Huelga metalúrgica: Brasil, punto de viraje
Fuente: Archivo de Ruy Mauro Marini. Publicado en El Universal, México, miércoles, 28 de marzo de 1979.
La huelga de los 230,000 obreros metalúrgicos de Sao Paulo es, sin duda alguna, el hecho más significativo del actual proceso brasileño. Al tomar la decisión, el pasado fin de semana, de intervenir los sindicados involucrados en ella y desatar la represión contra los trabajadores, así como contra otros sectores que también desarrollaban movimientos reivindicativos, el gobierno del general Figueiredo, recién instalado el pasado día 15, ha hecho una opción que conlleva un gran costo político. En efecto, en un momento en que se encuentra todavía en la fase de composición de sus propias fuerzas, el nuevo Gobierno concita la animosidad del amplio movimiento de oposición popular existente en el país y se aísla de sectores que, en principio, podrían colaborar con él.
La responsabilidad de esa definición prematura recae, en primer lugar, sobre la burguesía paulista. Contrariando la tesis de quienes ven en ella un sector interesado en buscar un nuevo tipo de relación con los sindicatos, en el marco de un esfuerzo conjunto por la redemocratización del país, la clase patronal endureció su posición y exigió a voz en cuello la intervención policial. La alta oficialidad no tardó en manifestarse en la misma dirección.
Antes de proceder a la intervención, el Gobierno intentó reducir a los obreros mediante el chantaje. En ese sentido, presionó a los dirigentes sindicales y logró que estos aceptaran dar marcha atrás en la huelga, sin obtener una sola de sus reivindicaciones. Pero el acuerdo fue desconocido por las bases, quienes siguieron con el movimiento, llevando a que uno de sus líderes más conspicuos, Luis Ignacio da Silva, dijera a los periodistas que la huelga ya no era de los sindicatos, sino de los trabajadores. El Gobierno, a su vez, decepcionado ante el fracaso de su maniobra, justificó la intervención afirmando que los trabajadores habían “elegido la ilegalidad”.
Si esa situación hace difícil el éxito del movimiento huelguístico, revela, por otro lado, una capacidad de autonomía y un grado de radicalización en las bases obreras que la observación superficial de la realidad brasileña apenas permitía sospechar. Tanto más que los dirigentes sindicales que vieron su autoridad desconocida por las bases están lejos de ser antiguos “pelegos”, manejados desde el Ministerio de Trabajo: son cuadros jóvenes, forjados en la lucha contra la dictadura. Por esto mismo es aún mayor el error del Gobierno, al provocar su desprestigio, ya que ello lo deja sin interlocutores válidos en el movimiento obrero.
No hay, en efecto, situación peor para un Gobierno que está obligado, por las presiones que sufre desde distintos sectores sociales, a buscar formas más flexibles de dominación que la de enfrentarse a una masa trabajadora resentida y, simultáneamente, privada de dirección representativa. El acuerdo con una dirigencia sindical resulta siempre más fácil que tratar de mantener sometidos por la fuerza a los trabajadores, sobre todo cuando éstos reciben apoyos de distinto alcance y significación desde la mayor parte del cuerpo social. Sólo la rigidez del régimen militar explica que el Gobierno se ponga por sí mismo a despejar el camino a quienes proponen a los obreros una táctica de lucha mucho más radical, aunque a más largo plazo, contra la dominación burguesa que él representa.
Sin embargo, no hay que exagerar todavía la capacidad de acción del movimiento obrero. El hecho mismo de que los trabajadores metalúrgicos hayan elegido el camino más difícil del enfrentamiento, al revés de optar por acciones de desgaste, como el tortuguismo. etc., está indicando que su grado de organización no corresponde aún al de su radicalidad. Pues, por paradójico que parezca, son las formas de lucha menores las que exigen mayor conciencia y organización, y es lo que explica que la acción de las masas desorganizadas revista siempre inusitada violencia, como nos lo mostró el caso reciente de Irán.
Ruy Mauro Marini