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¿Hacia una “democracia viable” en América Latina?

Fuente: El Sol de México, México, 16 de diciembre de 1976.


El próximo cambio de gobierno en Estados Unidos constituye un tema obligado en la consideración de las perspectivas inmediatas de América Latina. Comentando la expectativa que las supuestas intenciones del presidente electo James Carter ha suscitado, sugerí, en un artículo anterior, algunas de las limitaciones estructurales que encontrará cualquier modificación de la política norteamericana hacia nuestros países. Retomo hoy el tema, con el propósito de verificar si —más allá de las inclinaciones subjetivas de Carter— existen factores en la situación internacional que apunten objetivamente a tal modificación y cuál es el peso real que le podemos atribuir.

Un primer elemento a tener presente es la evolución de la crisis económica mundial, en el próximo periodo. Por un lado, ninguna fórmula de liberalización política en América Latina (y de esto se trata, cuando se habla de las intenciones de Carter) puede ser efectiva si la crisis continúa agravándose. Por otro lado, no hay posibilidad de remontarla si Estados Unidos no flexibiliza los rígidos controles anfiinflacionarios que está adoptando.

Como candidato, Carter se pronunció en favor de esa flexibilidad, con el fin de promover la recuperación económica y reducir a casi la mitad el índice del desempleo. Sin embargo, las previsiones para 1977 de la Comunidad Económica Europea, recientemente divulgadas, no contemplan siquiera el crecimiento anual de 5% en la producción establecido para 1976, el cual, por cierto, no ha sido alcanzado. Cabe suponer que las autoridades económicas de la CEE están mejor informadas que nosotros sobre los planes o, por lo menos, las posibilidades de la futura administración norteamericana para revertir la situación.

Como quiera que sea, dada la gravedad de la crisis, sería ingenuo esperar milagros de Carter. Sin incurrir en un pesimismo todavía no justificado, lo que se puede decir es que no se ve en el horizonte un New Deal (por lo demás, bastante mixtificado en sus resultados, puesto que sólo hacia 1942 la producción norteamericana logró superar los índices económicos de 1929). Hay que pensar más bien en una política de “administración de la crisis”, tal como la que se planteó en la cumbre de Puerto Rico, que modere los efectos de la recesión, sin arriesgarse a poner fuera de control a la tasa de inflación.

La política de administración de la crisis supone la administración política de la misma. Para Kissinger y Ford, en consuno con las agencias financieras internacionales, esto se traduce en la América Latina en el apoyo a regímenes militares capaces de poner en cintura a las masas trabajadoras, en especial a la clase obrera, e impedir que sectores populares e incluso burgueses se dejaran tentar por soluciones contrarias a los intereses norteamericanos. Carter se ha pronunciado, aunque no muy claramente, en favor de una solución distinta, enfatizando el respeto a los derechos humanos, criticando a la Junta Militar chilena, manifestando su disconformidad con los privilegios acordados por el Departamento de Estado al subimperialismo brasileño.

La realidad es que esto responde a una tendencia real en medios políticos de Estados Unidos, que se han hecho ya visibles en el Congreso y en el mismo Departamento de Estado. Los estrategas de Washington han comenzado a barajar una nueva fórmula para América Latina, que se expresa en la idea de una “democracia viable”. La vaguedad del concepto encubre la convicción —tantas veces expresada por los Geisel, los Videla y Pinochet— de que los pueblos latinoamericanos no están todavía maduros para la “democracia plena”. Pero apunta también a una solución política que, sin llegar a la “democracia plena”, se traduzca en un régimen institucional que, al respetar en lo posible libertades democráticas esenciales, pueda contar con cierto apoyo social; con este matiz, la fórmula norteamericana se acerca más a la práctica de los militares brasileños que a la de sus colegas argentinos, chilenos, uruguayos.

Haciendo a un lado los eufemismos, “democracia viable” quiere decir democracia restringida, lo que corresponde a la búsqueda de institucionalización de la contrarrevolución latinoamericana. Este es un hecho del cual hay que partir: desde 1964, Latinoamérica ha ingresado en una etapa contrarrevolucionaria, que se ha acentuado después de 1968. Al ser la respuesta dada por el gran capital nacional y extranjero, así como por el gobierno norteamericano a las luchas populares del periodo, la contrarrevolución se ha implementado a través de la aplicación de la doctrina de la contrainsurgencia.

Los que confundiendo la apariencia con lo esencial identifican la contrarrevolución latinoamericana con el fascismo europeo no se dan cuenta de que, independientemente de sus semejanzas (que por supuesto existen, y muchas, una vez que ambos son manifestaciones contrarrevolucionarias burguesas), existe entre ambas formas una diferencia de fondo. En el caso europeo, el Estado es tomado de asalto desde fuera por el movimiento fascista y doblegado por él (no importa que éste se apoye en fuerzas nacionales o internacionales) mientras que en América Latina el Estado de la contrainsurgencia corresponde a una metamorfosis del Estado provocada desde adentro, es decir, a partir de sus elementos de sustentación: los aparatos burocrático-represivos, que dejan de ser cuerpo para convertirse en cabeza. Esto es posible por el hecho mismo de que el desarrollo del gran capital acarrea una intensificación de las pugnas interburguesas y de la lucha de clases en general, que conduce a la autonomización, en términos relativos, de los aparatos represivos. Se debe también a que la misma estrategia norteamericana para mantener bajo control sus zonas de influencia ha implicado, desde principios de la década de 1960, la preparación de esos aparatos para el ejercicio directo del poder, en el marco precisamente de la doctrina de la contrainsurgencia.

Hay que preguntarse por qué se esboza, hoy en Estados Unidos, a través de Carter, y de sectores el Congreso y el Departamento de Estado, una tendencia a desechar la aplicación a ultranza de la contrainsurgencia en beneficio de fórmulas más blandas, que buscan una mayor estabilidad política de los regímenes de la región sobre la base de un cierto consenso, y por ende, de la institucionalidad. Existen razones objetivas para ello, que se derivan de la misma crisis capitalista, así como de las vicisitudes por las que ha pasado últimamente la política exterior norteamericana. Esto es lo que trataré de analizar próximamente, para calibrar cuál es el alcance del cambio que, en principio, se propondría la Administración Carter para América Latina, así como sus implicaciones para las fuerzas políticas que han asumido responsabilidades en el combate a la contrarrevolución en nuestros países.

Ruy Mauro Marini


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