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El desafío de la economía mundial

Fuente: Ruy Mauro Marini, América Latina: integración y democracia, Editorial Nueva Sociedad, Caracas, 1993.


Las transformaciones y los retos que el mundo enfrenta en este fin de siglo, son el resultado de un proceso que empezó hace más de dos décadas. Aparte alguna exageración —como la de los que pretendieron ver en él la crisis final del capitalismo— y mucho mejor que los que quieren presentarlo como el fin de la historia, los autores marxistas han entendido correctamente ese proceso recurriendo para ello —dentro del rico arsenal analítico que el marxismo proporciona— a la teoría de los ciclos largos. Recordemos que la noción de ciclo —movimiento que comprende fases de expansión, crisis y recuperación— es común a toda la moderna teoría económica. El concepto de onda o ciclo largo, movimiento que engloba varios ciclos insertos en una tendencia expansiva y en otra declinante, con una duración total de aproximadamente medio siglo, está ligado al nombre del economista soviético Nicolai Kondatriev, quien trató el tema de manera sistemática en la década de 1920, aunque otros autores ya hubieran aludido al fenómeno anteriormente. La tesis que sostenemos aquí es la de que estamos ingresando a un nuevo ciclo de ese tipo, lo que implica cambios bruscos y situaciones inesperadas. Nuestra preocupación gira alrededor de lo que está ocurriendo en América Latina, convencidos de que, como ningún otro en el pasado inmediato, el momento que vivimos tiene importancia decisiva para la conformación de nuestro futuro.

Crisis y recuperación del capitalismo central

La recesión norteamericana de 1967 clausuró el período de expansión por el que pasó la economía mundial desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En la gran crisis que se abre entonces es posible distinguir tres fases (ver Müller, 1987, pp. 67-70). En la primera, que culmina con la brusca elevación del precio del petróleo en 1973, se observan indicios de perturbación económica en los países capitalistas centrales, en particular una persistente alza de los salarios motivada por la gran capacidad reivindicativa del movimiento obrero, que empuja hacia abajo la tasa de ganancia y provoca la retracción de las inversiones industriales. Paralelamente, se manifiestan desequilibrios en la balanza de pagos de Estados Unidos, debido a la creciente pérdida de competitividad de ese país en el comercio de bienes industriales y a su conversión en importador de energía, al tiempo que finaliza el flujo de grandes inversiones norteamericanas en Europa y Japón, todo lo cual conduce a la crisis del dólar y, por ende, del sistema financiero internacional.

El aumento de la competencia entre los grandes centros y. las considerables disponibilidades financieras generadas por la caída de la inversión productiva conducen a la sobreacumulación de capital. Consecuencia notable de ello es —como estrategia para la lucha por mercados y campos de inversión— el reciclaje de parte de excedentes financieros y de capacidad productiva a países de la periferia capitalista (y también al mundo socialista), contribuyendo a acelerar allí el desarrollo industrial y a propiciar la emergencia de lo que se conviene en llamar nuevos países industrializados o países de reciente industrialización (NIC). En América Latina, Brasil y México entran dentro de esa categoría pero en general esa fase corresponde a un proceso de expansión para la mayoría de los países de la región.

La situación cambia después de 1973, luego de las grandes batallas en que salió derrotado el movimiento obrero en los países centrales a mediados de la década. La relación salario-ganancia se estabiliza a un nivel más bajo, así como las inversiones productivas, de tal manera que —como reacción normal en coyunturas de ese tipo— los grandes grupos financieros y las corporaciones industriales tratan de preservar su rentabilidad media a través de la diversificación sectorial y la especulación. El reciclaje de petrodólares hacia los grandes centros agrava la sobreacumulación de capital que sólo parcialmente es paliada por transferencias a la periferia capitalista —vía inversión directa, préstamos y financiamientos— así como hacia países socialistas. Con base en la agudización de la sobreproducción y del crecimiento incesante de la deuda pública, la coyuntura se caracteriza por estancamiento e inflación. El segundo choque petrolero, en 1979, junto a la elevación de las tasas de interés (que se vuelven flotantes), al tiempo que lanza a los países centrales en nueva y violenta recesión, generaliza la crisis al resto del mundo. Los precios internacionales se desploman y el comercio mundial se retrae, mientras las inversiones en el exterior se estancan y los préstamos y financiamientos se vuelven escasos y caros. Con ello, América Latina y en general la periferia capitalista son arrastradas también a la crisis, incluso los NIC, así como los países socialistas.

Los años ochenta empiezan pues con una aguda recesión que, iniciada en los países centrales, se mantiene allí hasta 1982 presentando una tasa media anual de variación del producto real del orden del 0,8%. A partir de 1981, la recesión alcanza a los países dependientes, extendiéndose hasta 1983, y golpea con especial rigor a América Latina; en esos tres años la tasa media anual de variación del producto real para todos los países subdesarrollados es del 1,7% y, para la región, es de -1,1%. La recuperación comienza en los países centrales en 1983 (tasa media anual de 3,5% en el trienio 1983-1985) y llega al año siguiente a los países dependientes, América Latina inclusive (la tasa media anual, para todos, en el período 1984-1986, es del 3,6% y, para Latinoamérica, del 3,1%) (ver FMI, 1988; CLEPI, 1988; CEPAL, 1989). Paralelamente, el comercio mundial, cuya tasa media de variación había sido de -0,6% entre 1980-1982, alcanza una tasa media de crecimiento anual del 5,3% en el trienio 1983-1985, la cual se mantiene en el trienio siguiente y llega a ser del 7% en 1989, según estimaciones del GATT (UNCTAD, 1987; CLEPI, 1988; CEPAL, 1989).

Las características que esa recuperación presenta parecen apuntar hacia profundas transformaciones en las economías nacionales, particularmente en los países capitalistas centrales, así como hacia cambios no menos drásticos en la división internacional del trabajo y en todo el sistema económico mundial. Efectivamente, si nos atenemos a lo que ocurre en los países centrales, nos damos cuenta de que —a diferencia de las precarias recuperaciones que allí se han registrado a lo largo del período 1967-1979— la división internacional del trabajo reposa en el crecimiento sustentado de la tasa de formación bruta de capital fijo. Con base en datos del FMI, ante un incremento anual medio del 3% en el período 1971-1980, esa tasa (después de caer a 2% al año entre 1981-1982) aumenta anualmente en 5,6% en el trienio 1983-1985 y se mantiene en el elevado nivel de 5% en el trienio siguiente, en el conjunto de los países desarrollados (ver Caputo, 1989, p. 4). En relación con los principales países industrializados, ello significa —a lo largo del período 1983-1988— el destino anual de porcentajes del PIB que varían entre el 16% y el 17% en Estados Unidos, el 20% y el 21% en Alemania Federal y el 30% y el 35% en Japón. Sólo en 1988, esos tres países movilizaron para ese fin, en valores corrientes, una suma superior a 1,5 billones de dólares.

Por otra parte, la inversión en capital fijo —además de alcanzar volumen considerable— en los países desarrollados tiene connotaciones que valen la pena resaltar. En primer lugar, aumentó en ella la parte correspondiente a maquinaria y equipo: comparando la inversión hecha en este rubro en 1988, con la media anual del período 1976-1980, vemos que en Estados Unidos pasa de 45,2% del total al 53,2%; en Japón pasa de 45,9% al 59,3% y, en Alemania, de 37,1% al 41,8%. En segundo lugar, en la inversión en maquinaria y equipo predominó la que corresponde a bienes de alta tecnología (máquinas y equipos para oficina, principalmente computadores, así como para telecomunicaciones, y equipos científicos, fotográficos y para ingeniería); los bienes de alta tecnología representaron alrededor de las tres cuartas partes del total de la inversión en maquinaria y equipo en Estados Unidos durante el período que va desde 1986 hasta la primera mitad de 1988, según el FMI. En tercer lugar, la reducción relativa de los precios de los bienes de alta tecnología implicó que la inversión en este rubro haya sido en términos reales aún mayor: de acuerdo con la misma fuente, entre 1987 y el tercer trimestre de 1988, el deflactor de precios de esos bienes en Estados Unidos fue inferior en 14% al deflactor de precios del PNB (Caputo, 1989, pp. 16-23).

Esas tres características señalan un cambio cualitativo en el proceso que estamos considerando, sobre todo porque envuelven la desvalorización del capital fijo, condición sine qua non para una recuperación de largo alcance. Ello se completa con los fenómenos que se presentan en el plano del capital circulante. Así, del lado de las materias primas, la producción de nuevos materiales ha llevado a que el gasto en este rubro se reduzca considerablemente por unidad de producto, principalmente en las industrias de alta tecnología: corresponde a un máximo de 3% en un microchip semiconductor, frente al 40% en un vehículo automotor. En relación con el capital variable, es notable la creciente sustitución de la producción intensiva en mano de obra por la producción intensiva en saber, i.e. en investigación, desarrollo y tests: en el costo total de un microchip, el gasto en mano de obra representa el 12% contra 70% de gasto en saber; aunque con menos fuerza, esa tendencia se manifiesta también en las industrias con elevado índice de absorción tecnológica, lo que lleva a que en una fábrica automotriz robotizada, el costo de la mano de obra no vaya más allá del 20% o 25% del costo total de producción (Drucker, 1987, pp. 3 y 10-11).

Las nuevas tendencias de la acumulación capitalista en los países centrales tienen como base el incremento de la productividad del trabajo y de las inversiones en investigación y desarrollo (IyD), lo que altera drásticamente la estructura de la fuerza de trabajo y su situación de empleo. En los países industrializados, el gasto en IyD gira en torno del 3% del PIB, lo que implica actualmente, para los países más avanzados (Estados Unidos, Japón y Alemania), movilizar recursos del orden de 225 mil millones de dólares al año y acarrea el aumento de una capa de trabajadores altamente calificados en los centros fabriles de investigación y en las universidades, lo que supone profundas transformaciones en el sistema educacional como un todo e incide en el conjunto de la fuerza de trabajo industrial, marginando masas crecientes de obreros no calificados o menos calificados, independientemente —o más precisamente en función de la que retorna la acumulación. Es lo que explica que la tasa de desempleo en los países industrializados haya sido de 4,3% durante la recuperación anterior, por ejemplo entre 1975-1980, pero sea de 7,8% en la actual, como entre 1984-1988, según datos de la OECD (CLEPI, 1988, p. 44). Informaciones de Estados Unidos dan cuenta de que entre 1973-1985, cinco millones de blue collars del sector manufacturero han quedado desempleados, pese a que el empleo en ese sector haya aumentado desde 82 millones hasta 110 millones de personas, es decir un 34% entre 1973-1986 (Drucker, 1987, p. 9).

Para hacer frente a esas transformaciones —que tienden en última instancia a afirmar la primacía de las industrias de alta tecnología en la producción— los grandes centros capitalistas han debido echar mano de una inmensa masa de recursos financieros y materiales. En ese sentido, paralelamente a la concentración del capital, por el crecimiento por ejemplo, de los capitales individuales que acompaña a la acumulación, la crisis favoreció la formación de grandes masas de capital mediante la centralización, obtenida a través de la subordinación, la absorción y la expropiación de unos detentores de capital por otros. Las compras, acuerdos, joint ventures y fusiones de empresas a los que asistimos todos los días en la industria automotriz, electrónica, de telecomunicaciones y otras, son apenas un indicador de ese fenómeno. A su lado, es necesario considerar que los mismos flujos de capital en el plano internacional están mostrando una creciente centralización en favor de los grandes centros, lo que se expresa también a nivel del capital-mercancías, es decir, del intercambio involucrado en el comercio internacional. Ello implica, para los países dependientes, no sólo la pérdida de aportaciones de capitales externos, sino también la transferencia neta de recursos financieros a los países centrales, juntamente con el deterioro de su posición comercial en el escenario internacional.

De acuerdo con el FMI, si en 1982 las inversiones extranjeras directas se destinaban en 53,6% a los países industrializados y en 46,4% a los países subdesarrollados, en 1986 (superada la gran recesión en los países centrales) los primeros se quedaron con el 76,7% del total, correspondiendo a los países subdesarrollados sólo el 23,3%; en los mismos años, la participación relativa de América Latina en ese rubro bajó de 11,5% a 4,6% (ver CLEPI, 1988, cuadro 1-13, p. 44). Considerando todo el flujo de capitales, i.e.: movimientos a título de inversión directa, crédito privado y crédito oficial, los países subdesarrollados recibieron, en términos netos, 10,5 mil millones de dólares en 1982, llegaron a un punto muerto en 1983 (110 millones de dólares netos recibidos) y comenzaron a transferir recursos netos en 1984 (CLEPI, 1988, cuadro III-18, p. 99). Entre 1982 y 1989, el movimiento de capitales de América Latina implicó una transferencia neta de recursos 203 mil millones de dólares, equivalente a 49% del total de su deuda externa bruta para el 31 de diciembre de 1989; en este último año, la suma aproximada de 23 mil millones de dólares por ella transferida correspondió a 3% del PIB total (CEPAL, 1990, p. 15).

A esas formas de expropiación hay que agregar —siguiendo al GATT— la que se realiza mediante el comercio de bienes, la cual llevó a que los precios de los productos primarios, a excepción del petróleo, declinaran a partir de 1977, manteniendo esa tendencia —salvo breve interrupción, en 1983-1984, a lo largo de la década de 1980 y afectando también a los bienes manufacturados producidos por los países subdesarrollados. Incluso el petróleo, tras la brusca valorización iniciada en 1979, vio sus precios deprimidos a partir de 1983 y, hacia fines de la década, acusaba una pérdida superior a lo que conquistara en la coyuntura 1979-1982 (Banco Mundial, 1988, tabla A-9, p. 205).

No causa así sorpresa que la participación de los países subdesarrollados en el valor total realizado por concepto de exportaciones haya disminuido, pasando del 28,6% que representaba en el período 1981-1983 al 20,8% en 1986; esa tendencia es común a todas las regiones exportadoras, con excepción de Asia, siendo particularmente fuerte en África y el Medio Oriente (CLEPI, 1988, cuadro III-10, p.. 93); con respecto a América Latina, su participación cae del 5,5% al 5,0% en los dos momentos, y cabe destacar que, en 1989, la región aumentó en 57% el volumen de sus exportaciones con relación a 1980, pero ese aumento se ha visto reducido en términos de valor a sólo 24%, debido al deterioro de las relaciones de intercambio. Esa pérdida de participación de los países subdesarrollados en el comercio mundial —además de darse, como vimos, concomitantemente con la expansión del mismo— está implicando, de hecho, su expulsión fuera de los mercados constituidos por los países industriales, así como de aquéllos conformados por ellos mismos: en 1981-1983, el 69,6% de las exportaciones de los países industriales se realizaba entre ellos, cifra que ha subido al 76,5% en 1986, mientras los países subdesarrollados exportaron para sus propios mercados 29,7% y 27,6%, respectivamente, en los dos momentos considerados (CLEPI, 1988, cuadro 111-13, p. 96).

Cabe resaltar aquí dos rasgos del comercio mundial que permiten entender mejor el proceso de marginación que están sufriendo los países dependientes. Primero, en lo que se refiere al flujo de mercancías, el aumento de 56% a 73% que presentan las manufacturas en general entre 1980-1988, mientras que, en el mismo período, los productos agrícolas retroceden del 15% al 13,5%, y los productos minerales —el rubro más afectado por la producción de nuevos materiales— bajan del 29% al 13,5% (Porto, 1989, p. 5). Segundo, con relación a los servicios, el aumento considerable de su peso en los cambios del valor —sobre todo si son tornados a título de servicios factoriales, i. e., flujos de servicios vinculados a capital y tecnología, los cuales se contabilizan incluso si no dan origen a transacciones de exportación e importación— o, lo que es lo mismo, flujos que incluyen la venta de servicios por parte de empresas extranjeras instaladas en el país (Arruda, 1989, p. 22).

Bajo el primer aspecto, en tanto que comercio strictu sensu, los servicios representaron para Estados Unidos, en 1985, 80 mil millones de dólares en exportaciones y 66 mil millones en importaciones, dejando un saldo positivo de 14 mil millones de dólares; bajo el segundo aspecto, en el mismo año, Estados Unidos percibió ingresos correspondientes a 96 mil millones de dólares y dispendió 67 mil millones, elevando su saldo a 29 mil millones de dólares. En América Latina, ocurre lo contrario: en 1985, con 19 mil millones de dólares en exportaciones y 22 mil millones en importaciones, se obtiene un saldo negativo de 3 mil millones de dólares; pero, con ingresos de 10 mil millones de dólares y dispendio de 46 mil millones por concepto de servicios factoriales, el saldo negativo asciende a 36 mil millones de dólares (CLEPI, 1988, p. 139).

Entre los servicios, destacan las actividades relacionadas con los bancos, las telecomunicaciones, la administración, consultoría y turismo, que dan lugar a beneficios o rentas, licencias, royalties y honorarios. En la estela de las transformaciones porque pasa la economía mundial, con el desarrollo de las nuevas tecnologías y el imperio del capital financiero, su peso en los países centrales crece incesantemente, variando hoy entre 60% y 70% del valor total del PIB. En Brasil, durante la década de 1980, su participación en el PIB poco ha cambiado, situándose en alrededor del 50%, además de incluir todavía de forma considerable actividades de menor relevancia, como los servicios personales.

Reestructuración capitalista y bloques económicos

En la actualidad estamos pues asistiendo a un período de transición de la economía mundial desde una etapa superior de desarrollo, marcada por el predominio de las manufacturas y servicios ligados a las nuevas tecnologías que privilegian el saber, hasta la declinación de la importancia de los productos manufacturados que se basan en diferenciales de costo determinados por el precio de la mano de obra. Del modo como está planteada, esa transición conlleva una creciente homologación tecnológica de los procesos de producción, obtenida mediante la nivelación por arriba y traducida en la fabricación de bienes altamente “estabilizados”, independientemente del país en que se ubican las plantas productivas. Ello confiere un elevado grado de universalidad a las mercancías, que las hace efectivamente intercambiables en el plano de la producción, lo que lleva a la internacionalización del proceso de trabajo, requiriendo que de hecho se iguale la calificación de la fuerza de trabajo. En esas circunstancias, los diferenciales de costo comienzan a depender principalmente de la especialización productiva, cual —sin excluirlos— pasa a ser cada vez más el resultado de la productividad del trabajo en lugar de reposar en ventajas comparativas naturales.

De esta manera, las inversiones extranjeras que, aprovechando la protección arancelaria, se destinaban a atender mercados cerrados, ahora reorientan el capital hacia los países centrales. Por otra parte, la masa de recursos que la reconversión tecnológica exige, si bien lleva por un lado, como vimos, a la centralización del capital, conduce por otro a la intensificación de la lucha por nuevos mercados. Basta considerar, por ejemplo, que el costo de desarrollo de una central de telecomunicaciones postula, para que sea rentable, una tajada de entre 6% y 10% del mercado mundial (Porto, 1989, p. 6).

La transición de la economía mundial a una nueva etapa se realiza a través de dos mecanismos contradictorios, que apuntan a un mismo propósito: garantizar a los centros industriales el espacio económico necesario para la circulación de los bienes y servicios producidos sobre la base de la modernización tecnológica. El primer movimiento se relaciona con la modificación de los campos de fuerzas que configuran la economía mundial y su resultado es el surgimiento de nuevos bloques económicos. El segundo se refiere a la transformación de las relaciones jurídicas que rigen el flujo internacional de bienes y servicios y su objetivo es hacer más libre la circulación de mercancías y capitales en el conjunto del sistema.

Como todo proceso de esa naturaleza, la formación de nuevos bloques económicos se da mediante procedimientos de desintegración y reintegración. Ello se observa claramente en América Latina. Marginados de las corrientes dinámicas que cruzan el mercado mundial, presionados por el servicio de la deuda externa y atollados en el estancamiento y en la inflación, los países de la región ven fracasar los propósitos de desarrollo autónomo y solidario que formularon en la década de 1970 y de los cuales han resultado iniciativas como el Sistema Económico Latinoamericano (SELA), así como los proyectos de afirmación nacional planteados por Brasil, Argentina, México, Venezuela. Aislados y débiles: así es como quieren tratar con ellos Estados Unidos y los demás centros capitalistas. Lo mismo pasa en África, donde ni siquiera el proyecto subimperialista de Sudáfrica ha podido sostenerse. El campo de influencia directa de la Unión Soviética y, al fin, la misma URSS tampoco han sido capaces de resistir. La economía mundial tiende a consagrar, en el próximo período, el imperio de los grandes centros capitalistas, siendo pocos los países que disponen aisladamente de potencial suficiente para hacer frente a la anexión económica.

En ese contexto se destaca el bloque europeo, que extiende hoy su radio de acción más allá de Alemania y comienza a disputarle terreno a la antigua Unión Soviética. Teniendo, hasta ahora, como eje de sustentación a Alemania y Francia —y en contrapunto a la Gran Bretaña— ese bloque ve su equilibrio amenazado por el resurgimiento de la Gran Alemania: por simple adición, ésta ha ingresado al club de los PIB billonarios (constituido, hasta principios de los noventa por Estados Unidos, la Unión Soviética y Japón) y contará, tan pronto se estabilice la situación, con el formidable refuerzo de la mano de obra calificada y disciplinada de su lado oriental. Irradiando su influencia principalmente hacia África, la nueva Europa tiende —por derecho y tradición— a establecer relaciones privilegiadas con Rusia país que, por sus características, representa un verdadero bloque económico, lo mismo que China.

Japón tiene su área de influencia natural: el Sudeste asiático, y trata de ampliarla con Australia y Nueva Zelandia, así como con países de América Latina; en este sentido, México, Chile y Perú participan ya de la Conferencia de la Cuenca del Pacífico. Finalmente, Estados Unidos —que hace de contrapeso” en la relación especial Europa-Rusia con una preferencia similar por Japón— cuenta ya con la inclusión de Canadá y México en su área directa de influencia (que comprende también, tradicionalmente, Centroamérica) y trata de extenderla a Sudamérica.

Ese reordenamiento del sistema mundial —expresión, a nivel económico y político, del impulso que gana la centralización del capital— no implica, como vemos, la conformación de cotos cerrados sino más bien la reunión por cada centro de las condiciones adecuadas para hacer frente a la lucha por mercados y campos de inversión, en los términos en que hoy se encuentra planteada. De hecho, ningún centro se excluye de antemano de participar en las áreas preferenciales de otro, observándose incluso la aspiración de crear un espacio más amplio, que abarque al conjunto de la economía mundial. En este sentido, paralelamente a la formación de bloques económicos más o menos definidos, se busca transformar la superestructura jurídica del mercado mundial y configurar un ámbito mundial funcional a la libre circulación de capital.

En la década de 1980, Estados Unidos asumió la iniciativa en ese terreno, empezando por la institucionalización de lo que, desde el comienzo, se constituyera en práctica del gobierno de Reagan: la utilización de la deuda externa de los países dependientes para forzarlos a contribuir más activamente a la superación de la crisis en los grandes centros y, paralelamente, a readecuar sus economías de acuerdo con los intereses de éstos. Mediante el FMI bill de 1983 e informes del Departamento del Tesoro emitidos entre 1982 y 1984, la política norteamericana aseguró expresamente respaldo, en el corto plazo, a programas de estabilización tendentes a controlar la demanda agregada y a generar excedentes exportables, con el propósito de habilitar a los países endeudados para servir sus compromisos financieros internacionales y a inflar la oferta mundial de los bienes por ellos producidos con el consiguiente abultamiento de sus precios; también, a mediano y largo plazo, se dio respaldo a programas que privilegiaran al sector privado y las inversiones extranjeras, en el marco del llamado “juego del mercado” (CLEPI, 1988, pp. 148-149). Como ocurrió en Chile en los años setenta, cuando ese país adoptó tal patrón de desarrollo, la acción norteamericana es uno de los principales factores para que las políticas neoliberales se hayan extendido a toda América Latina, en el curso de los años ochenta.

Junto a los progresos hechos en el marco de las difíciles relaciones con los demás centros capitalistas, encaminados a avanzar en la coordinación de las políticas macroeconómicas, a partir de 1986 Estados Unidos se empeñó para llevar al GATT a iniciar —en septiembre de ese año— la Ronda Uruguay, que pretendía revisar las normas que rigen el flujo internacional de bienes y servicios y que ha llegado a un impasse, a raíz de las resistencias del bloque europeo para modificar su política agrícola proteccionista. De todos modos, han quedado fuera de las negociaciones del GATT dos temas delicados: propiedad intelectual e inversiones extranjeras, respecto de los cuales Estados Unidos ha venido recurriendo sin disfraces a su fuerza política.

Así, en lo que se refiere a las inversiones extranjeras, hemos visto que las ventajas concedidas por los países dependientes son condición necesaria para contar con el respaldo norteamericano en asuntos relacionados con la deuda externa. El tema de la propiedad intelectual, a su vez, además de discutirse en la instancia internacional adecuada (la Organización Mundial de la Propiedad Industrial, órgano dependiente de la ONU), se ha convertido en objeto de una intensa presión gubernamental —ejercida bilateralmente— que gira alrededor de tres exigencias: formas de protección para circuitos integrados, aplicación del marco jurídico existente para nuevos procesos industriales (como el derecho de autor en materia de software) y extensión de la protección dada a un proceso también para sus; productos (vale decir, plantas y animales derivados de nuevos procesos industriales). Algunos resultados han sido ya obtenidos por Estados Unidos en ese campo, particularmente en lo referente a la protección de software, como demuestran los, cambios introducidos en la legislación japonesa en 1984, y en la coreana en 1987 (Porto, 1988, p. 4), así como también en la brasileña en 1986.

Factor decisivo para promover la transformación del marco jurídico-institucional que rige las relaciones económicas internacionales y readecuar la economía mundial a los intereses de los grandes centros capitalistas, ha sido la ofensiva ideológica —con base en el neoliberalismo— lanzada en los años setenta por Estados Unidos. Con miras a la recuperación de plena libertad para la circulación del capital, la ideología neoliberal ha vuelto a replantear —como lo hizo el liberalismo, particularmente durante el período de hegemonía incontrastable de Inglaterra, entre los años 1860 y 1880— temas como el de la supresión de las barreras comerciales, que protegieron en la posguerra a la industrialización de la periferia, así como el de la reducción del tamaño del Estado, lo que implica, gracias a la privatización de las empresas públicas, abrir espacio al capital privado en áreas que el sector público hizo rentables; en general, se trata de debilitar la capacidad de las naciones dependientes para resistir a las presiones externas, capacidad que sólo el Estado —en tanto que fuerza política concentrada— asegura. El resultado de la aplicación de las políticas neoliberales tiende a ser la destrucción de sectores económicos enteros, en provecho de una creciente especialización productiva.

Reconversión y lucha de clases

América Latina debe repensar sus proyectos dentro de ese contexto y explorar las perspectivas que le puede ofrecer el mundo de mañana. El fracaso en el plano nacional y regional de las políticas de afirmación nacional, echadas a andar en los años setenta, ha dejado a la región sumida en una profunda crisis que la centralización del capital practicada por los grandes centros no ha hecho sino acentuar.

La década de 1980 se caracterizó por la pérdida de capacidad de ahorro e inversión en los países de la región, a raíz de las transferencias de valor al exterior. La consiguiente caída de la productividad, acompañada del aumento de la sobreexplotación del trabajo, aceleró el crecimiento del desempleo mientras la economía informal asumió formas ya no tan sólo extralegales sino francamente ilegales (como el narcotráfico), provocando la fractura del sistema económico y político, fenómeno que reviste carácter dramático en países como Colombia. Simultáneamente, la clase media asalariada, que entrara en proceso de pauperización desde mediados de los años setenta, ha empezado de manera creciente a liberar efectivo, lo que ha intensificado su competencia con la clase obrera por empleo o derivado hacia la marginalidad. A su vez, la penuria del Estado acarreó la decadencia de los ya deficientes sistemas educacionales y de salud, el deterioro de la seguridad social y la crisis en el sector habitacional.

Así pues, sobre la base de una aguda lucha de clases, se llevaron a cabo los procesos de democratización que caracterizaron la década pasada, los cuales han significado la caída de dictaduras militares en la mayoría de los países, o la flexibilización del régimen político allí donde ellas no existían. La marca registrada de esos procesos ha sido la formación de un amplio y renovado movimiento de masas que se fue gestando en la resistencia a los regímenes represivos del período anterior. Forjando nuevos instrumentos, como en el caso del Partido de los Trabajadores brasileño (PT), o recurriendo a instrumentos antiguos —como el peronismo en Argentina, el cardenismo en México, el laborismo en Brasil, el mirismo en Bolivia, la democracia cristiana y el socialismo en Chile— ese movimiento de masas ha construido bloques policlasistas y librado, con mayor o menor éxito, grandes batallas electorales.

Los conflictos interburgueses que se han verificado en el curso de ese proceso han puesto en evidencia la diferenciación de los intereses de la gran burguesía, la cual ha tendido claramente a constituir tres grandes fracciones. La más reciente, cuya existencia se observa en los países de mayor desarrollo relativo, reúne a los grupos económicos vinculados a las nuevas tecnologías, principalmente la microelectrónica, la informática, la química fina y la industria farmacéutica, la industria de telecomunicaciones, la aeronáutica y la aeroespacial. El porvenir de los grupos que integran esa fracción depende de las transformaciones por las que atraviesa la economía mundial y por esto ellos no se interesan sólo en la apertura al exterior: sean nacionales o extranjeros, esos grupos optan por una reconversión económica que les ofrezca algunas ventajas en la negociación con los gigantes internacionales que detentan el monopolio tecnológico y financiero. Ello pasa por la reforma del Estado, por el fin del proteccionismo, por la readecuación del esquema jurídico-institucional que ha enmarcado al desarrollo económico, y por la modernización en gran escala del parque industrial nacional. Esta última condición es fundamental, una vez que les garantiza el mercado natural para la expansión de su producción y les proporciona una base interna, representando una carta de la mayor importancia en la negociación con los grandes grupos internacionales.

Esa fracción moderna choca con otra fracción, la más numerosa y políticamente más fuerte, donde se integran los grandes grupos hasta 1970, y que comprende desde la industria textil y de alimentos hasta la industria siderúrgica, mecánica y automotriz. Principales beneficiarios de las políticas de sustitución de importaciones y, en general, de los esquemas de transferencia de valor creados por el Estado, en detrimento de otros grupos burgueses y de las masas trabajadoras, ellos se resisten a la propuesta de reconversión planteada por la fracción moderna. Sin embargo, el enfrentamiento a que eso da lugar está signado por la ambigüedad puesto que, si la fracción moderna amenaza con la apertura al exterior y presiona en favor de la modernización, ella es solidaria con la burguesía industrial tradicional en la búsqueda de fórmulas capaces de salvaguardar los intereses de ésta en las negociaciones con los centros internacionales. Los conflictos entre esas dos fracciones son particularmente agudos en Brasil, pero se observan también en México y Argentina y, en menor medida, en Venezuela.

La tercera fracción, finalmente, cuya existencia se registra en general en todos los países de la región, corresponde a los grupos ligados a actividades mineras y agropecuarias, intrínsecamente dependientes del mercado externo. Ella aparece casi siempre aliada a la fracción moderna, aunque no tenga mayor interés en la reconversión propiamente dicha sino más bien en la apertura al exterior y en las políticas de incentivo a las exportaciones. En los países en que predomina esa burguesía exportadora, existe el riesgo de que la reconversión no sea sino el regreso de la economía a la forma y al papel que eran los suyos en el siglo XIX, en el marco de la división internacional del trabajo entonces vigente. La diferencia radicaría sobre todo en el carácter más francamente capitalista que esa burguesía reviste hoy, respecto al modo de explotación del trabajo y la gestión empresarial.

El neoliberalismo es el arma que utilizan los grandes centros capitalistas y las fracciones de la burguesía nacional a ellos aliadas para imponer su hegemonía en el plano político. Los intentos de la fracción industrial tradicional de retener en sus manos las riendas de la política económica se han manifestado en los llamados choques heterodoxos, mezcla de postulados e instrumentos desarrollistas y estatizantes que se registraron en la segunda mitad de los años ochenta. El fin de la década marcó también el fin de la heterodoxia, dando lugar al predominio de las políticas neoliberales, expresión del avance logrado por la fracción moderna —unida a la burguesía internacional— en las luchas interburguesas, o sencillamente de la inequívoca imposición de los intereses de esta última.

El sello del pueblo

La reconversión económica latinoamericana, tendente a una mayor especialización y eficiencia productiva, es una exigencia que no puede ser cuestionada, siendo indudable que ella pasa por el fin del proteccionismo —en la forma en que venía siendo practicado— y por la redefinición del papel del Estado en el desarrollo económico y social. De hecho, la reconversión sólo en parte resulta de presiones externas: es el mismo callejón sin salida al que América Latina llegó en la década de 1980 el que ahora la ha vuelto impostergable, no contribuyendo las presiones externas sino para definir sus tiempos y su forma.

Urgida a crear saldos comerciales capaces de garantizar las transferencias de ingreso al exterior (que no configuran exportaciones de capital, como se suele decir, puesto que no proporcionan a la región retorno alguno), América Latina ha echado mano de la contención de la demanda e incluso, artificialmente, de los subsidios a la producción y a la exportación. Con ello, ha jugado para aumentar la oferta mundial de bienes, con la consiguiente caída de precios, con lo que a la sangría representada por el pago del servicio de la deuda se añaden las transferencias de valor vía precios. En la medida en que esa política se ha llevado a cabo deprimiendo el nivel de vida de la población y sustrayendo recursos a la inversión productiva, los países latinoamericanos han sido conducidos a la estagnación, a la inflación y al desempleo.

Salir de ese círculo representa un imperativo. Es absurdo que, por la restricción que representan las barreras proteccionistas, los consumidores latinoamericanos sufran el impacto de precios internos más elevados que los internacionales, para asegurar ganancias extraordinarias a los capitalistas que operan en la región. Es absurdo que el Estado emplee los escasos recursos que extrae de la población para reducir los precios de los productos de exportación, subsidiando a los consumidores de los países ricos, al tiempo que reduce sus ingresos al llevar a las empresas públicas a fijar precios artificialmente bajos, ya sea para garantizar la tasa de ganancia exigida por los capitalistas que compran sus insumos, ya para rebajar los precios de los bienes de exportación. Es absurdo en fin que, en nombre de una supuesta competitividad —que sirve tan sólo para crear saldos comerciales— se deterioren los salarios de los trabajadores mientras, ante la negativa del Estado para adoptar políticas sociales consistentes, éstos vean crecer sus necesidades insatisfechas.

En ese sentido, aunque la reconversión en sí misma no sea cuestionable, sí lo es la forma que adopta. Procediendo a una apertura indiscriminada hacia el exterior y a la privatización descriteriada de las empresas públicas, los Estados latinoamericanos están echando a andar un proceso de graves implicaciones para nuestros países. Tal como se encuentra planteada, la reconversión acarrea una salvaje destrucción de capital —principalmente en los sectores más retrasados, con la inevitable secuela de desempleo— y supone una reforma del Estado que, además de conducir a la liquidación a precio vil del patrimonio público, provoca el licenciamiento masivo de trabajadores y funcionarios, así como la contención de las políticas sociales.

Es natural, en esas circunstancias, que —además de la resistencia de la burguesía tradicional, que discute más los plazos que el contenido— los proyectos de reconversión susciten el descontento de los trabajadores de las empresas estatales y de los funcionarios públicos —que defienden sus fuentes de empleo— y de los asalariados en general, que protagonizan movilizaciones de carácter marcadamente reivindicativo. El resultado ha sido una oposición —u oposiciones— dispersa y sobre todo carente de una propuesta alternativa global, que se enmarque en otra matriz ideológica y política.

Un ejemplo ilustra bien esa situación: cuando el entonces recién formado gobierno de Collor de Mello en Brasil anunció su programa de estabilización, en vista de crear condiciones para su proyecto de reconversión, los economistas no vinculados al gobierno manifestaron reacciones curiosas: mientras los que responden a los intereses de la burguesía industrial tradicional le hicieron críticas con base en supuestos errores técnicos, los economistas que actúan en el campo de la izquierda, principalmente en el PT y el PDT, lo saludaron con entusiasmo. Políticos como Brizola y Lula fijaron posiciones sin ningún apoyo teórico, movidos exclusivamente por su instinto político. La situación de la izquierda argentina o peruana no difiere mucho de eso y la misma izquierda chilena no dispone de una propuesta capaz de modificar seriamente la actuación del Estado ante las nuevas condiciones creadas en 1989.

Ese desarme ideológico, tanto de la burguesía tradicional como de la izquierda, puede ser achacado en una amplia medida a la ofensiva neoliberal desatada en los años setenta, que tomó inicialmente como blanco la teoría de la dependencia, sofocando después ab ovo los intentos de los teóricos de la burguesía tradicional para sustituirla por un neodesarrollismo de corte socialdemócrata. La misma socialdemocracia internacional, desde el Informe Brandt hasta el reciente trabajo de la Comisión Sur, no ha ido más allá de contribuciones parciales que, sacadas de contexto, son refuncionalizadas por los proyectos neoliberales los cuales, de hecho, están comandando el proceso de reconversión en América Latina.

Se hace, pues, necesario repensar la problemática latinoamericana, distinguiendo lo que corresponde a imperativos ineludibles y lo que no es sino la ética de clase a partir de la cual esos imperativos están siendo planteados. De plano, la búsqueda de integración a la nueva economía mundial es un camino que no puede dejar de transitarse. Ello supone, sin embargo, crear una correlación de fuerzas más favorable a los países de la región, en lugar de ir de pecho abierto hacia una integración con los grandes centros que disfraza mal su carácter de verdadera anexión.

Instrumento fundamental para ello es, sin duda, la integración latinoamericana, como prerrequisito para la integración a la economía mundial. Sin embargo, para que ella sea eficaz, no debe ocultar su propósito de alcanzar una mayor especialización de las economías nacionales, puesto que sólo se puede integrar lo que es complementario y esto supone la destrucción de los sectores menos —o no— competitivos de algunos países en beneficio de otros y, sobre todo, el desarrollo conjunto de nuevos sectores, principalmente los que se basan en las nuevas tecnologías.

Respecto a la integración latinoamericana, hay por cierto un aspecto aún más relevante: retirarla de la competencia exclusiva de los gobiernos y la burguesía, mediante el despliegue de una mayor iniciativa por parte de las fuerzas populares, lo que supone la coordinación de esfuerzos en el plano sindical, social y cultural, así como en el plano partidista y parlamentario. La integración debe dejar de ser un mero negocio, destinado sólo a garantizar áreas de inversión y mercados, para convenirse en un gran proyecto político y cultural, en la mejor tradición de la izquierda latinoamericana. Ello exige que obreros, estudiantes, intelectuales, mujeres, organizaciones sociales y políticas de los países de América Latina, forjen los instrumentos necesarios para la unificación de sus demandas y para la coordinación de sus luchas en el plano reivindicativo y de la legislación laboral, de la política educacional y de las plataformas programáticas, y luchen por la inclusión de sus representantes en los órganos existentes o por ser creados en el marco del proceso de integración.

En otro plano, es indispensable preocuparse por los efectos económicos y sociales de la reconversión. En la medida en que ella implica una mayor especialización productiva también racionaliza o suprime los sectores de baja productividad que sobreviven a costa del proteccionismo y del erario público e introducen distorsiones en la estructura de precios, de lo que se valen los demás sectores para practicar precios de extorsión que marginan del consumo a amplias capas de la población. Es inevitable, pues, que los niveles de empleo sean fuertemente impactados, impacto que se amplía por efecto de la integración. Cabe a las fuerzas populares actuar en pro de la puesta en marcha de mecanismos compensatorios de transición, mientras se concluye la construcción de un parque productivo renovado, capaz de competir internacionalmente, reduciendo los costos y al mismo tiempo elevando los salarios.

La propuesta misma de reforma del Estado que se ha planteado en América Latina, debe ser revisada. No se trata ya de defender indiscriminadamente su presencia en la economía ni de batirse por un proteccionismo exacerbado —hechos estos que sólo sirvieron, en la mayoría de los casos, para transferir valor a los grupos empresariales privados. Se trata, primero, de postular que el Estado asuma un papel rector en esa nueva etapa del desarrollo económico, a fin de orientar el proceso y cohibir la codicia de los grupos transnacionales. Se trata también de garantizar que la privatización no signifique solamente el traspaso del patrimonio público a manos privadas, mediante transacciones de dudosa seriedad, sino que conduzca a una creciente participación popular en el plano de la producción y de la distribución. Se trata, en fin, de que las llamadas políticas de austeridad representen realmente el término de las transferencias estatales al sector empresarial privado e impliquen, simultáneamente, una reconducción del gasto estatal hacia las políticas sociales. En ese contexto, la prioridad —además de la salud— es la educación, condición sine qua non para que la población latinoamericana pueda ajustarse a las exigencias que los cambios técnico-científicos acarrean en el ámbito de la producción y de los servicios, además de ser palanca privilegiada para la elevación política y cultural de los trabajadores.

Asegurarle a la reconversión ese contenido es tarea que depende de la movilización de los pueblos latinoamericanos, en función de un proyecto definido de economía y de sociedad pero sería ilusión o pedantería suponer que ese proyecto debe elaborarse antes, para instrumentarse después. Sin quitarle a los intelectuales sus responsabilidades, y más bien considerando que es su deber asumirlas en provecho de las mayorías, la formulación de ese proyecto sólo se alcanzará en la acción. Es la práctica de las masas, mediante su participación directa en la vida política, que permitirá al pueblo imprimir su sello a la reconversión. Por esta razón, la defensa y la ampliación de la democracia revisten importancia decisiva para los trabajadores latinoamericanos, ya que en ese marco es donde ellos pueden incrementar sus niveles de organización y de lucha.

América Latina se encuentra en una encrucijada. Su suerte se juega en este fin de siglo y el desenlace es todavía incierto. Los momentos difíciles que estamos viviendo son los que caracterizan a todo gran viraje histórico. Entender que las victorias hasta aquí logradas por la burguesía nacional e internacional son tan sólo resultados parciales y no el veredictum de la historia, ese es el camino para reemplazarlas mañana por victorias de los pueblos, peldaños en la edificación de una sociedad mejor, distinta al fruto hoy podrido, hecho de dependencia y miseria, que la burguesía nos ofrece.

Nota de la edición Ruy Mauro Marini Escritos: las referencias bibliográficas no aparecen en el archivo digital que se consultó.

Ruy Mauro Marini

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