El Estado de Contrainsurgencia
Fuente: Intervención en el debate sobre “La cuestión del fascismo en América Latina”, Cuadernos Políticos n. 18, Ediciones Era, México, octubre-diciembre, 1978, pp. 21-29. Se publica en Internet gracias a Ediciones Era.
Partiré de la constatación de que atravesamos en América Latina un período contrarrevolucionario, para, una vez caracterizado ese periodo, indagar en qué medida éste afecta al Estado. En efecto, siendo el Estado como lo es, la fuerza concentrada de la sociedad, la síntesis de las estructuras y relaciones de dominación que allí existen, la vigencia de un proceso contrarrevolucionario incide necesariamente sobre él, afectándolo en su estructura y funcionamiento. Es la toma de conciencia de esa situación lo que ha llevado a los intelectuales y las fuerzas políticas del continente a plantearse el análisis de la contrarrevolución, generando la discusión sobre el carácter fascista o no fascista de ese proceso.
Ahora bien: me parece válido, bajo cierto punto de vista, recurrir al fascismo como término de referencia. En la medida en que el fascismo europeo representó también un periodo contrarrevolucionario, proporciona un punto de comparación para analizar la situación latinoamericana. Sin embargo, creo que —más que buscar las semejanzas y diferencias entre el proceso contrarrevolucionario latinoamericano y el fascismo europeo— es preferible partir del supuesto de que ambos constituyen formas particulares de la contrarrevolución burguesa y tratar, pues, de verificar en qué consiste la especificidad que asume la contrarrevolución latinoamericana, en especial desde el punto de vista del Estado. Estaremos así siguiendo las enseñanzas de los marxistas europeos, quienes han utilizado, para el análisis del fascismo, el punto de referencia que tenían entonces respecto a la contrarrevolución burguesa: el bonapartismo, sin asumir como supuesto que se trataran de fenómenos idénticos; más bien se preocuparon de establecer la especificidad del proceso fascista y de las formas de dominación y de Estado a que éste daba lugar. Si no hubieran procedido así, si hubieran confundido las formas particulares con el proceso general que las produce, no contaríamos hoy con los estudios sobre el fascismo, que han enriquecido la teoría política marxista y nos permiten abordar con más seguridad el análisis de la contrarrevolución latinoamericana.
Veamos, pues, qué factores han provocado la apertura de ese proceso contrarrevolucionario en América Latina, examinemos la influencia de éste en la estructura y funcionamiento del Estado, para plantearnos entonces la pregunta de si los cambios que éste ha experimentado representan o no un fenómeno transitorio y cómo afectan la estrategia revolucionaria.
Tres vertientes de la contrarrevolución latinoamericana
A mi modo de ver, las dictaduras militares latinoamericanas son el fruto de un proceso que tiene tres vertientes. Como veremos más adelante, ese proceso no sólo generó dictaduras militares, sino que afectó a Estados que no asumieron esa forma. En este sentido, el primer efecto de la acción de esos factores no es tanto el golpe brasileño de 1964, como se sostiene, sino las modificaciones que presenta el Estado venezolano a partir de 1959, bajo el gobierno de Betancourt.
La primera vertiente de la contrarrevolución latinoamericana es el cambio de estrategia global norteamericana, que interviene a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta, y que es implementada decididamente por el gobierno de Kennedy. Su principal motivación es el hecho de que Estados Unidos, en tanto que cabeza indiscutible del campo capitalista, se ve enfrentado a una serie de procesos revolucionarios en distintas partes del mundo, como Argelia, Congo, Cuba, Vietnam, que arrojan resultados diferentes pero que hacen temblar la estructura mundial de la dominación imperialista. Esto se acompaña de la modificación de la balanza de poder entre Estados Unidos y la Unión Soviética, que implica un mayor equilibrio entre ambos. Todo ello conduce al cambio de planteamiento estratégico norteamericano, que pasa de la contemplación de una respuesta masiva y global, en un enfrentamiento directo con la URSS, a la de una respuesta flexible, capaz de enfrentar al reto revolucionario (el cual, en la perspectiva de Estados Unidos, es siempre un reto soviético) dondequiera que éste se presentara.
La nueva estrategia norteamericana tiene varias consecuencias. Entre ellas, modificaciones en el plano militar, con énfasis por ejemplo en medios de transportación masiva y en fuerzas convencionales; la creación de cuerpos especiales, adiestrados en la contraguerrilla, como los Boinas Verdes; y el reforzamiento de los ejércitos nacionales, lo que McNamara en su libro La esencia de la seguridad llamó “indígenas en uniforme”, mediante programas de capacitación y armamento. Pero lo más significativo, para lo que nos interesa aquí es la formulación de la doctrina de contrainsurgencia, que establece una línea de enfrentamiento a los movimientos revolucionarios a desarrollarse en tres planos: aniquilamiento, conquista de bases sociales e institucionalización.
Convendría destacar tres aspectos de la doctrina de contrainsurgencia. En primer lugar, su concepción misma de la política: la contrainsurgencia es la aplicación a la lucha política de un enfoque militar. Normalmente, en la sociedad burguesa, la lucha política tiene como propósito derrotar al contrincante, pero éste sigue existiendo como elemento derrotado y puede incluso actuar como fuerza de oposición. La contrainsurgencia, en una perspectiva similar a la del fascismo, ve al contrincante como el enemigo que no sólo debe ser derrotado sino aniquilado, es decir destruido, lo que implica ver a la lucha de clases como guerra y conlleva, pues, la adopción de una táctica y métodos militares de lucha.
En segundo lugar, la contrainsurgencia considera al movimiento revolucionario como algo ajeno a la sociedad en que se desarrolla; en consecuencia, ve el proceso revolucionario como subversión provocada por una infiltración del enemigo. El movimiento revolucionario es, pues, algo así como un virus, el agente infiltrado desde afuera que provoca en el organismo social un tumor, un cáncer, que debe ser extirpado, es decir, eliminado, suprimido, aniquilado. También aquí se aproxima a la doctrina fascista.
En tercer lugar, la contrainsurgencia, al pretender restablecer la salud del organismo social infectado, es decir, de la sociedad burguesa bajo su organización política parlamentaria y liberal, se propone explícitamente el restablecimiento de la democracia burguesa, tras el periodo de excepción que representa el periodo de guerra. A diferencia del fascismo, la contrainsurgencia no pone en cuestión en ningún momento la validez de la democracia burguesa, tan sólo plantea su limitación o suspensión durante la campaña de aniquilamiento. Mediante la reconquista de bases sociales, se debe pues marchar a la fase de institucionalización, que es vista como restablecimiento pleno de la democracia burguesa.
La segunda vertiente de la contrarrevolución latinoamericana es la transformación estructural de las burguesías criollas, que tiende a traducirse en modificaciones del bloque político dominante. La base objetiva de este fenómeno es la integración imperialista de los sistemas de producción que se verifica en América Latina, o más exactamente, la integración de los sistemas de producción latinoamericanos al sistema imperialista, mediante las inversiones directas de capital extranjero, la subordinación tecnológica y la penetración financiera. Ello lleva a que, en el curso de los cincuentas, y aún más de los sesenta, surja y se desarrolle una burguesía monopólica, estrechamente vinculada a la burguesía imperialista, en especial norteamericana.
La integración imperialista corresponde, junto a la superexplotación del trabajo, a la acentuación de la centralización de capital y de la proletarización de la pequeña burguesía. Por esto, agudiza la lucha de clases y apunta a romper el esquema de alianzas adoptado hasta entonces por la burguesía, tanto a causa de las contradicciones existentes entre sus fracciones monopólicas y no monopólicas, como debido a la lucha que se entabla entre la burguesía en su conjunto y la pequeña burguesía, la cual acaba por empujar a ésta hacia la búsqueda de alianzas con el proletariado y el campesinado.
El resultado de ese proceso es la ruptura, el abandono de lo que había sido, hasta entonces, la norma en América Latina: el Estado populista, es decir, el “Estado de toda la burguesía”, que favorecía la acumulación de todas sus fracciones (aunque éstas aprovecharan desigualmente los beneficios puestos a su alcance). En su lugar, se crea un nuevo Estado, que se preocupa fundamentalmente de los intereses de las fracciones monopólicas, nacionales y extranjeras, y establece, pues, mecanismos selectivos para favorecer su acumulación; las demás fracciones burguesas deben subordinarse a la burguesía monopólica, quedando su desarrollo en estricta dependencia del dinamismo que logre el capital monopólico, mientras que la pequeña burguesía, aunque sin dejar de ser privilegiada en la alianza de clases en que reposa el nuevo poder burgués, es forzada a aceptar una redefinición de su posición, pierde importancia política y queda, ella también totalmente subordinada, con sus condiciones de vida vinculadas a las iniciativas y al dinamismo de la burguesía monopólica.
La tercera vertiente de la contrarrevolución latinoamericana es el ascenso del movimiento de masas a que debe enfrentarse la burguesía, en el curso de los años sesenta. Ese movimiento venía desarrollándose, desde la década anterior: la revolución boliviana del 52, la guatemalteca del periodo 44-54, la radicalización misma de los movimientos populistas en distintos países, habían tenido su primer punto culminante con la revolución cubana. Ésta influye particularmente en las capas intelectuales pequeñoburguesas, que atravesaban, como vimos, un periodo de reajuste en sus relaciones con la burguesía, acentuando su desplazamiento hacia el campo popular. Allí gana importancia creciente el movimiento campesino, al paso que se desarrolla un nuevo movimiento obrero, producto del nuevo proletariado creado por la industrialización de las décadas precedentes. Es, en definitiva, ese amplio movimiento de masas, que irrumpe en las brechas del sistema de dominación creadas por la fractura del bloque en el poder y que incide en el sentido de agravar las contradicciones allí existentes, lo que explica la violenta reacción de la burguesía y el imperialismo, es decir, la contrarrevolución que se desata entonces en el continente.
Los procesos contrarrevolucionarios
Examinemos brevemente cómo se realiza y a dónde conduce esa contrarrevolución y veremos que ella no puede identificarse mecánicamente con el fascismo europeo, aunque sea como él una forma específica de contrarrevolución burguesa y recoja de ésta su característica general: el recurso por la fracción victoriosa al terrorismo de Estado para doblegar a sus oponentes, desde las fracciones rivales hasta, y muy especialmente, la clase obrera. Grosso modo, la contrarrevolución latinoamericana se inicia con un periodo de desestabilización, durante el cual las fuerzas reaccionarias tratan de agrupar en torno a sí al conjunto de la burguesía y de sembrar en el movimiento popular la división, la desconfianza en sus fuerzas y en sus dirigentes; continúa a través de un golpe de Estado, llevado a cabo por las Fuerzas Armadas, y se resuelve con la instauración de una dictadura militar. Las sociedades concretas latinoamericanas imponen a cada uno de esos momentos su sello particular.
En la fase de preparación del golpe, o de desestabilización, se observan rasgos fascistas, pero éstos son secundarios. A través de la propaganda, de la intimidación verbal y hasta física, que puede implicar la utilización de bandas armadas, la burguesía contrarrevolucionaria busca desmoralizar al movimiento popular y ganar fuerza, sumando aliados y neutralizando sectores. Sin embargo, por tratarse de sociedades basadas en la superexplotación del trabajo, en ningún caso ella tiene condiciones para reunir fuerzas suficientes como para derrotar políticamente al movimiento popular, no llega siquiera a la estructuración de un partido político; es interesante observar que allí donde se utilizaron con más abundancia los métodos fascistas de lucha, es decir, en Argentina, sectores de la izquierda niegan que se haya producido una contrarrevolución fascista. Como quiera que sea, las fuerzas contrarrevolucionarias no llegan jamás a un claro triunfo político, sino que necesitan usar la fuerza para hacerse del Estado y emplearlo en su beneficio; el terrorismo de Estado, como método de enfrentamiento con el movimiento popular, se intensifica precisamente porque este movimiento se encuentra intacto y muchas veces aparentemente fuerte, en el momento en que las fracciones contrarrevolucionarias logran subordinar plenamente el aparato estatal, no habiendo sufrido un proceso previo de derrotas, que en el fascismo pudo llegar a expresarse, como en Alemania, en el plano electoral.
Esta característica de la contrarrevolución latinoamericana se deriva de la imposibilidad en que se encuentra la burguesía monopólica de atraer a su campo sectores significativos del movimiento popular. A diferencia del fascismo europeo, que fue capaz de arrastrar a las amplias masas pequeñoburguesas y de morder incluso al proletariado, ganando allí cierto grado de apoyo entre trabajadores desempleados y hasta obreros en actividad, la burguesía monopólica en América Latina no puede pretender reunir verdadera fuerza de masas, que le permita enfrentar políticamente, en las urnas y en las calles, al movimiento popular. Por esto, se da como meta el restablecimiento de las condiciones de funcionamiento del aparato estatal, aunque sea temporalmente, para poder accionarlo en su provecho. Esto implica resoldar la unidad burguesa, rehaciendo el bloque en el poder tal como se encontraba antes de su fractura, y restablecer, aunque sea limitadamente, o sea, dividiéndola, sus relaciones de alianza con la pequeña burguesía. Sobre esta base, el Estado puede entrar a zanjar la lucha de clases, mediante la intervención abierta del instrumento último de defensa del poder burgués: las Fuerzas Armadas. Son éstas, pues, el verdadero objetivo de la política de desestabilización practicada por la burguesía y no, como en el fascismo, la conquista de una fuerza política propia superior a la del movimiento revolucionario. Y es por ello que encontramos en la contrarrevolución latinoamericana otro rasgo peculiar respecto al fascismo: el discurso ideológico de defensa de la democracia burguesa, es decir, del Estado burgués, al revés de su negación, tal y como lo plantearon los movimientos fascistas.
Son estas condiciones específicas las que llevan a que la contrarrevolución latinoamericana pueda expresarse, en el plano ideológico y también estratégico, en la doctrina de la contrainsurgencia. Al privilegiar a las Fuerzas Armadas como elemento central de su estrategia, la burguesía monopólica está confiriendo a ese aparato especial del Estado la misión de solucionar el problema; está, pues, pasando del terreno de la política al de la guerra. En la medida en que se encuentra con Fuerzas Armadas ya preparadas ideológicamente, por la doctrina de contrainsurgencia, para el cumplimiento de esa tarea y para aplicar a la lucha política un enfoque militar, se resuelven en un solo proceso la voluntad contrarrevolucionaria de la burguesía y la voluntad de poder desarrollada en las Fuerzas Armadas. Estas van, así, más allá del golpe de Estado y proceden a la implantación de la dictadura militar; si, desde el punto de vista de la doctrina burguesa clásica, son el cuerpo del Estado, se convierten ahora en su cabeza.
Pero la dualidad original, expresada por la burguesía monopólica y las Fuerzas Armadas, aunque encuentre una primera resolución en el proceso del golpe de Estado, se reproduce a un nivel superior, una vez instaurado el Estado de contrainsurgencia. La forma de dictadura militar que éste asume indica tan sólo que las Fuerzas Armadas han asumido su control y ejercen como institución el poder político. Ella no nos revela la esencia de ese Estado, desde el punto de vista de su estructuración y funcionamiento, ni pone en evidencia el hecho de que las Fuerzas Armadas comparten allí el poder con la burguesía monopólica. Para captar esto, es necesario ir más allá de la mera expresión formal del Estado, siendo que, siempre que encontremos ciertas estructuras, funcionamiento y coparticipación entre Fuerzas Armadas y capital monopólico, estaremos ante un Estado de contrainsurgencia, tenga éste o no la forma de una dictadura militar.
El carácter del Estado de contrainsurgencia
El Estado de contrainsurgencia, producto de la contrarrevolución latinoamericana, presenta una hipertrofia del poder ejecutivo, a través de sus diversos órganos, respecto de los demás; no se trata, sin embargo, de un rasgo que lo caracterice respecto al moderno Estado capitalista. Más bien esa distinción debe buscarse en la existencia de dos ramas centrales de decisión dentro del poder ejecutivo. De un lado, la rama militar, constituida por el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, que expresa a la institución militar al nivel de la toma de decisiones y que reposa sobre la estructura vertical propia a las Fuerzas Armadas; el Consejo de Seguridad Nacional, órgano deliberativo supremo, en el que se entrelazan los representantes de la rama militar con los delegados directos del capital; y los órganos del servicio de inteligencia, que informan, orientan y preparan el proceso de toma de decisiones. De otro lado, la rama económica, representada por los ministerios económicos, así como las empresas estatales de crédito, producción y servicios, cuyos puestos clave se encuentran ocupados por tecnócratas civiles y militares. Así, el Consejo de Seguridad Nacional es el ámbito donde confluyen ambas ramas, entrelazándose, y se constituye en la cúspide, el órgano clave del Estado de contrainsurgencia.
Es ésta la estructura real del Estado de contrainsurgencia, que consagra la alianza entre las Fuerzas Armadas y el capital monopólico, y donde se desarrolla el proceso de toma de decisiones fuera de la influencia de las demás instituciones que componen el Estado burgués clásico, como lo son el poder legislativo y judicial. Estos pueden perfectamente mantenerse en el marco de la dictadura militar, como ocurre en Brasil, o configurar incluso un régimen civil, como en Venezuela, sin que ello afecte la estructura y el funcionamiento real del Estado de contrainsurgencia. Recordemos, en este sentido, cómo Venezuela —donde se hizo el primer ensayo de contrainsurgencia en América Latina, a principios de los sesenta— ha evolucionado en el sentido de crear su Consejo de Seguridad Nacional y llegado incluso a la estructuración de un Sistema Nacional de Empresas Públicas, que rige el capitalismo de Estado venezolano fuera de todo control por parte del Congreso y demás órganos estatales.
En síntesis, el Estado de contrainsurgencia es el Estado corporativo de la burguesía monopólica y las Fuerzas Armadas, independientemente de la forma que asuma ese Estado, es decir, independientemente del régimen político vigente. Dicho Estado presenta similitudes formales con el Estado fascista, así como con otros tipos de Estado capitalista, pero su especificidad está en su peculiar esencia corporativa y en la estructura y funcionamiento que de allí se generan. Llamarlo fascista no nos hace avanzar un paso en la comprensión de su significado.
Este análisis no debe llevar a malentendidos. Los tecnócratas civiles y militares, que se ocupan de la gestión del Estado, no son más que la representación política del capital, y en tanto que tal no cabe especular sobre su autonomía, más allá de lo que se puede hacer con cualquier representación política respecto a la clase que representa; en otros términos, es profundamente erróneo calificar a esa tecnocracia como burguesía estatal, en el mismo plano que la clase burguesa propiamente dicha. Del mismo modo, la fusión de los intereses corporativos de las Fuerzas Armadas y de la burguesía monopólica no debe oscurecer el hecho de que esta última representa una fracción propiamente capitalista de la burguesía mientras que las Fuerzas Armadas (o, para ser más preciso, la oficialidad) no es sino un cuerpo de funcionarios cuya voluntad económica y política es rigurosamente la de la clase a que sirve. Finalmente, es necesario tener presente que, aunque el Estado de contrainsurgencia sea el Estado del capital monopólico, cuyas fracciones constituyen hoy el bloque en el poder, no excluye la participación de las demás fracciones burguesas, así como en su reproducción económica el capital monopólico crea constantemente para los demás sectores capitalistas condiciones de reproducción (y también de destrucción), por lo que es incorrecto suponer que las capas burguesas no monopólicas pueden estar interesadas en la supresión de un Estado que constituye la síntesis de las relaciones de explotación y dominación en que ellas basan su existencia; no reside en otra causa el fracaso de los frentes antifascistas que se han intentado poner en marcha en América Latina y que han chocado siempre con el rechazo de la burguesía no monopólica, independientemente de las fricciones que ésta mantiene con el bloque en el poder.
La revisión de la estrategia norteamericana
He intentado establecer, hasta aquí, las causas y la naturaleza de la contrarrevolución latinoamericana, así como el carácter del Estado a que dio lugar. Me preocuparé ahora de la situación actual que atraviesa la contrarrevolución, correspondiente a una fase de institucionalización y, hasta cierto punto, democratización limitada, que apunta a lo que los teóricos del Departamento de Estado norteamericano han llamado “democracia viable” y, aún más precisamente, “democracia gobernable”. Es indudable que esa fase acarrea modificaciones al Estado contrarrevolucionario, que entenderemos mejor si analizamos los factores que determinan esa situación. Seguiré, en este análisis, los mismos pasos dados para el examen del origen y cristalización del proceso contrarrevolucionario en América Latina.
Si partimos del primer factor considerado: el imperialismo norteamericano, constataremos inmediatamente que su situación es distinta de la que tenía en los años sesenta. Tras el auge económico de aquel periodo, ha sobrevenido una crisis económica, sin perspectivas de solución a la vista. En ese marco, la hegemonía norteamericana en el campo capitalista ya no es incontrastable, como entonces, sino que se ve enfrentada a las pretensiones que, en el plano económico y político, levantan las demás potencias imperialistas, en particular Alemania Federal y Japón. La crisis se ha reflejado, además, en el interior mismo de la sociedad norteamericana, provocando una crisis ideológica y política que, mediante hechos como Watergate, el hippismo y otros, han afectado la legitimidad del sistema de dominación.
En otro plano, junto a un reforzamiento constante de la Unión Soviética, que ha logrado mantener el equilibrio militar con Estados Unidos, se ha verificado un notable avance de las fuerzas revolucionarias en diferentes partes del mundo. El punto crítico de la crisis económica, a mediados de esta década, coincidió con grandes victorias del movimiento revolucionario en África, particularmente Mozambique y Angola, y en Asia, con la derrota espectacular de Estados Unidos en Vietnam, al mismo tiempo que, en la misma Europa, las fuerzas populares lograban significativos avances en Portugal, España, Italia y Grecia, e incluso en bastiones imperialistas como Francia.
En este contexto, el imperialismo norteamericano ha debido hacer adecuaciones en su estrategia, que se han expresado en la política de Carter. Éste ha asumido el gobierno con el propósito explícito de restaurar la legitimidad del sistema de dominación dentro de la sociedad norteamericana, echando mano de viejos mitos que son caros a la ideología burguesa en ese país, como el de los derechos humanos, y de medidas que tratan de hacer menos pesada la crisis para los distintos grupos sociales del país. Igualmente, se ha dado por tarea sortear la crisis económica, reafirmando la hegemonía norteamericana en el campo capitalista; aunque admita que esa hegemonía debe ser compartida, en la línea de lo planteado por la Comisión Trilateral, Estados Unidos pretende mantenerse como eje rector de la relación de fuerzas a ser establecida entre las potencias imperialistas.
Finalmente, el imperialismo norteamericano se propone modificar su estrategia mundial, para compensar y evitar la repetición de los fracasos tenidos en la primera mitad de la década, modificación que sigue dos líneas principales. La primera es la polarización de las relaciones con el campo socialista, centralizándolas en Europa; la segunda, la desconflagración o el enfriamiento de las zonas periféricas “calientes”. Por ello, Carter ha sostenido que Europa es la espada de Occidente y se ha esforzado por tornar tensas las relaciones entre la OTAN y el Pacto de Varsovia; aunque pudiera eventualmente llevar a la guerra, la política agresiva y belicista del imperialismo norteamericano respecto a la Unión Soviética busca en realidad un nuevo equilibrio, sobre la base de lo que el expresidente Ford llamó “paz con fuerza” para lo que privilegia a Europa, considerando que el avance de la revolución mundial en otras áreas iba desmejorando la correlación de fuerzas en su detrimento. En consecuencia, plantea una política de enfriamiento de las zonas periféricas, desde medidas que tratan de dar solución a problemas particularmente agudos, como las que se han tomado en el Medio Oriente, en Panamá, etcétera, hasta la revisión de la doctrina de contrainsurgencia, que pretende limar sus aspectos más ásperos y adecuarla a las nuevas condiciones de la lucha de clases.
Esto se debe a que la contrainsurgencia, pese a la capacidad que ha demostrado para detener el movimiento revolucionario en muchas áreas, ha experimentado fuertes reveses, en particular el de Vietnam, y se ha revelado incapaz, incluso allí donde fue efectiva para detener el movimiento revolucionario, de asegurar las condiciones de una dominación política estable, como es el caso de Latinoamérica; se debe también a que las potencias imperialistas europeas, a medida que son llevadas a asumir mayores responsabilidades mundiales en el marco de la hegemonía compartida, se ven forzadas a considerar la fuerza del movimiento obrero en sus países, que se opone a la violencia cruda y abierta que la contrainsurgencia ha implicado; la utilización de métodos contrarrevolucionarios más sutiles, impulsados sobre todo por Alemania Federal, ha arrojado resultados positivos en los países de Europa mediterránea. Señalemos de paso que el planteamiento político estrechamente nacional que hacen actualmente los partidos europeos llamados eurocomunistas merma la capacidad del movimiento obrero de esos países para pesar en la correlación de fuerzas mundial e inclinar la balanza hacia el campo de la revolución, como quedó evidenciado con la reciente ofensiva reaccionaria que el gobierno francés pudo desarrollar en África, sobre la base de la derrota electoral de la izquierda en Francia.
Como quiera que sea, el punto principal de la doctrina de contrainsurgencia, que se encuentra ahora sometido a revisión, es el que se refiere al origen de los movimientos revolucionarios. Abandonando la noción simplista de la infiltración externa, los nuevos teóricos del imperialismo norteamericano, salidos de la Comisión Trilateral, como Huntington, ven el problema como resultado de descompensaciones, de desequilibrios que afectan al Estado en la moderna sociedad capitalista, como resultado de las presiones mismas de las masas, en sus esfuerzos por mejores condiciones de vida. Esto que es válido ya no sólo para los países dependientes, sino para los mismos países capitalistas avanzados, los lleva a plantearse el problema de la “gobernabilidad de la democracia”, que apunta necesariamente a la limitación, a la restricción del propio juego político democrático, para mantenerlo bajo control.
Para América Latina, la reformulación de la estrategia norteamericana se ha traducido en la búsqueda de una nueva política, todavía no plenamente definida, que, además de la eliminación de los puntos de fricción, como el referente al canal de Panamá, apunta a una institucionalización política, capaz de expresarse en una democracia “viable”, es decir, restringida. Pero ello no resulta sólo de los planteamientos estratégicos de Estados Unidos, sino que se deriva también, y principalmente, de las nuevas condiciones de lucha de clases que rigen en América Latina.
¿Hacia un Estado de cuatro poderes?
Papel importante desempeña, en este sentido, la diversificación del bloque en el poder, por los cambios intervenidos en el seno de la burguesía monopólica. En los países donde este fenómeno se encuentra más avanzado, como Brasil, podemos ver cómo las contradicciones interburguesas no se guían ya, como en el pasado, por intereses divergentes de la burguesía industrial y agraria, o de las capas inferiores de la burguesía respecto a su sector monopólico, sino que nacen de divisiones surgidas en el seno del gran capital, de la propia burguesía monopólica.
Así, es posible constatar cómo en Brasil —desde que, en 1974, entró en crisis el patrón de reproducción económica basado en la industria de bienes de consumo suntuario—, las luchas interburguesas se dan entre las fracciones nacionales y extranjeras (norteamericana, fundamentalmente), ligadas a dicha industria, y las fracciones nacionales y extranjeras (en lo esencial, eurojaponesa), que tienen asiento en la industria básica y de bienes de capital. Se trata, hoy, de decidir los rumbos de la economía del país, del patrón de reproducción que éste debe seguir y ello, que implica reasignación de recursos, ventajas fiscales, crediticias y de todo tipo, estimula la rivalidad entre esos dos sectores del gran capital, la cual polariza a los demás grupos capitalistas que se encuentran vinculados a uno u otro sector. Conviene tener presente que no es posible ya, en estas circunstancias, enmascarar las luchas interburguesas tras justificaciones de corte nacionalista ni tampoco pretender encauzarlas hacia fórmulas del tipo frente antifascista, ya que ellas dividen por igual a los sectores burgueses nacionales y extranjeros que operan en el país y enfrentan a fracciones del gran capital.
De todos modos, las contradicciones interburguesas, al agudizarse, exigen espacio político para poder dirimirse. La centralización rígida del poder político, en manos de la élite tecnocrático-militar, debe flexibilizarse, devolver cierta vigencia al parlamento como ámbito de discusión, permitir el accionar de los partidos y la prensa, para que las distintas fracciones burguesas puedan desarrollar su lucha. Ello no choca, además, con la exigencia de que el Estado siga detentando capacidad suficiente para mantener en cintura al movimiento de masas, ya que, cuanto más ausente éste esté de la escena política, mayor libertad de acción tienen las fracciones burguesas para llevar a cabo sus enfrentamientos y negociaciones. Es la razón por la cual el proyecto burgués de institucionalización no se aparta de la fórmula de democracia “viable”, “gobernable” o restringida, que proponen los teóricos imperialistas norteamericanos. Del mismo modo, al desatarse la contrarrevolución, el proyecto del gran capital convergía hacia el centralismo autoritario, hacia las formas dictatoriales propuestas por dichos teóricos.
Se trata, pues, ahora, de llevar a cabo una “apertura” política que preserve lo esencial del Estado de contrainsurgencia. ¿En qué consiste esto? En la institucionalización de la participación directa del gran capital en la gestión económica y la subordinación de los poderes del Estado a las Fuerzas Armadas, a través de los órganos estatales que se han creado, en particular el Consejo de Seguridad Nacional. El primer punto no se encuentra, desde luego, en discusión, para la burguesía; a lo sumo, da lugar a enfrentamientos entre sus fracciones por asegurarse una tajada mayor en el reparto del botín que representa la rama económica del Estado de contrainsurgencia. El segundo es, hoy, objeto de discusión: en muchos países se habla de un Consejo de Estado, como órgano contralor de los demás aparatos de Estado, en el cual tendrían peso importante las Fuerzas Armadas; en Brasil, se intenta incluso resucitar la vieja fórmula del Estado monárquico, que consagraba, además de los tres poderes clásicos del Estado, al poder moderador, ejercido por el Emperador, y que los ideólogos de la gran burguesía atribuyen hoy a las Fuerzas Armadas.
Cualquiera que sea la fórmula adoptada —y lo más probable es que ella presente variantes en los diversos países del continente—, se marcha, sin embargo, hacia un Estado de cuatro poderes, o más precisamente, al Estado del cuarto poder, en el cual las Fuerzas Armadas ejercerán un papel de vigilancia, control y dirección sobre el conjunto del aparato estatal. Esta característica estructural y de funcionamiento del Estado no será, desde luego, sino el resultado del avasallamiento del aparato estatal por las Fuerzas Armadas (más allá de las estructuras propias de la democracia parlamentaria que éste ostente) y del ordenamiento legal de origen militar impuesto a la vida política, en particular las leyes de seguridad nacional. Es de señalarse que, en el marco de esa democracia restringida, pero democracia de todos modos, la palabra fascismo perderá hasta el carácter agitativo que tiene hoy y habrá de ser abandonada; pero ese abandono representará la renuncia a un análisis incorrecto de la situación actual, y no su superación por un análisis superior y más adecuado a las nuevas condiciones políticas surgidas, lo que dejará a la izquierda y al movimiento popular desarmados para poder enfrentarlas.
Democracia y socialismo
Sin embargo, el proyecto burgués-imperialista de institucionalización es resultado también de un tercer factor: el movimiento de masas ante el cual se plantea con el propósito de mover a engaño y confusión, pero que lo vuelve problemático, errático y lo amenaza incluso con el fracaso. En efecto, es indiscutible que, de manera lenta, zigzagueante, el movimiento de masas latinoamericano, tras un periodo de reflujo, ha entrado desde fines de 1976 en un proceso de recuperación. Más que eso, presenta, a diferencia de lo que ocurría hasta los años sesenta, una característica nueva, que era hasta entonces privativa de los países de mayor desarrollo de la región, como Argentina, Chile, Uruguay: un claro predominio de la clase obrera en su seno. Basta con mirar hacia Centroamérica, Perú, Colombia, para darse cuenta de que la clase obrera se ha vuelto, en toda la región, el eje rector de las masas trabajadoras de América Latina, que se pliegan progresivamente a su conducción y adoptan sus formas de organización y de lucha. Paralelamente, aunque su influencia siga siendo grande en algunos países, el campesinado va cediendo lugar a un proletariado agrícola numeroso y combativo, agrupado por lo general en centros urbanos, que crea las condiciones objetivas para concretar la alianza obrero-campesina, mientras la pequeña burguesía urbana se compone cada vez más de capas proletarizadas y, en la mayoría de los casos, empobrecidas, que mantienen y acentúan la tendencia, ya observada a principios de los sesenta, de desplazar sus alianzas de clase hacia el campo popular.
La acción de esas amplias masas, al mismo tiempo que hace más necesaria la puesta en práctica de nuevas fórmulas de dominación, que no pueden basarse ya en la violencia pura y simple, complica la implementación del proyecto burgués-imperialista, en la medida en que tienden a plantearse ante éste con creciente autonomía, presionando en favor de concesiones no previstas, así como la ampliación y profundización de las reformas propuestas. Situándose todavía marcadamente en el plano de la lucha económica y democrática, las masas no han perdido empero la memoria, particularmente en sus sectores más avanzados, del mensaje socialista que, a través de la acción, la izquierda latinoamericana les llevó a lo largo de los sesenta, así como de la presente década, lo que despierta el temor de la burguesía y el imperialismo, haciéndolos aferrarse aún más a las garantías que les ofrece el Estado de contrainsurgencia. En consecuencia, el proceso de institucionalización se desarrolla de manera extremadamente compleja, bajo el embate de las presiones de masas y los esfuerzos de la clase dominante por mantenerlo bajo control, lo que le impone marchas y contramarchas y permite prever que su límite está dado por la defensa a ultranza que hará de su aparato estatal, tal y como en esencia se encuentra hoy estructurado.
En consecuencia, no hay ninguna razón para suponer que la lucha democrática que libran hoy las masas populares latinoamericanas pueda extenderse indefinidamente, permitiendo que, a cierta altura, se produzca el paso natural y pacífico al socialismo. Todo indica más bien que la lucha democrática y la lucha socialista se entrelazarán para los trabajadores en un solo proceso, un proceso de duro y decidido enfrentamiento con la burguesía y el imperialismo.
Ruy Mauro Marini