La socialdemocracia
Fuente: Punto Final Internacional, Año VIII, No. 195, México, julio de 1981.
En la segunda mitad de los setenta, la socialdemocracia ha emergido como corriente política de prestigio creciente en América Latina. Sin embargo, la mayoría de las fuerzas de izquierda de la región no logra definir todavía una política común respecto a ella. Casi sin transición, esas fuerzas pasan del rechazo sectario, que en nombre de los principios se ahorra cualquier reflexión práctica, al acomodamiento oportunista, que echa por la borda aún el más leve asomo de defensa de los principios revolucionarios.
Es cierto que la caracterización doctrinaria de la socialdemocracia se ve hoy notablemente confundida. Tal como se constituyó en la posguerra, la Internacional Socialista recoge lo esencial de la herencia de la Segunda Internacional, en especial la concepción kautskiana sobre la organización del Estado revolucionario. Pero la negación de la dictadura del proletariado en provecho de la tesis del socialismo democrático ha dejado de ser especificidad suya, desde que fuerzas del propio movimiento comunista, agrupadas en el eurocomunismo, hicieron lo mismo.
Desde el punto de vista del movimiento real, la socialdemocracia tampoco es fácilmente aprehensible. Ello resulta de su heterogeneidad, producto de la convivencia en la misma organización de fuerzas que representan los intereses de burguesías imperialistas, como la socialdemocracia alemana, y otras más próximas al movimiento obrero y popular, como el socialismo francés o español y, particularmente, muchos de sus afiliados latinoamericanos. Mencionemos tan sólo la participación consecuente del Partido Radical chileno en la coalición que sostuvo a Salvador Allende y, hoy día, en el movimiento antidictatorial de su país o la del Movimiento Nacional Revolucionario en el Frente Democrático Revolucionario de El Salvador.
Se ha querido solucionar la dificultad mediante el recurso a expresiones como socialdemocracia mediterránea o latina. Pero ese tipo de expedientes nunca lleva a parte alguna. Basta observar que —pese a la multiplicidad de corrientes que se disputan en Brasil el privilegio de asumir la representación socialdemócrata— es el partido gubernamental (Partido Demócrata Social) y los militares mismos quienes reivindican con más coherencia el programa del SPD alemán y mantienen con el gobierno de la RFA cálidas relaciones de amistad.
Si ello es así, ¿se puede hablar de una alternativa socialdemócrata estructurada para América Latina? La respuesta es afirmativa, pero no nos remite a fracciones particulares (mediterráneas u otras) de la socialdemocracia internacional, sino a su cabeza misma: la socialdemocracia alemana, desde que, en 1974, Willy Brandt anunció el programa Alianza para la Paz y el Progreso, cuya aplicación en Portugal, España, Grecia fue todo un éxito, frustrando cualquier salida revolucionaria. En América Latina, ha cabido a las fuerzas más progresistas de la socialdemocracia impulsar esa política, llevándola en algunos casos, como Centroamérica, mucho más a la izquierda.
El que tal política reúna tras ella fuerzas populares e imperialistas no es tan difícil de entender. Para el imperialismo alemán, sin intereses formados en Centroamérica, el que se rompa allí el monopolio norteamericano es una ganancia neta y, por ello, acepta convivir con fuerzas revolucionarias, alentando desde luego la esperanza de domesticarlas. Distinta es la situación de Brasil, donde la RFA dispone ya de posiciones económicas: la socialdemocracia alemana se alía con los militares y la burguesía, abriéndoles nuevas opciones de subordinación y dependencia.
Planteadas así las cosas, los revolucionarios latinoamericanos no tienen por qué asumir la alternativa socialdemócrata, independientemente de que, al profundizar las contradicciones interimperialistas, ésta los beneficie. Sí les interesa la alianza con los partidos socialdemócratas de corte popular, sobre la base del respeto a los principios revolucionarios. Hay que aprender de la experiencia nicaragüense y salvadoreña, que nos muestran que la defensa de los principios no implica sectarismo, pero que una política amplia de alianzas no significa tampoco oportunismo.
Ruy Mauro Marini