiva del ingreso responderán en una buena medida del alza de los movimientos reivindicativos de masas a partir de ese año. Simultáneamente, el gobierno se lanzaba a la conquista de una zona propia de mercados exteriores para dichos productos, a través de la creación del Pacto Andino, del cual Chile fue el principal promotor.
Pero las contradicciones interburguesas no se dibujaban tan solo en el terreno de la industria. Alcanzaban también el campo, donde la política del gobierno democristiano tenía un doble propósito. Por un lado, atender a las presiones de base de su propio partido, sensible al planteamiento que el agravamiento de la lucha de clases y la propaganda de la izquierda habían generalizado respecto a la necesidad de una reforma agraria. Esa política era, por lo demás, compatible con los planteamientos norteamericanos para la región, estipulados en la reunión de Punta del Este de 1961, en la que se creara la Alianza para el Progreso (de la cual el gobierno de Frei era el adalid), los cuales tenían como objetivo desarrollar en el campo una clase media capaz de hacer frente a la radicalización del movimiento campesino en ciertas zonas de América Latina. Por otro lado, la reforma agraria democristiana pretendía impulsar un mayor desarrollo agrícola, destinado a aligerar el peso de la importación de alimentos en la balanza de pagos y, simultáneamente, a abaratar en términos reales la mano de obra, toda vez que la organización sindical chilena dificultaba la rebaja de los salarios mediante el uso puro y simple de la fuerza. Este segundo aspecto llevaba a ampliar la penetración del capitalismo en el campo, estableciendo un cierto nivel de conflicto (muy aminorado, es cierto, por las medidas paliativas establecidas por la ley) con la clase terrateniente, o sea, con los grandes latifundistas que, en su mayoría, eran rentistas y ausentistas. Había, finalmente, un tercer aspecto en la política freísta, que era la captación de bases campesinas para el partido democristiano. El resultado de ello fue el de que fue Eduardo Frei quien dio la señal dé partida para la sindicalización rural en gran escala, la cual se generalizará después con Allende 2. Paralelamente, los amplios sectores de trabajadores excluidos de los beneficios de la reforma agraria iniciarían un proceso de lucha bajo formas poco ortodoxas, particularmente las tomas de tierras, que también alcanzarían su punto alto en el periodo de la Unidad Popular.3
Ese despertar del movimiento campesino iba acompañado, como mencionamos de paso, por un alza del movimiento de las masas urbanas. Destacábanse allí la clase obrera, cuyos índices de huelgas subían en flecha, con la particularidad de que aumentaban en mayor proporción las huelgas llamadas ilegales, promovidas sobre todo por trabajadores no sindicalizados pertenecientes a la mediana y la pequeña industria; los pobladores, que inician su lucha estimulados por la misma democracia cristiana y luego por los partidos tradicionales de izquierda, interesados en el caudal de votos que les podrían aportar, para ganar, al penetrar allí el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, niveles insospechados de radicalización y formas de lucha de alta combatividad; y, finalmente, la misma pequeña burguesía asalariada, principalmente la funcionaria, como los empleados de gobierno, los trabajadores de los servicios nacionales de salud y hasta los jueces (en 1970 se produjo en Chile el espectáculo insólito de una huelga de magistrados judiciales).
Todo ello estaba indicando una profunda crisis en el sistema de dominación burgués, que se estableciera en Chile a fines de los años 30 y sufriera algunas adaptaciones en las décadas subsiguientes, particularmente la de los 50. Ese sistema combinaba los intereses de la burguesía industrial y la vieja clase terrateniente y financiera sobre la base de una participación mutua en los beneficios del enclave cuprero, controlado por el capital norteamericano, destinando además parte del excedente de allí extraído a la pequeña burguesía urbana. Esta se había constituido, en el marco del sistema, en una clase de apoyo activa al mismo, destacando de su seno una fracción política, quien se encargaba de los negocios del Estado en beneficio de las diferentes capas y fracciones de clase beneficiarias del mismo 4. Al mismo tiempo, se establecían formas institucionalizadas de relaciones con los sectores más fuertes del movimiento obrero (cerca de un 30% de la clase que se encontraba sindicalizado), entre las cuales se incluían garantías a sus representantes políticos, expresados principalmente por los partidos tradicionales de izquierda: comunista y socialista.
Es cierto que ese sistema había atravesado anteriormente una fase crítica. La entrada en escena, en el curso de la década de 1950, de las amplias masas proletarias y semiproletarias excluidas de la participación política había desarticulado momentáneamente el régimen de partidos, provocando la elección del general Ibáñez por encima de ellos, en 1952, e introduciendo en la vida política manifestaciones de masas de una violencia inusitada, como pasó el 2 de abril de 1957 en Santiago. Sin embargo, tras un desplazamiento hacia la derecha de las clases dominantes, apoyadas por la pequeña burguesía, de la cual resultó la elección a la presidencia de Jorge Alessandri, el sistema logró recomponerse, reestructurando de nuevo la alianza de clases en que se basaba, y la pequeña burguesía pudo recuperar incluso las posiciones perdidas con Alessandri en el aparato de Estado al elegir a Eduardo Frei presidente de la República en 1964. Es así como se entiende el conjunto de reformas en ‘la ciudad y en el campo, mediante las cuales la democracia cristiana trató de reconstruir y ampliar las bases de sustentación del sistema de poder burgués.
En 1970, sin embargo, la crisis era mucho más profunda. Vimos ya cómo el desarrollo industrial dependiente agudizó las contradicciones en el seno del bloque dominante de clases y llevó incluso, a partir de 1967, a que sectores pequeñoburgueses perdieran posiciones en el aparato del Estado y en el partido gubernamental. Vimos también que el movimiento de masas ganó nuevo empuje, con el avance de las luchas de los pobres de la ciudad, del campesinado y el proletariado rural y, por sobre todo, de las distintas capas que conforman al movimiento obrero; en este último, el incremento de las huelgas ilegales apuntaba a un aumento de actividad de sus capas más atrasadas, aunque creciera también visiblemente la actividad de los sectores más avanzados de la clase. El hecho mismo de que, pese a su intento de repetir 1964, la pequeña burguesía y amplios sectores de la mediana burguesía, perjudicados por la política del gran capital que imponía el gobierno de Frei, no lograran reunir en torno a Radomiro Tomic, candidato democristiano, el apoyo de la gran burguesía y de los sectores más conservadores de las capas medias burguesas y pequeñoburgueses estaba demostrando el carácter distinto de la crisis. Aunque la especulación histórica sea siempre peligrosa, no es aventurado suponer que la victoria de Jorge Alessandri hubiera conducido de todos modos el sistema a la ruptura, dado el carácter agudo que asumían las contradicciones de clases.5
La elección del candidato de la Unidad Popular al gobierno no hizo sino acelerar y, en cierta medida, acortar la crisis del sistema de dominación. A partir de entonces, ésta se profundiza, empezando con el movimiento campesino de Cautín que, bajo la conducción del MIR, en el curso del “verano caliente” de 1970-71, se lanza a las tomas de tierras y a las corridas de cerco (recuperación de tierras por campesinos mapuches), y se desarrolla con las luchas de los trabajadores madereros del sur, de las cuales surgiría una de las zonas de más influencia del MIR: Panguipulli. Progresivamente, a medida que la radicalización campesina se iba desplazando a otras provincias y avanzaba hacia el centro del país (lo que implicaba también un cambio de calidad, toda vez que, por su mayor desarrollo capitalista, allí predominaban los asalariados y semiasalariados agrícolas), hecho que culminaría en 1972, entraban a activarse las capas obreras más explotadas, particularmente en la mediana industria; los obreros de la gran industria, beneficiados inicialmente por la estatización de empresas o por la posibilidad de lograrla, retrasarán un poco más su entrada en escena, pero ésta se vuelve avasalladora a partir de la crisis de octubre de 1972. Será también a partir de entonces que el movimiento de los pobladores, que —tras un periodo de calma, provocado por la confianza depositada en el gobierno— venía ya dando muestras de reactivación, irrumpirá con fuerza redoblada, acicateado por los problemas de desabastecimiento de bienes esenciales.
Dos líneas en la izquierda
Encontramos aquí un problema sobre el cual mucho se habló, antes y después de la caída del gobierno de Allende: el de la falta de una dirección única del movimiento de masas en Chile. Altos dirigentes de la UP atribuyeron este hecho a una disposición subjetiva del MIR y de los sectores de la UP que se encontraban bajo su influencia; la “ultraizquierda”, como los llamaba el PC, sería así la responsable del desbocamiento del movimiento de masas y de las dificultades que esto le creaba al gobierno. Después del golpe militar, no faltaron quienes (como Darcy Ribeiro, entre otros) responsabilizaran a la “izquierda desvariada” por los sucesos de septiembre de 1973. Aun sectores que se encontraban más a la izquierda, en el espectro político de la coalición gubernamental chilena, jamás comprendieron las razones por las cuales el MIR no se adhirió a la UP, provocando así esa dualidad de conducción de masas.
Antes de analizar más de cerca el problema, conviene señalar que es un error atribuir al MIR una actitud oposicionista a ultranza. Desde antes de las elecciones de 1970, esa organización expresó una disposición favorable al bloque electoral de izquierda; esto se manifestó en su declaración respecto a las elecciones, en la suspensión de sus acciones armadas cuatro meses antes de los comicios y en la formación del cuerpo de seguridad personal de Allende, que lo acompañó durante un largo periodo de su gobierno. Los resultados del 4 de septiembre fueron saludados por el MIR como un triunfo del pueblo, siendo conocido el empeño que puso en garantizar la toma de posesión de Allende, sea a través de la formación de “comités de defensa del triunfo”, sea poniendo al servicio de la UP sus servicios de inteligencia, de comprobada calidad, los cuales jugaron incluso un papel decisivo para detener el complot derechista que le costó la vida al ministro de Defensa, general René Schneider, en octubre de 1970. Durante la primera mitad del gobierno de Allende (particularmente después que, tras el asesinato de un militar mirista en Concepción por un miembro de las Juventudes Comunistas, en diciembre de 1970, los dos partidos hicieron un pacto de no-agresión), las relaciones entre el MIR y la UP fueron cordiales. En abril de 1972, por iniciativa del propio Allende, se abrieron conversaciones entre el MIR y la UP, cuyo propósito implícito era la inclusión de la organización de la izquierda revolucionaria en la coalición gubernamental; la ruptura de esas conversaciones, que corresponde a un reforzamiento de la influencia del PC sobre las demás fuerzas de la UP, se da en el marco de un ascenso de las luchas de masas que, por las actividades divergentes que suscita en el MIR, por un lado, y en el PC y en Allende, por el otro, contribuirá a alejarlos.
El meollo de la cuestión no está, sin embargo, en la descripción de las relaciones entre esas fuerzas políticas ni tampoco en el intento de explicarlas a partir de sus disposiciones subjetivas. La pregunta de fondo que hay que plantearse es si la unificación entre el MIR y la UP constituía algo posible. La respuesta tiende a ser negativa.
Las razones son varias. Mencionamos ya que la elección de Salvador Allende a la presidencia de la República se da en el marco de una profunda crisis del sistema de dominación chileno, caracterizada por el agudizamiento de las contradicciones interburguesas y el ascenso ininterrumpido del movimiento de masas, con la incorporación al mismo de amplios sectores atrasados o marginados de una real participación política. Esta situación fue percibida tanto por el PC como por el MIR pero cada uno le dio interpretaciones distintas, en cuanto a sus proyecciones tácticas y estratégicas.
Las tesis centrales del PC, aunque matizadas en los primeros meses del gobierno de Allende, fueron progresivamente acentuándose. En sí mismas, no correspondían a un cambio respecto a los planteamientos que ese partido había postulado tradicionalmente y respondían a su concepción de la dinámica de la sociedad chilena, así como de las alianzas de clases que habría que concertar para llevarla a buen término. El PC había aceptado anteriormente las reglas establecidas por el sistema de dominación que la burguesía había impuesto al país y desarrollaba su lucha dentro de dichas reglas. Al darse cuenta de que el sistema se resquebrajaba, se planteó ampliar progresivamente esas brechas para así provocar un cierto tipo de cambios que confluyeran hacia un sistema de dominación más favorable a la participación de las masas populares; es decir, no se trataba para el PC de derrocar el sistema, sino de modificarlo. Su fórmula de la “democracia avanzada” correspondía a un proceso de mayor democratización del Estado, respaldada por reformas socioeconómicas que garantizaran a las fuerzas populares una gravitación más significativa en el centro de poder.
Ello implicaba una política definida de alianzas. Comprobando las divisiones en el seno de la burguesía, las contradicciones de sus capas medias con el gran capital nacional y extranjero, así como con la fracción latifundista, el PC se dio como propósito ahondar esas divergencias y buscar una alianza con esas capas medias. La definición de las tres áreas de propiedad (estatal, mixta y privada), consagrada en el programa de la UP, representaba la expresión programática de esa estrategia. El PC iba más lejos: considerando que la dominación imperialista que pesaba sobre el país era básicamente la de Estados Unidos, se proponía también aprovechar las contradicciones interimperialistas en escala mundial y, apoyándose en países como Alemania, Francia, Japón, sustituir sin dolor la presencia del capital norteamericano en Chile; ejemplo de ello fue la política automotriz, donde se abrió licitación a los capitales foráneos, dándose por sentado que las empresas norteamericanas difícilmente se interesarían por la misma.
La búsqueda de una alianza con las capas medias burguesas tenía su contrapartida política: un acuerdo con la DC, lo que implicaba previamente el doblegamiento del ala freísta, representante del gran capital nacional y extranjero, y en la medida de lo posible su exclusión. Cuando, en el primer semestre de 1972, el PC manifiesta públicamente su oposición al diálogo con el MIR (lo que lleva a que su principal periódico lance una furiosa campaña contra la “ultraizquierda” en el momento mismo en que dialogaban en la residencia presidencial dirigentes comunistas y miristas), no lo hace por simple sectarismo. La razón para ello estaba en que le sería mucho más difícil buscar un acuerdo con la DC sobre la base de una UP que incluyera al MIR. Tan pronto se rompe el diálogo con éste, la UP abre el diálogo con la DC: era una opción política la que se hacía y de ella, conscientes o no de su alcance, participaron todas las organizaciones que integraban la coalición gubernamental.
El intento constantemente renovado del PC por concretar una alianza con la DC influía naturalmente en sus relaciones con el movimiento de masas. Dos ejemplos bastan para aclarar este punto. Al levantar la bandera de la estatización de las empresas monopólicas, el programa de la UP atendía a poco más del 10% de la clase obrera; el problema en sí no sería grave, si el programa contemplara los intereses y la dinámica del movimiento obrero en su conjunto, pero esto no se daba, en la medida que al 90% restante no se le ofrecía sino mejoras salariales y beneficios sociales. En el campo, la política de la UP será la de completar la reforma agraria democristiana, o sea, la liquidación de la fracción latifundista, sin tocar los intereses de la burguesía agraria; ello implicaba que la mayor parte del proletariado agrícola y de las masas semiproletarias no recibirían más beneficios que la sindicalización y las mejoras salariales y sociales. En una fase de radicalización de la lucha de clases como la que vivía Chile no era, pues, sorprendente que las masas populares se “desbocaran”, pero constituye una torpeza atribuir ese desbocamiento al MIR.
Sería, sin embargo, injusto ver en el PC la intención de constituirse en un instrumento de la política burguesa. Su propósito era, realmente, el de abrir paso al socialismo, pero se enmarcaba en su concepción rígida de la revolución por etapas por la cual siempre se había guiado. Completar la revolución burguesa, reformando las estructuras socioeconómicas y el Estado, y ampliar la influencia del Estado sobre el sector privado —tales eran las metas que el partido se proponía para el periodo. Por detrás de esa estrategia, estaba la idea de que, aunque percibiera la crisis en que entrara el sistema de dominación, el PC entendía que ésta abría camino para el avance popular, pero no contenía en sí misma elementos que pusieran en jaque la existencia del Estado burgués en Chile.
Radicalmente distinta era la posición del MIR. Comprobando también la crisis del sistema, el MIR no la tomaba como algo pasajero que pudiera reabsorberse mediante un conjunto de reformas (por muy beneficiosas que éstas resultaran para las clases populares); todo lo contrario, veía en ella factores que prefiguraban una situación revolucionaria, que no sólo habría que asumir en su plenitud, sino que, de no ser asumida, llevaría a que el proceso derivara hacia la contrarrevolución. La tesis del enfrentamiento inevitable entre el pueblo y las clases dominantes, que el MIR postulara desde antes de septiembre y que reafirmó en su análisis de los resultados electorales, en octubre de 1970, tenía sus raíces allí y determinaría su acción en el periodo posterior.
Conviene aclarar este punto. El MIR no proclamaba la existencia de una crisis revolucionaria en el país, ni siquiera cuando ya la lucha de clases había evolucionado tanto como para proporcionar combates enconados con la burguesía y el imperialismo, como pasó en octubre de 1972. No se trataba, por tanto, para el MIR (como sostienen algunos que deforman sus planteamientos para mejor combatirlos), de darse como tarea inmediata la destrucción del Estado burgués. Ateniéndose a la concepción leninista, el MIR veía en el agudizamiento de las contradicciones interburguesas y en el ascenso ininterrumpido del movimiento de masas (en el que participaban más y más capas políticamente atrasadas) rasgos propicios a la conversión de la crisis de dominación burguesa en una crisis revolucionaria, que permitiera el derrocamiento de la burguesía y el imperialismo y el establecimiento de un Estado popular y revolucionario. La condición para que esa conversión tuviera lugar era el surgimiento y el desarrollo de un poder de masas alternativo al Estado burgués, cuyos órganos fueran simultáneamente instrumentos de combate del pueblo y los gérmenes de la organización estatal capaz de remplazar al Estado vigente.6
A partir de este análisis de la coyuntura chilena, el MIR implementó una política de alianzas que chocaba frontalmente con la que propugnaba el PC. Las diferencias fundamentales no residían en el enemigo fundamental a combatir: la gran burguesía y el imperialismo, ni tampoco en la necesidad de establecer un cierto grado de compromiso con las capas medias burguesas y pequeñoburguesas. Esas diferencias estribaban más bien en la determinación del bloque revolucionario mismo.
Mientras el PC se proponía lograr una alianza con las capas medias burguesas, apoyándose para ello en los sectores organizados del proletariado urbano y rural, lo que correspondía a buscar una forma de colaboración de clases, el MIR entendía que el bloque revolucionario, teniendo es cierto como eje al proletariado organizado, debería incluir a las amplias masas proletarias y semiproletarias de la ciudad y del campo, así como a las capas empobrecidas de la pequeña burguesía. Esto determinaba el carácter de las relaciones por establecer con las capas medias burguesas: para el PC, se trataba de darles garantías de desarrollo y asegurar el control sobre ellas a través del Estado (o sea, en las condiciones chilenas de entonces, del gobierno); para el MIR, aunque aceptara la preservación de un sector privado en la economía, los empresarios que allí se ubicaran deberían estar bajo un control de masas, ejercido tanto en el plano de la producción como en el de la distribución. La consigna del control obrero, lanzada por el MIR, fue rechazada con indignación por el PC, quien la calificó de “anarquista” 7, precisamente porque implicaba que las relaciones entre la burguesía y el proletariado no estarían basadas en la colaboración, sino en la fuerza. Este no era un problema aislado: toda la política del MIR se orientaba a encauzar la disposición de lucha de la mayoría de la clase obrera, así como de los pobres de la ciudad y del campo, hacia su fortalecimiento político y orgánico a expensas de la burguesía. Esto se tornará dramáticamente patente cuando, al sobrevenir el desabastecimiento en gran escala de bienes esenciales, el MIR juega todo su peso en la necesidad de desarrollar los órganos de control de masas sobre la producción y la distribución, mientras el PC, además de buscar arreglos con los sectores empresariales, recurre prioritariamente a los aparatos represivos del Estado en contra de la especulación.
El problema del Estado
Es obvio que las concepciones tácticas y las políticas de alianzas divergentes que se planteaban en el seno de la izquierda chilena determinaban también la actitud a asumir ante el gobierno. Para el PC, lo principal era la defensa a ultranza del gobierno y la subordinación del movimiento de masas a éste; toda acción de masas no autorizada y legitimada por el gobierno constituía en última instancia algo que afectaba la estabilidad del mismo. El MIR, inversamente, sostenía que la fuerza del gobierno no nacía de él mismo, o sea, del hecho de ser un órgano del aparato estatal, sino del apoyo que le pudiera prestar el movimiento de masas; en consecuencia, era en la fuerza del movimiento de masas que el gobierno debería afirmarse, no habiendo en principio ninguna razón para que el desarrollo popular hiciera peligrar la estabilidad del gobierno, más bien debería reforzarlo. Las posiciones contradictorias asumidas por el PC y el MIR respecto a los órganos de control de masas nacían de esa divergencia, y se agudizarían al surgir organismos tales como los cordones industriales y los comandos comunales.
La realidad es que el razonamiento de ambas organizaciones políticas respecto a la estabilidad del gobierno tenían como punto de referencia un hecho de la mayor importancia: que Allende, desde un principio, había asumido íntegramente el papel de presidente constitucional y se había decidido por afirmarse con base en la legalidad de su status, aun si ello implicaba plegarse a los límites impuestos por la institucionalidad burguesa. Ante esa situación, se explican los esfuerzos del MIR en el sentido de forzar a Allende a cambiar de actitud para, basándose en el movimiento de masas y en la aglutinación de sectores de las fuerzas armadas en torno a sí, constituirse en un “gobierno de trabajadores” 8 que acelerara la descomposición del sistema de dominación burgués y su crisis. Pero se entiende también que las posiciones del PC recibieran, a través de la actitud del presidente, un sólido respaldo y que ese partido llegara incluso —hecho inaceptable para el MIR— a plantearse tareas de construcción del socialismo antes de resolver el problema fundamental que ellas suponen: la toma del poder por los trabajadores.
Esto se debía en parte al peso de la pequeña burguesía en el seno de la UP (es conocido el horror con que la pequeña burguesía ve todo lo que lleve la lucha de clases a un enfrentamiento abierto y abra perspectivas a la dictadura del proletariado), en parte al oportunismo político puro y simple, pero también a la influencia de la tradición parlamentaria chilena. En el curso de la formación y desarrollo del sistema de dominación burgués, se había destacado, como señalamos, desde el seno de la pequeña burguesía, una élite política, relativamente estable y cerrada, que se acostumbró a dirimir sus divergencias en familia, por así decirlo, o sea, en los pasillos del Congreso. No es accidental que Allende mismo ostentara un currículum parlamentario de muchas décadas y que los principales dirigentes de la UP, incluyendo a los secretarios generales de los partidos que la integraban, fueran también senadores y diputados (los que no lo eran al principio del periodo, lo serían al término de éste).
Ahora bien, esos políticos no sólo habían adquirido un respeto casi sagrado por las instituciones parlamentarias burguesas de Chile, sino que consideraban que la base de sustentación del Estado —los aparatos armados— tenían como única función asegurar las reglas del juego dentro de las cuales actuaban las distintas fuerzas políticas. A ello se debe la insistencia del gobierno allendista y de la UP en buscar un modo de convivencia con la DC, en lugar de preocuparse prioritariamente por la creación de un dispositivo militar propio, por el reforzamiento de su control sobre los aparatos policíacos, particularmente los servicios de inteligencia, y por la regimentación de las masas en una forma tal que se constituyeran en un respaldo cada vez más efectivo a la acción del gobierno. Aun después del “tancazo” 9, cuando se hacía evidente que la suerte del proceso dependía del movimiento deliberativo que se llevaba a cabo en los cuarteles, Allende y el PC se preocuparon más de lograr un diálogo con la DC que de preparar un esquema de fuerza; es lo que explica que el gobierno haya entregado a la reacción derechista la cabeza del allendista general Prats, entonces ministro de Defensa, cambiándolo por el general Augusto Pinochet, a quien se tenía entonces por un constitucionalista, cuyas posiciones se acercaban a las de la DC. Sólo el MIR y los sectores izquierdistas de la UP allegados a él captaron el cambio que se operaba en el curso del proceso; el MIR intensificó entonces su propaganda y agitación hacia las fuerzas armadas, intentando volcar en favor del campo revolucionario el movimiento deliberativo que allí tenía lugar, y levanta (en oposición al planteamiento del PC: ¡A evitar la guerra civil!) la consigna de: ¡A evitar o a ganar la guerra civil! Lo que podría parecer un desborde de la “izquierda desvariada”, era simplemente la aplicación de un viejo adagio: Si vis pacem para bellum. . .
Como quiera que sea, lo que podríamos llamar, con rigor, el cretinismo parlamentario de la UP facilitó que aun sus sectores más radicalizados no lograran romper el marco de acción impuesto por el PC y la corriente allendista. Aunque asumieran la mayor parte de las consignas y planes de acción propuestos por el MIR, intentaron aplicarlos desde dentro de la UP y a partir del gobierno, chocando necesariamente con la dinámica que allí impulsaban el PC y Allende. Intentos ya casi desesperados, como el del MAPU —cuando, utilizando el ministerio de Economía entonces en sus manos, lanza, a principios de 1973, el anuncio del racionamiento de productos esenciales y el apoyo gubernamental a los órganos de control de masas sobre el abastecimiento— tendrían que desembocar en el más estruendoso fracaso 10. Pero se trataba de casos aislados: en su mayoría, la acción de esos sectores —que comprendían la Izquierda Cristiana, fracciones de izquierda del Partido Socialista y el MAPU— se limitaban a inútiles forcejeos en los pasillos de la Moneda y de los ministerios, lo que tan sólo restaba coherencia a la política de la UP sin lograr reorientarla en el sentido revolucionario propuesto por el MIR.
En el campo de la derecha, pese a sus divergencias internas, el acuerdo de fondo era mucho más sólido y había sido expuesto con meridiana claridad por un vocero democristiano. Claudio Orrego Vicuña, en 1972, cuando aparecía tan sólo como un intelectual brillante y no, como en 1973, como uno de los puntales de la CIA en Chile, había publicado en la revista oficial de la DC 11 un artículo que no dejaba dudas sobre el asunto. Comparando la victoria electoral de la UP con el avance de los ejércitos alemanes en la Unión Soviética (la analogía, además de su cruel ironía, no dejaba de ser profética, si se tiene en vista el desenlace militar del proceso), afirmaba que la estrategia de los mariscales rusos había consistido en ceder terreno, preocupados fundamentalmente con garantizar la preservación del símbolo nacional —Moscú— y en espera de que el invierno ruso les diera las condiciones necesarias para contraatacar y barrer los ejércitos enemigos. Nosotros —decía Orrego, expresando la posición de la burguesía y el imperialismo— esperaremos también nuestro “invierno ruso” y defenderemos incansablemente nuestro Moscú: la legalidad y el Estado (léase legalidad burguesa y Estado burgués), aunque para ello debamos ahora retroceder y hacer las concesiones que haya que hacer.
¿Podría una DC, podría una burguesía inspirada por tales planteamientos establecer un acuerdo real con una UP, que se planteaba estratégicamente adueñarse de su Moscú? ¿Podría hacerlo con una UP que incluyera al MIR, sobre todo a partir de las bases que éste estableciera en 1972 para aliarse a ella? En efecto, antes de sellar un acuerdo formal con ésta, en el curso del diálogo mencionado, el MIR presentó una agenda de discusión que incluía el control obrero, una nueva ley agraria, la definición del área estatal y, principalmente, la formación de los Consejos Comunales de Trabajadores (que surgirían, en octubre de ese año, con el nombre de Consejos Comunales o simplemente Comandos Comunales) 12. O sea, para entrar a la UP, y posiblemente al gobierno, el MIR fijaba, como condición sine qua non, una base programática clara, lo que no supieron hacer los sectores izquierdizantes de la coalición. Se entiende entonces, sobre todo en la medida en que las conversaciones apuntaban hacia un acuerdo de fondo entre las dos fuerzas, que el PC se lanzara violentamente en contra de las mismas y jugara todo su peso por aislar al MIR del gobierno y de la UP, mientras preparaba el diálogo con la DC.
La contraofensiva burguesa
Explicar por qué, a mediados de 1972, se produce la ruptura entre el PC y el MIR es, en el fondo, preocuparse de saber cómo se impone definitivamente la hegemonía del PC en la UP y, simultáneamente, cómo se gesta la contrarrevolución de septiembre de 1973. Es también, por sobre todo, preocuparse con la evolución de la situación económica del país y la política puesta en práctica por el gobierno para hacerle frente, así como con la respuesta que darán la burguesía y el imperialismo.
En la primera mitad de su gobierno, la UP centró su acción económica en el sentido de desbloquear el desarrollo de las capas medias burguesas y pequeñoburguesas, así como de atender a las exigencias de las masas populares en materia de salarios y consumo. A partir de la nacionalización del cobre y la estatización de industrias monopólicas relacionadas con la producción de bienes de consumo corriente, como la textil, que aplastaban a las medianas y pequeñas empresas, el gobierno promovió una’ activa redistribución del ingreso, que impactó favorablemente la demanda de bienes de consumo. El primer año de aplicación de esa política favoreció una recuperación del ritmo de crecimiento industrial en todos los sectores, elevando el nivel de consumo de las masas y proporcionando amplias ganancias a los sectores empresariales privados.
Sin embargo, se podía observar ya en esa fase el germen de futuras dificultades. En primer lugar, la expansión de la oferta no se daba sobre la base de nuevas inversiones del sector privado, sino gracias a la utilización de la capacidad instalada no utilizada y los stocks acumulados en el periodo de estancamiento anterior. Por otra parte, mediante la campaña de la producción, desarrollada en el área estatal, los obreros proporcionaban un aumento apreciable de bienes intermedios y materias primas, a precios congelados por el gobierno, lo que permitía a la industria mantener su demanda de insumos sin alterar los costos, favoreciendo el aumento de sus ganancias a expensas del área estatal. Además, la redistribución del ingreso alcanzaba por igual a todos los sectores asalariados, lo que no sólo favorecía la expansión del sector de producción de bienes de consumo corriente, sino también al de bienes suntuarios 13; esto implicaba que no se modificaba la base productiva existente, sino que se impulsaba su reproducción ampliada, con todas sus deformaciones; al mismo tiempo, ponía gordas ganancias en manos de la burguesía, la cual no las invertía en la expansión de la estructura productiva, lo que provocaría el rezago de ésta ante las necesidades crecientes de consumo que la misma redistribución del ingreso generaba entre las capas populares. Finalmente, la política económica chocaba con dos obstáculos, difíciles de superar: los déficits del sector externo, derivados del boicot impuesto por el gobierno norteamericano y las agencias financieras que controla, así como de la baja de las cotizaciones internacionales del’ cobre (sólo revertida al final del periodo), y el incremento alarmante de las importaciones de alimentos, sea por el alza del precio de los mismos en el mercado mundial, sea por las insuficiencias notorias de la producción interna.14
Como quiera que sea, el primer año de aplicación de la política económica se constituyó, como se ha señalado, en todo un éxito. Aunque la gran burguesía y el imperialismo manifestaran ya —a través del boicot financiero, la no reinversión de utilidades e incluso el sabotaje— su disposición de no facilitarle la tarea al gobierno, les era difícil atraer a su campo a las capas medias burguesas y pequeñoburguesas, quienes se beneficiaban con la política gubernamental. Sin adherirse entusiastamente a éste, esa capas fueron más bien neutralizadas, y sectores pequeñoburgueses se inclinaron incluso hacia el gobierno, como lo demostró el alza de la votación de la UP en las elecciones municipales de abril de 1971, cuando su participación en los cómputos globales llegó a cerca del 50%. Progresivamente, y a partir sobre todo de los puntos de estrangulamiento en el sector externo, empezó a surgir puntualmente el desabastecimiento de ciertos bienes, tanto de consumo corriente, como de repuestos para maquinaria y materias primas. El gran capital nacional y extranjero, que colaboraba activamente para que esto sucediera, se aprovechó inmediatamente de la situación para atacar al gobierno, manipulando los medios de comunicación que, en forma mayoritaria, seguía controlando. La respuesta encontrada en las capas medias y sectores semiproletarios bajo influencia democristiana fue sorpresiva: en diciembre de 1971, se produce la “marcha de las ollas vacías”, que marcó el surgimiento de un movimiento de corte fascista en el país.
Es entonces cuando se diseña claramente la política económica mediante la cual el gran capital alentaría el desarrollo del fascismo. Con las ganancias no reinvertidas, que dejaban en sus manos un excedente monetario importante (pese a las transferencias de fondos al exterior, que contribuían a descapitalizar el país), la gran burguesía se lanza al acaparamiento de bienes y a la especulación de precios, dando origen a un mercado negro, que va en progresión durante el año de 1972. El gobierno, recién salido de las negociaciones con la DC (las cuales, aunque frustradas, seguían representando para él un punto de referencia), enfrenta la situación modificando la política económica. En las reuniones de la UP de El Arrayán y Lo Curro a mediados de 1972, se combinan las posiciones conciliadoras hacia la burguesía que sostenía el PC 15 con la visión tecnocrática de funcionarios socialistas de formación cepalina para diseñar, como estrategia ante la crisis que se avecinaba, un recurso creciente a los mecanismos de mercado, más que a la movilización popular. Entre julio y agosto, so pretexto de armonizar las relaciones entre la oferta y la demanda, el país asiste a fuertes alzas de precios, implementadas por el ministro de Hacienda, Orlando Millas, y el ministro de Economía, el socialista Carlos Matus, que desatan una ola inflacionaria de la cual ya no habrá retomo, acicatean la especulación y golpean los ingresos de las capas más pobres. En una amplia medida, la crisis de octubre se origina de esa situación, puesto que deja a la burguesía en condiciones más favorables para maniobrar. Después de dicha crisis, el mercado negro se generaliza, con el acaparamiento y la especulación alcanzando dimensiones gigantescas, lo que proporciona al gran capital la obtención de ventajas políticas, además de las jugosas ganancias que realizaba.
Entre esas ventajas, habría que destacar, en primer lugar, el hecho de que la gran burguesía ofrecía a las capas medias burguesas y pequeñoburguesas la oportunidad de asociarse al negocio de la especulación. A medida que el desabastecimiento se hacía más agudo, principalmente en los bienes de consumo corriente (en cuya producción esas capas tienen mayor participación), las ganancias que les correspondían aumentaban en forma más que proporcional, respecto a los demás productos. Lo importante es que ese aumento de ganancias ya no se derivaba de las medidas gubernamentales, sino, todo lo contrario, de la contravención de dichas medidas. Las capas medias podían ahora pasarse tranquilamente a la oposición al gobierno, dado que esa oposición las beneficiaba, con lo que entraron a gravitar en forma creciente en la esfera de influencia del gran capital. La burguesía encontraba, sobre la base del estrujamiento del consumidor, las condiciones para realizar, por lo menos durante cierto tiempo, su unidad de clase.
En segundo lugar, la especulación, como política impulsada consciente y sistemáticamente por la burguesía, contrarrestó la redistribución del ingreso promovida por el gobierno y enfrentó, en el plano del consumo, a la pequeña burguesía asalariada con la clase obrera y las capas pobres de la ciudad. A los grupos de la pequeña burguesía les dio la posibilidad de burlar, mediante el recurso al mercado negro, las expectativas de consumo de las masas, mientras éstas eran enfrentadas diariamente entre sí en la lucha por la obtención de los bienes esenciales para su subsistencia. El pequeño burócrata, el empleado de comercio, el oficinista tenían que disputar en las colas el pan, el calzado o los cerillos a los obreros y pobladores. De cobeneficiarios en la redistribución del ingreso, éstos les aparecían ahora como enemigos de carne y hueso con los cuales había que competir sin cuartel. Se escindían así las capas populares y se favorecía la derivación de importantes contingentes de la pequeña burguesía hacia el campo del fascismo.
Unificando a la burguesía, creando antagonismos en el seno del pueblo y provocando el desaliento entre las masas trabajadoras, la especulación se constituyó así en la política de reforzamiento del capital y de ascenso del movimiento fascista. Sin embargo, quienquiera que haya vivido el proceso chileno no puede menos que admirar la respuesta de los trabajadores ante la ofensiva desarrollada implacablemente por el capital en contra de sus condiciones de existencia. Cuando, al sentirse suficientemente fuerte como para intentar dar batalla, la burguesía decide ir al paro patronal, en octubre de 1972, se encuentra con la inesperada respuesta de una clase obrera que, contra viento y marea —tomando las fábricas, rechazando los intentos de soborno (ofrecimiento de paga de los días no trabajados) y las amenazas de despidos, caminando kilómetros a pie al sumarse la locomoción colectiva el paro— mantuvo en funcionamiento el aparato de producción. Galvanizadas por su ejemplo, y agrupadas en torno a ella, las demás capas del pueblo se hicieron cargo de la locomoción, de las tareas de distribución de bienes esenciales, etcétera. Jamás una sociedad latinoamericana pudo ver tan claramente el enfrentamiento abierto, sin tapujos de ningún tipo, entre el capital y el trabajo; jamás se tuvo prueba tan palpable de que es la clase obrera, en definitiva, quien puede reunir en torno suyo a las masas explotadas y enfrentar victoriosamente a la burguesía.
La crisis de octubre tuvo tres consecuencias importantes.
La primera de ellas fue la de enfrentar abiertamente a las clases fundamentales de la sociedad chilena: la burguesía y el proletariado, favoreciendo en ambas un proceso interno de unificación y radicalización. Fue así como, pese a las divergencias de conducción que prevalecían en las filas burguesas —expresadas en el golpismo del PN y los sectores más duros de la DC, por un lado, y, por el otro, en la política de acorralamiento de la UP, susceptible de desembocar en un golpe constitucional, que propiciaba la DC en tanto que partido, o por lo menos en la capitulación incondicional del gobierno ante la DC— quedó patente que el empuje de los duros obligaba a los blandos a seguirles el tranco. Esta fue una constante de la dinámica política de la burguesía y su mejor ejemplo es la presentación, por la DC, en agosto de 1973, en el Congreso, de una acusación al gobierno de salirse de la legitimidad: lo hacía precisamente para impedir que el PN presentara su proyecto que declaraba inconstitucional al gobierno, pero el resultado fue el mismo, o sea, alentar el golpismo en las fuerzas armadas.
Del mismo modo, en el campo del proletariado, se produjo una mayor cohesión, que se expresó en un nivel más alto de unidad de acción entre las fuerzas de izquierda (como se vería luego en la campaña electoral de marzo de 1973), así como en el avance de las posiciones revolucionarias en el seno de las masas, no sólo desde el punto de vista de la conciencia, sino del de su organización misma. Fue en octubre, en efecto, que nacieron los cordones industriales (generalizando una experiencia iniciada pocos meses antes en uno de los barrios obreros más combativos de Santiago: el de Cerrillos) y los comandos comunales de trabajadores, así como otros organismos, tales como los almacenes populares, los comandos de abastecimiento, etcétera 16. Por otra parte, se volvió visible la radicalización del movimiento popular y, en particular, de los obreros de la gran industria: un hecho ilustrativo de ello fue la toma masiva de las empresas electrónicas de Arica por los trabajadores y su resistencia a devolverlas (lo que obligó a que el gobierno y el PC se jugaran enteros para lograr la devolución), así como la manifestación contra el llamado “proyecto Millas” 17, a principios de enero de 1973, en Santiago, en la cual participaron incluso obreros comunistas, pese a que dicho proyecto había sido avalado por su partido.
Una segunda consecuencia significativa de la crisis de octubre fue la confusión que generó en la pequeña burguesía. La violencia del movimiento fascista, manifestada por los sectores más agresivos de la clase (los gremios de transportistas, profesionales, etcétera, así como el movimiento político “Patria y Libertad”), no sólo llevó a que se desprendiera de ella un bloque de apoyo al gobierno (no muy importante, numéricamente, pero significativo), sino que sembró el desconcierto en su seno. En efecto, al constatar que la acción del gran capital y del movimiento fascista (en el cual ella había tratado de expresarse) ponía en pie de guerra a la clase obrera, agrupaba en torno a ésta a los sectores populares y llevaba el país al borde de la guerra civil, las masas pequeñoburguesas sintieron revivir en ellas el horror ante la exacerbación de la lucha de clases. Fue sobre esta base que la democracia cristiana pudo maniobrar en el sentido de contener a los sectores golpistas más agresivos de la burguesía e imponer al gobierno lo que éste buscaba por todos los medios: una transacción que permitiera dirimir el conflicto en el plano electoral, bajo el aval de las fuerzas armadas.
Esto representa el tercer aspecto relevante a destacar entre las consecuencias de octubre. El ingreso de las fuerzas armadas al gobierno, para garantizar las elecciones parlamentarias de marzo, representó de hecho una medida que se dirigía a calmar los temores de las capas medias, tanto desde el punto de vista de la DC como de las corrientes reformistas del gobierno y la UP. Para la burguesía —que tras un mes y medio de forcejeo, no sólo era incapaz de detener la vida económica del país (aunque le causara grave daño), sino que veía aterrorizada cómo las masas tomaban en sus manos el control de la producción y la distribución de bienes— ello representó una concesión más generosa que la que se había permitido esperar. Para la clase obrera, en cambio, fue un retroceso, que sólo el prestigio de Allende y la fuerza del reformismo pudieron hacer aceptar.
Desde el punto de vista de la UP y del gobierno, la formación del gabinete cívico-militar de noviembre contenía aspectos contradictorios. Si era cierto que, aparentemente, reforzaba al gobierno, lo hacía en tanto que órgano del Estado burgués y en el marco de una economía que la burguesía, aunque no pudiera destruir, desorganizaba definitivamente; a partir de octubre, o se recurría a los mecanismos de mercado (tal como lo había planteado el binomio Millas-Matus), lo que implicaba el abandono en la práctica del programa de gobierno; o se impulsaban los mecanismos de control sobre la producción y la distribución que las masas habían puesto en marcha en el curso de la crisis, lo que contradecía el deseo de lograr una tregua en la lucha de clases hasta las elecciones de marzo. Por otra parte, al recurrir al arbitraje militar, la UP y el gobierno perdían las condiciones de hacer opciones reales en esas materias. La presencia de las fuerzas armadas en el ministerio tenía justamente por propósito cautelar los intereses de la burguesía y contener el avance que las masas habían empezado a desplegar en octubre. Todo ello haría que el periodo hasta marzo estuviera lleno de contradicciones, pero que, en lo esencial, se caracterizara por la degeneración acelerada de la economía capitalista chilena, con la extensión del acaparamiento, la especulación y el mercado negro, y por la falta de soluciones alternativas por parte del gobierno o de las masas, lo que impondría a éstas condiciones penosas de subsistencia.
Pero, sin duda, el aspecto más importante de la incorporación de las fuerzas armadas al gobierno era que la UP, al precio de una despolitización artificial y precaria de la coyuntura, favorecía la politización de la institución militar misma. La UP no se dio cuenta de ello, por las razones ya señaladas anteriormente y que se resumían en el hecho de que, en su perspectiva, el papel de los militares era crear condiciones propicias al juego político, lo que quería decir, en los términos de su estrategia: el acuerdo con la DC. Sin embargo, responsables ante la burguesía y el pueblo de la tregua establecida en noviembre, las fuerzas armadas serían necesariamente objeto de propaganda de ambos bandos: izquierda y derecha. Ello favorecía el proceso deliberativo en su seno y el deslinde de posiciones, lo que tendía a llevarlas a estallar, a romperse en tanto que institución. De ello se dio cuenta la derecha, quien empieza a exigir la salida de los sectores progresistas y constitucionalistas militares, empujando además al enfrentamiento del ejército con el pueblo 18, pero también la izquierda revolucionaria, que redobla su propaganda en el sentido de precipitar la diferenciación de tendencias entre los militares, resquebrajar su disciplina interna y liberar así a la base de suboficiales y soldados, en su mayoría favorables al gobierno.
La UP y el gobierno, por lo contrario, se esforzarán por impedir la politización inevitable y detener la creciente escisión entre los altos mandos de las fuerzas armadas, yendo al punto de ceder a las exigencias de la derecha respecto a retirar de los puestos de mando a los oficiales leales al gobierno y a permitir la represión de los sectores antigolpistas de la tropa. Esto tendrá lugar ya en el curso de la etapa final de la ofensiva golpista, entre julio y agosto de 1973, implicando, como vimos, el recambio de Prats por Pinochet, entre otras cosas. Con ello, se favorece la unificación de mando bajo la hegemonía de los sectores golpistas, lo que constituye un factor decisivo para que, en el momento del golpe, la disciplina militar (pese a enfrentamientos aislados en los cuarteles) hiciera que las fuerzas armadas cumplieran su verdadera función: la de ser el soporte último de sustentación del Estado burgués, el garante por excelencia de los intereses del capital.
El militar-fascismo y las perspectivas
El régimen militar que se impuso el 11 de septiembre de 1973 clausuró una etapa de la vida chilena que, comenzando por el agudizamiento de las contradicciones interburguesas y la radicalización del movimiento popular, condujo finalmente, por mediación de la formación misma de un gobierno de izquierda que esos hechos hicieron posible, a la crisis del sistema de dominación burgués. La oposición entre los órganos del Estado, la división creciente entre las filas militares, el surgimiento de órganos embrionarios de poder al margen del Estado, no fueron sino la expresión de la crisis global que se desencadenó en el seno de la sociedad chilena. El drama de la Unidad Popular, y en particular de las fuerzas que la hegemonizaron —el partido comunista y la corriente allendista— fue el de no haber comprendido que la victoria de 1970, reafirmada en 1973 (cuando la coalición gubernamental alcanzó el 44% de la votación, en las elecciones parlamentarias) no era la manifestación de un simple proceso acumulativo, que autorizara esperar el aumento progresivo de la fuerza electoral de la izquierda hasta poder plantearse, en 1976, la elección no sólo de un nuevo gobierno de izquierda, sino también de una mayoría parlamentaria: esa victoria era más bien el resultado de un deslindamiento de las contradicciones de clases, que no dejaban otra salida que el enfrentamiento directo entre ellas.
El carácter armado o pacífico del enfrentamiento no es, como se pretende hacer creer, el elemento central del problema Es posible imaginar —aunque parezca improbable que eso pudiera haber sucedido en Chile— que la izquierda, mediante una política decidida y hábil de aumento de sus fuerzas respecto a las de sus enemigos, adquiriera una superioridad tal que no le permitiera a éstos darle batalla y los obligara a ceder terreno, hasta que, de repliegue en repliegue, se les hiciera imposible reaccionar con éxito. Las guerrillas de Escambray allí están para demostrarlo. La toma del Palacio de Invierno, en Rusia, muestra lo mismo, y todo el intento contrarrevolucionario posterior, que condujo a una guerra civil que duró tres años, no pudo echar atrás la victoria de la izquierda rusa. La misma actitud de la burguesía chilena, expresada entonces por su partido mayoritario, y que mencionamos anteriormente 19, indicaba que, por lo menos en un momento, alga similar se planteó en Chile.
El problema de fondo es otro: ¿cómo se logra y cómo se mide una correlación favorable de fuerzas? La experiencia chilena nos muestra una vez más que no es a través de concesiones y que los indicadores de medición no pueden reducirse a los meros índices electorales. La conquista del gobierno por la izquierda era algo inaceptable para la burguesía y el imperialismo; éstos podían aguantarlo, defendiendo lo más posible sus privilegios, mientras preparaban el derrocamiento de ese gobierno, como lo declaraba explícitamente el artículo de Orrego. La izquierda, al revés, tendría que asumir la conquista del gobierno como el instrumento por excelencia para precipitar la crisis de dominación, desarticular el eje de sustentación del sistema —el aparato del Estado— y no, como lo hizo, intentar mantener el Estado para, mediante esa actitud, neutralizar el antagonismo que le manifestaban sus enemigos, mientras esperaba consolidar su victoria en el seno de ese mismo Estado, a través de los mecanismos que lo legitimaban, particularmente las elecciones de tipo parlamentario
Al proceder así, la UP se encarceló en el orden burgués y entró en la pendiente de las concesiones, que terminaron en el abismo del golpe. Las concesiones aplazaron el enfrentamiento, pero en beneficio de la derecha; esto, que se observara ya en octubre de 1972, se hizo todavía más patente después que, tras las jornadas obreras de junio de 1973, el fascismo fue barrido definitivamente de las calles de Santiago, llevando a la burguesía a trasladar su acción hacia el terrorismo de sus organizaciones paramilitares y la ofensiva abierta hacia las fuerzas armadas. Pero se volvió más claro aún cuando, tras el levantamiento militar fracasado del 29 de junio, el “tancazo”, se tensaron las energías del pueblo y, mientras los obreros como un solo hombre ocupaban las fábricas, las fuerzas armadas vacilaban, para inclinarse finalmente ante la corriente progobiernista encabezada por el general Prats. No fue por acaso que, en el cable de solidaridad que le envió a Allende, Fidel Castro equiparó ese momento a Playa Girón: sonaba la hora de arremeter contra los sectores golpistas de las fuerzas armadas, someter por la fuerza de las masas y de las armas a los demás órganos del Estado, apelar directamente a las bases militares y regimentar el pueblo (quien de por sí presentaba ya un elevado grado de organización y combatividad) para sostener esa ofensiva. El manifiesto de la CUT llamando al paro general del 21 de junio —que recogía la mayoría de los puntos que venía levantando la izquierda revolucionaria— surgía como la base programática adecuada para la nueva etapa que parecía abrirse, y tras él se pusieron las fuerzas de izquierda y las masas populares. No se puede afirmar que el enemigo de clase, acobardado, refugiado en el silencio, mientras veía a sus seudohéroes, los jefes de las bandas fascistas, buscar asilo en las embajadas, no hubiera intentado una resistencia; pero, de hacerlo, lo haría desde una posición defensiva, con posibilidades infinitamente menores de victoria que las que logró reunir dos meses y medio después.
En este lapso, todo cambió. Tras un momento de vacilación, el gobierno buscó el diálogo con la democracia cristiana, apoyado por el partido comunista y avalado de hecho por el centrismo de izquierda 20. Los sectores golpistas de las fuerzas armadas desataron una ola de allanamientos contra las fábricas, buscando oponer a soldados y obreros, preparar a los primeros para las tareas represivas que les reservaban y desmoralizar a los trabajadores y a la izquierda; simultáneamente, autorizados por el propio gobierno, quien condenó la “infiltración ultraizquierdista” en las fuerzas armadas, iniciaron la represión a los marinos y demás militares antigolpistas, abriendo además hostilidades contra la izquierda, al exigir el enjuiciamiento de los secretarios generales del PS, del MIR y del MAPU.
La burguesía, sin necesidad de apelar a recuentos electorales, se dio cuenta de que la situación había cambiado. Exigió entonces la retirada de los generales progobierno, empezando por el mismo Prats, lo que se le concedió. El congreso se declaró en rebeldía ante el gobierno, acusándolo de cometer actos ilegítimos. Se inició en las calles la colecta de firmas pidiendo la renuncia de Allende. La represión a los obreros, pobladores y campesinos se incrementó en Santiago y en las provincias, y el MIR debió volver a la clandestinidad. El golpe estaba prácticamente consumado y se hacía de hecho innecesario recurrir a la fuerza de las armas para consagrarlo: el mismo Allende, tras ofrecer sin éxito a la DC la satisfacción de todas las exigencias de la reacción, se dispuso a anunciar al país un plebiscito sobre su renuncia. El simple hecho de hacerlo significa la capitulación, lo que llevaba a la democracia cristiana a extender ávidamente las manos para recoger la banda presidencial que se le venía encima como una “pera madura”.
Fue en ese contexto que se produjo el golpe militar: con la Unidad Popular derrotada y una democracia cristiana lista para celebrar su triunfo. ¿Por qué, entonces, el golpe?
Porque sólo él permitiría zanjar la crisis del sistema de dominación en beneficio del gran capital nacional y extranjero. Esto implicaba, en primer lugar, rechazar y desorganizar al movimiento popular, golpeando sus partidos y eliminando las organizaciones de masas y los cuadros avanzados que allí se habían formado; restaurar la unidad del aparato del Estado y reforzarlo, poniéndolo por encima de las presiones que las distintas clases de la sociedad ejercían sobre él; asentar sobre bases sólidas —las fuerzas armadas— el poder del gran capital, y no sobre la base de una alianza con las capas burguesas y pequeñoburguesas, ya que, si éstas habían sido útiles para crear las condiciones para derrocar al gobierno de la UP, impedirían al gran capital triunfante imponer al país la orientación a que aspiraba desde los tiempos de Frei.
El régimen militar actual es la expresión más pura de la hegemonía del gran capital nacional y extranjero sobre la sociedad chilena. Su columna vertebral son las fuerzas armadas, cada vez más depuradas de los sectores que se resistían a desempeñar el papel de guardia pretoriana de los poderosos. El fascismo, que la reacción usó como una palanca para agudizar las contradicciones de clases y favorecer entre los militares el desarrollo de un sector directamente vinculado a la gran burguesía y el imperialismo, constituye tan sólo un ingrediente del régimen: lo encontramos en la disposición de la junta militar de excluir a la clase obrera y al pueblo de toda forma de participación política y en la ideología chovinista de que el gobierno echa mano. Pero el régimen no reposa sobre un auténtico movimiento fascista: la pequeña burguesía, constituía la base de ese movimiento, no encuentra en él canales de expresión, no está organizada para sostenerlo y no obtiene ventajas reales de su gestión. El único mérito que el régimen conserva a sus ojos es el de haberla librado de la amenaza proletaria, pero es un mérito que se va decolorando a medida que sus condiciones de vida (salvo para una pequeña capa tecnocrática) se ven rebajadas a las mismas condiciones que se imponen a los obreros.
En esta perspectiva, el régimen chileno no se diferencia en lo fundamental de los regímenes semejantes que, desde 1964, a partir del golpe de Estado brasileño, y en una amplia medida como consecuencia de éste, se vienen imponiendo en América Latina; a lo sumo, podría considerarse como una forma particular de fascismo, que podríamos llamar militar-fascismo y que, bajo la égida del gran capital nacional y extranjero, se apoya fundamentalmente en un sector específico de las clases medias: los militares, insertos ellos mismos en el marco de la estrategia contrainsurreccional impuesta por Estados Unidos a América Latina a partir de la revolución cubana.
Como quiera que sea, el militar-fascismo chileno aparece, en el plano interno, como el desenlace de las luchas de clases que se venían desarrollando en el país, a lo largo de la década de 1960, y que fueron llevadas al rojo vivo con el gobierno de la Unidad Popular. Reproduce, así, en la especificidad propia de la sociedad chilena, una situación que se ha producido ya en otros países del cono sur; particularmente Brasil. Allí, el gran capital nacional y extranjero, tras decidir en su favor la lucha por el poder; ha contado con condiciones favorables para impulsar hacia una nueva etapa el capitalismo dependiente y edificar, costa de la superexplotación de las masas trabajadoras de la supeditación incondicional de las capas medias gran capital, su “milagro” económico.
¿Podrá Chile recorrer el mismo camino, independientemente de las limitaciones que le impone el nivel inferior de su base productiva? Hay fuertes razones para supone que no. El tiempo de transición al “modelo brasileño” no le puede exigir menos de dos años, como lo demuestra é caso de países como Uruguay y, aún más, Bolivia. Mientras tanto, al régimen militar le es indispensable contar con la absoluta pasividad de la clase obrera, y de las masas trabajadoras en general, así como de las capas medias burguesas y pequeñoburguesas. En otros términos el militar-fascismo chileno no puede llevar adelante programa económico y político si no liquida primero a las fuerzas de vanguardia populares, a la izquierda, cuyo desarrollo en los últimos años ha sido notable.
Golpeadas, es cierto, unas más que otras, esas fuerzas no han sido empero destruidas. Si hubieran logrado unirse, en los nueve meses que han transcurrido después del golpe, ya la configuración política chilena sería distinta de lo que es hoy. Pero les queda todavía tiempo por prepararse para enfrentar y sacar los dividendos políticos del auge de masas que no podrá dejar de tener lugar en Chile antes de la consolidación del modelo que quiere imponer el militar-fascismo, similar en cierta medida a lo que pasó en Brasil, en 1968, o en Bolivia, en 1974. Esa preparación, nunca está de más decirlo, el logro de tácticas y esquemas orgánicos unitarios es indispensable, no sólo porque esas fuerzas se encuentran debilitadas después del golpe militar, sino sobre todo porque, por sus reales raíces en el movimiento de masas, su desunión significa la división del pueblo.
Discutir las razones que han dificultado la unidad de la izquierda chilena —más allá de algunas formas unitarias limitadas y de poca eficacia que se han logrado, particularmente en el exterior—, así como la creación de un verdadero movimiento de resistencia popular, sería materia para otro trabajo. Señalemos tan sólo que, una vez más las dos fuerzas más definidas del espectro político chileno —el partido comunista y el MIR—, captan correctamente los problemas del régimen militar, pero tienden a interpretarlos de manera distinta y, por tanto, a plantear tácticas y estrategias disímiles. La desintegración de la base social del régimen, hecho que se encuentra en pleno proceso de aceleración, representa para el PC la posibilidad de lograr lo que siempre buscó —la alianza con una fracción burguesa— y, sobre esta base, plantear la restauración de la democracia chilena tradicional; para el MIR, ello apunta hacia la viabilidad de, a partir de un movimiento obrero reorganizado y preparado para enfrentar las nuevas condiciones de lucha, constituir un amplio bloque social que vaya más allá de la restauración democrática y sitúe a las masas trabajadoras en un punto superior al que se encontraban en 1973.
A partir de las perspectivas que vislumbran, cada uno por su parte, para el desarrollo del proceso, es evidente que el PC busca aliarse a la DC como partido y que el MIR, aunque trabaje para atraerse a la pequeña burguesía democrática que se encuentra en ese partido, rechace tal tipo de alianza. Es evidente también que el PC se preocupa menos del apoyo económico y militar que países como Estados Unidos y Brasil pueden prestar a la junta chilena, ante un nuevo brote del movimiento popular que ponga en peligro el régimen que allí se pretende instalar, y que el MIR se preocupa más al respecto, ya que considera que dicho brote popular no pondría simplemente en peligro a tal régimen, al precio del restablecimiento de la democracia burguesa (hecho que podría se aceptado por el imperialismo), sino que trataría de ir m allá. Es evidente finalmente que el PC no ve en la lucha armada sino una de las formas de acción que eventualmente se emplearán en el combate a la dictadura militar, mientras que el MIR, para el cual las fuerzas armadas so la columna vertebral del régimen que quiere implantar e gran capital, la entiende como la forma general que asumirá en Chile la lucha de masas.
Así, una vez más, el curso del proceso chileno —que no podrá dejar de tener amplias repercusiones en todo el cono sur— está pendiente de las divergencias que existe en el seno de la izquierda. Una vez más, dicho proceso depende de qué concepción terminará por prevalecer en seno del movimiento popular, y en particular en la clase obrera. Pues, al fin y al cabo, es ese movimiento d masas, es la clase obrera y el pueblo de Chile quien tendrán que decidir los rumbos que acabará por tomar país.
México, julio de 1974.
Ruy Mauro Marini
NOTAS
- Para ampliar este punto, véase mi artículo “El desarrollo industrial dependiente y la crisis del sistema de dominación”, en Marxismo y Revolución, Santiago, julio-septiembre, 1973, n. 1.
- Véase de Silvia Hernández, “El desarrollo capitalista del campo chileno”, en Sociedad y Desarrollo, CESO, Santiago, n. 3, julio-septiembre, 1972.
- Véase de Juan Carlos Marín, “Las tomas: 1970-1972”, en Marxismo y Revolución, op. cit.
- Véase mi artículo “La pequeña burguesía y el problema del poder”, en Pasado y Presente, Buenos Aires, n. 1 (2a. época), abril junio, 1973.
- No hay que olvidar que ya hacía su aparición en Chile una izquierda extraparlamentaria, que introducía nuevas formas de lucha y penetraba en los sectores más explosivos de la sociedad de la época, como era el movimiento de pobladores y el campesinado del sur, además de proyectarse hacia los grupos obreros más radicalizados, como los mineros del carbón. El movimiento estudiantil se encontraba en plena efervescencia, vanguardizando las inquietudes de la pequeña burguesía. La misma formación del MAPU se puede interpretar como una de las expresiones de radicalización de la pequeña burguesía.
- La concepción de Lenin sobre las condiciones prerrevolucionarias se encuentra en varios de sus textos; su formulación más acabada es la que ofrece “La enfermedad infantil del `izquierdismo’ en el comunismo”, Obras escogidas. Progreso, Moscú, t. 111. El paso de lo que Lenin llama “situación prerrevolucionaria” a la “situación revolucionaria” propiamente dicha puede verse en su texto “El marxismo y la insurrección”, op. cit., t. 11. La estrategia para lograr esa transformación es tratada sistemáticamente en “Las elecciones a la Asamblea Constituyente y la dictadura del proletariado”. Obras completas. Cartago, Buenos Aires, t. XXX.
- Véase de Orlando Millas, “La clase obrera en las condiciones del gobierno popular”, en El Siglo, Santiago, 5 de junio de 1972.
- Esta expresión equivalía a la de “gobierno obrero”, tal como la utilizó la III Internacional, y no tenía ninguna connotación maximalista, diferenciándose claramente de la dictadura del proletariado, ni tampoco encerraba un concepto unívoco de clase. Ver, sobre el asunto, la resolución sobre la táctica del IV Congreso de la Internacional, en Los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista, Segunda parte. Ed. Cuadernos de Pasado y Presente, Buenos Aires, 1973, pp. 177-90.
- Sublevación frustrada (te un regimiento de Santiago contra el gobierno de Allende, llevada a cabo el 29 de junio de 1973.
- Inmediatamente después de las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, y manipulada por el PC y Allende, se escindió del MAPU una fracción derechista, lidereada por uno de los miembros de su Comisión Política, Jaime Gazmuri, la cual acabó por adoptar la designación de MAPU-Obrero y Campesino.
- Política y Espíritu.
- Ver, sobre el tema, la entrevista concedida en esa ocasión por el secretario general del MIR, Miguel Enríquez, a Chile Hoy.
- Las empresas productoras de bienes suntuarios permanecieron, en un principio, intactas en su propiedad y el gobierno resistió siempre a su estatización, aunque, en ciertos casos, por presión de las bases obreras, fue forzado a aceptarla.
- Véase mi artículo, en colaboración con Cristián Sepúlveda, “La política económica de la ‘vía chilena’”, en Marxismo Revolución, op. cit.
- Véase el artículo ya citado de Orlando Millas.
- Esto lo trata Eder Sader en un artículo todavía inédito sobre el Cordón Cerrillos.
- El “proyecto Millas” (de hecho, un proyecto del gobierno), al establecer criterios para la definición del área estatal, abría la posibilidad de devolución de un número considerable de empresas.
- El instrumento fundamental para ello fue la ley sobre el control de armas, propuesta por el ex-ministro de Defensa de Frei, Juan de Dios Carmona, y aprobada en 1972 por el Congreso, íntegramente, ya que el gobierno no supo o no quiso utilizar su derecho de veto. Los allanamientos a las fábricas, que enfrentó a soldados y obreros, entre julio y septiembre de 1973, se hicieron bajo el amparo de esa ley.
- Véase el artículo ya citado de Claudio Orrego Vicuña.
- La mejor expresión de centrismo fue dada por el PS, a través de la frase en que manifestó su posición: no estamos por el diálogo (con la DC), pero no haremos nada para impedirlo.