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La crisis teórica

CEPAL

Fuente: Ruy Mauro Marini, América Latina: integración y democracia, Editorial Nueva Sociedad, Caracas, 1993.


A fines de los años sesenta y en el curso de la década de los setenta, las ciencias sociales experimentaron un auge sin precedentes en América Latina, que se manifestó en la producción de numerosas obras significativas en el campo de la literatura económica, sociológica y política. Motivada en parte por la inestabilidad que caracterizaba la vida política de la región —sacudida luego por golpes militares— y en parte por la expansión económica por la que pasaba —lo que implicaba la asignación de recursos apreciables a las universidades y centros de investigación, favoreciendo la realización de congresos, seminarios y otros eventos de esa naturaleza—, la intelectualidad latinoamericana debatía intensamente sus ideas, trabajaba en conjunto y se empeñaba en enconadas polémicas. Desbordando el marco regional, esa vitalidad agitaba a los medios académicos y políticos de Europa y Estados Unidos, motivaba la búsqueda de nuevas líneas de análisis en los países africanos y asiáticos, y rompía incluso el enclaustramiento que caracterizaba al pensamiento social en el mundo socialista.

La comparación de ese extraordinario florecimiento intelectual con la pobreza teórica y el formalismo académico que marcan hoy la reflexión científica sobre nuestra realidad causa perplejidad, como perplejos quedamos también cuando confrontamos la originalidad y la libertad de creación propias de aquella época con la actual subordinación de nuestro pensamiento a los patrones norteamericanos y europeos. Esa reversión de tendencias, esa anemia de la capacidad creadora, esa vuelta al colonialismo cultural reflejan por cierto, en buena medida, el estancamiento económico y la desagregación social que la última década trajo a América Latina. Pero, si se relaciona con la vida material y se deja influir por ella, el pensamiento no deja por ello de tener su lógica específica y su propia historia, contribuyendo también a determinar las circunstancias en que viven los hombres.

Es esa lógica, esa historia, las que nos preocupan aquí, convencidos como estamos de que el desarrollo reciente de las ideas en América Latina constituye uno de los elementos claves para entender cómo hemos llegado a este punto. Nuestro objetivo es examinar, aunque sea brevemente ese aspecto, buscando establecer algunas líneas de explicación.

Las raíces del pensamiento de la CEPAL

En el curso del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, el pensamiento latinoamericano se adscribió en general al liberalismo y al positivismo, dando lugar a lo que el sociólogo brasileño Alberto Guerreiro Ramos llamó “pensamiento colonial o reflejo” (Guerreiro Ramos, 1958,1). 3), es decir, una imitación de las corrientes que predominaban en Europa. Desde fines del siglo XIX, gracias al mismo mecanismo, el marxismo se hizo también presente en escena a raíz del surgimiento del movimiento socialista, siendo significativo en este plano el aporte de Juan B. Justo, en Argentina. Por otro lado, en función del surgimiento del poderío norteamericano y su proyección sobre América Latina, se registra la eclosión de un pensamiento antiimperialista, formulado por intelectuales vinculados a la oligarquía burguesa, la cual mantenía estrechos lazos con las potencias europeas. Esto es particularmente visible en Argentina. En Brasil, una obra representativa de esta corriente es la de Eduardo Prado (1893), originalmente confiscada por el gobierno brasileño según relata el autor en un apéndice incluido en la segunda edición, publicada en portugués, en París, por Armand Colin (1895).

Influidos ya por otra matriz: la renovación por la que pasa el pensamiento marxista tras la revolución rusa de 1917, marxismo y antiimperialismo convergen en la década de los veinte hacia el intento de elaborar una reflexión original sobre la región, particularmente con figuras cómo Mariátegui y Haya de la Torre, ambos peruanos, a los que podemos agregar también, por lo menos, el cubano Julio Antonio Mella. Las ideas de estos autores se encuentran dispersas en obras de diferente alcance y pretensión variada, ligada como estuvo su actividad intelectual a la militancia política (ver Mariátegui, 1965; Haya de la Torre, 1960). Pero ese proceso, que José Aricó ha llegado a considerar como una primera floración de la teoría de la dependencia (cf. Bottomore, 1987), quedó trunco por la represión política desatada en los años veinte y treinta, paralelamente al enriquecimiento doctrinario de la Tercera Internacional, factores que llevan a un retroceso del pensamiento marxista latinoamericano. Lo que tendremos, en el período subsiguiente, serán trabajos de carácter eminentemente historiográfico que —con un instrumental teórico y metodológico nuevo— buscan reconstruir la historia nacional de los países donde se producen, de lo que resultan contribuciones valiosas aunque no llegan a formar escuela. Entre las obras más significativas de este período y que ya constituyen verdaderos clásicos, caben señalar Prado Junior, 1945; Bagú, 1949; Segall, 1953; Jobet, 1955; Frondizi, 1955.

En efecto, sólo se puede hablar del surgimiento de una corriente estructurada y, bajo muchos aspectos, original de pensamiento en la región a partir del informe divulgado por la Comisión Económica para América Latina, de las Naciones Unidas, en 1950 (CEPAL, 1949). La importancia de la teorización que allí comienza reside en la novedad de algunos de sus planteamientos —aunque, a veces, sólo parecieran nuevos por el desconocimiento del marxismo que caracterizaba entonces a nuestra vida intelectual— y en la gran repercusión que ella ha alcanzado, tanto en el plano académico como político. El análisis de las concepciones cepalinas es pues indispensable a quien desee conocer la evolución del moderno pensamiento latinoamericano.

Para entender la CEPAL, sería útil considerar, primero, la biografía intelectual de sus principales exponentes, principalmente del argentino Raúl Prebisch (responsable directo por el Informe de 1949), seguido del brasileño Celso Furtado y del chileno Aníbal Pinto; a ellos se pueden agregar también el argentino Aldo Ferrer y el mexicano Víctor Urquidi. Como Prebisch —que había sido director del Banco Central bajo Perón— la mayoría de ellos ha tenido participación activa en la política de sus países. Su formación, en general, es keynesiana y algunos ostentan apreciable dominio de la economía política clásica, particularmente Prebisch y Furtado. Sus incursiones en el campo del marxismo suelen ser, sin embargo, desafortunadas. Como ejemplo está el modo poco feliz con el que tanto Furtado como Pinto abordan el concepto elemental de la economía marxista, el de la plusvalía (ver al respecto Furtado, 1965; Pinto, 1965).

¿Qué es realmente la CEPAL? De hecho, es una agencia de difusión de la teoría del desarrollo que —al terminar la Segunda Guerra Mundial— había surgido en Estados Unidos y Europa. Esa teoría, para ese momento, tenía una función clave: ante el surgimiento en gran escala de nuevas naciones, fenómeno que también ahora se está observando en el plano mundial gracias a los procesos de descolonización, su finalidad es la de responder a la inquietud que éstas manifiestan al darse cuenta de las enormes desigualdades que caracterizan las relaciones económicas internacionales. En este sentido, los países capitalistas centrales pasan a formular teorías destinadas a explicar y justificar esas disparidades, que los benefician de manera escandalosa, y a ofrecer perspectivas a los nuevos Estados. Esas teorías —bajo la denominación genérica de teoría del desarrollo— nacen en órganos gubernamentales o instancias a ellos asociadas, se difunden en las universidades y centros de investigación y se traspasan a agencias internacionales. Como obras significativas de este período, consultar: ONU, 1951; Clark, 1951; Frankel, 1952; Rostow, 1953; Lewis, 1955.

La teoría del desarrollo tratará esencialmente de construir un concepto de desarrollo económico, partiendo de la idea de que éste corresponde al desdoblamiento del aparato productivo en función de su conocida clasificación en tres sectores: primario, secundario y terciario. A fin de explicar por qué son los países avanzados aquellos en los cuales ese desdoblamiento ha ganado plena expresión, la teoría toma el proceso de desarrollo económico que en ellos ha tenido lugar como un fenómeno de orden general, considerando que la posición que ocupan corresponde a un estadio superior de un continuum evolutivo. Las distintas economías que integran el sistema internacional se ubicarían en fases inferiores de ese proceso, enmarcadas en un esquema inicialmente dual: desarrollo/subdesarrollo, que acabaría dando lugar a una escala más sofisticada.

Así entendido, el concepto de subdesarrollo es idéntico al de situación preindustrial: una situación previa al desarrollo económico pleno (cuando ya se ha completado el desdoblamiento sectorial), existiendo entre ambos el momento de despegue (take off, para emplear el lenguaje entonces de moda), en el cual la economía en cuestión reuniría ya todas las condiciones para iniciar un desarrollo autosustentado. Recapitulando: el elementó central de la teoría del desarrollo es la idea del desarrollo como un continuum y del subdesarrollo como una etapa previa al desarrollo pleno, accesible a todos los países que se empeñaran en crear las condiciones adecuadas.

Un segundo aspecto a destacar en la teoría del desarrollo es la idea de que éste implicaba la modernización de las condiciones económicas, sociales, institucionales e ideológicas del país, siendo la modernización —en última instancia— el acercamiento a los patrones vigentes en los países capitalistas centrales. Esto, además de traer consigo la posibilidad de tensiones y crisis, se manifestaría durante cierto tiempo a través de una dualidad estructural. El tema de la modernización y la noción de dualismo estructural inspiraron el grueso de la producción sociológica y antropológica de ese período.

Finalmente, un tercer aspecto a considerar es la proyección de esa teoría en el plano metodológico. En la medida en que desarrollo y subdesarrollo eran, en el fondo, la misma cosa, vale decir momentos constitutivos de una misma realidad: la economía capitalista industrializada, sólo podrían ser diferenciados mediante criterios cuantitativos, los únicos adecuados para situar una economía en este o en aquel grado de la escala evolutiva. Así, el subdesarrollo se definiría a través de una serie de indicadores —producto real, grado de industrialización, ingreso per capita, índices de alfabetización y escolaridad, tasas de mortalidad y esperanza de vida, etc.— destinados a clasificar a las economías del sistema mundial y a registrar su avance en el proceso de desarrollo.

Los inconvenientes de esa metodología son evidentes. Al ser esencialmente descriptiva, no permite posibilidad explicativa de donde el resultado al que llega constituye una perfecta tautología: una economía presenta determinados indicadores porque es subdesarrollada y es subdesarrollada porque presenta esos indicadores. Girando en círculo, el análisis no puede sino aspirar a establecer correlaciones verificables, que no arrojan de por sí ninguna luz sobre las cuestiones referentes a causa y efecto.

Como quiera que sea, fue de la teoría del desarrollo de donde partió la CEPAL. Para entender el porqué de ello, hay que recurrir a una línea de análisis que tiene que ver con el papel de Estados Unidos en la construcción del mundo de la posguerra. Haremos aquí a un lado la consideración sobre sus iniciativas en el plano político, económico y militar, para ocupamos solamente de lo que hizo en el plano ideológico.

Mención especial merece la creación de comisiones económicas regionales, subordinadas al Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, con asiento en Europa, Asia y Lejano Oriente, y América Latina; posteriormente se crearon dos más, para África y Asia occidental. Su objetivo era estudiar los problemas regionales y proponer políticas de desarrollo. De hecho, la misión fundamental atribuida a esas comisiones fue la de ser agencias para la elaboración y difusión de la teoría del desarrollo, en el contexto de la política de domesticación ideológica que pasaron a exigir las presiones de lo que vendría a llamarse el Tercer Mundo.

Dando inicio formalmente a sus trabajos en 1948, en Santiago de Chile, la CEPAL no rehúye la misión que le había sido confiada, pero lo hace en calidad de verdadera creadora de ideología, es decir, atendiendo a las especificidades de América Latina. Y esas especificidades, frente a los nuevos países que la descolonización iba creando, eran indiscutibles. Efectivamente, además de su precoz independencia política, América Latina contaba para entonces ya con un siglo de capitalismo, que había conducido a la formación de complejas estructuras de clases y Estados nacionales consolidados. Además, en muchos de sus países la industrialización, que comenzara entre las dos guerras mundiales, había modificado las alianzas de clases y convertido a la burguesía industrial en parte plena del bloque en el poder.

De esa manera la CEPAL, al constituirse, nace ligada a la realidad interna de América Latina y expresa las contradicciones de clases que la caracterizan, particularmente las contradicciones interburguesas. En verdad, ella será instrumentalizada por la burguesía industrial, tanto en función de las luchas sociales y políticas internas como de los conflictos establecidos en la economía mundial. Y esto hará que la CEPAL, partiendo de la teoría del desarrollo —en los términos en que había sido formulada en los grandes centros— introduzca cambios que representarán su contribución propia, original, y que harán del desarrollismo latinoamericano un producto, sí pero no una simple copia de la teoría del desarrollo.

El desarrollismo

La contribución teórica más importante de la CEPAL es su crítica a la teoría clásica del comercio internacional. Basada en el principio de las ventajas comparativas, según el cual cada país debe especializarse en la producción de los bienes en que obtenga mayor productividad, lo que le asegura mejores condiciones de competencia, esa teoría sostiene que, puestas en estos términos, las transacciones que se realicen en el mercado mundial resultarán beneficiosas para todas las partes.

La CEPAL dirá que, en los hechos, no pasa así. Por un lado, demostrará empíricamente que a partir de 1870 se observa en el comercio mundial una tendencia permanente al deterioro de los términos de intercambio, en detrimento de los países exportadores de productos primarios. Por otro lado, afirmará que ello propicia transferencias de ingreso —de hecho, transferencias de valor, concepto que la CEPAL no maneja bien— las cuales implican que los países subdesarrollados que exportan esos bienes sean sometidos a una sangría constante de riqueza en favor de los más desarrollados, lo que acarrea su descapitalización.

Para la CEPAL, el deterioro de los términos de intercambio se debe al hecho de que el mercado mundial confronta a países industrializados con países de economía primario-exportadora. Estos últimos, al no desarrollar su sector industrial o manufacturero, no están habilitados para producir tecnologías y medios de capital capaces de elevar la productividad del trabajo. Paralelamente, la inexistencia de ese sector limita la expansión de la oferta de empleo en la economía, llevando a que se registre en el sector primario una fuerza de trabajo excedente que dificulta la elevación de la productividad y reduce su precio (o salario); eso redunda además en la formación de mano de obra excedente en el sector de servicios, donde genera los mismos efectos. Razón que explica los bajos salarios que se observan en las economías subdesarrolladas, los cuales frenan el progreso técnico tanto como impiden la expansión y dinamización del mercado interno.

Inversamente, los países desarrollados serían aquellos que, con base en un sector secundario expansivo y una demanda dinámica de mano de obra, ostentan salarios elevados, los cuales inducen la introducción de innovaciones tecnológicas tendentes a reducir la participación del trabajo en la producción y, por ende, el impacto de los salarios en los costos. El alza de la productividad que de ahí resulta no sería transferida plena e inmediatamente a los precios de los bienes que esos países exportan, llevando a que, en el comercio internacional, esos precios se mantuvieran en un nivel alto, lo cual favorecería la traslación de riqueza de la periferia subdesarrollada al centro desarrollado.

La verdad es que la CEPAL, si bien captaba correctamente el fenómeno empírico del deterioro de las relaciones de intercambio, lo interpretaba mal: tarde o temprano, el aumento de la productividad y la consiguiente reducción de los costos tienen que transferirse a los precios, salvo si se verifican situaciones anormales en el mercado mundial, como las que configuran una situación de monopolio o las que se derivan de guerras y catástrofes naturales. Además, y la CEPAL no lo ignoraba, el desarrollo del capitalismo en los países dependientes ha implicado, desde el comienzo, la introducción de nuevas técnicas de producción y el aumento de la productividad del trabajo. Ya la cuestión de la remuneración de la fuerza de trabajo constituía una intuición formidable, aunque mal establecida, puesto que no se trataba simplemente de una consecuencia de la baja productividad, como la vida se encargaría de demostrar.

Como quiera que sea, con su esquema centro-periferia, es decir, al tomar como punto de partida analítico la economía mundial y las relaciones que allí se establecen entre las economías nacionales, la CEPAL iba mucho más allá de la teoría del desarrollo y aseguraba para el conjunto de sus tesis una validez de principio, hasta entonces privilegio exclusivo de la teoría marxista del imperialismo.

De hecho, la afirmación de Prebisch en el sentido de que “el desarrollo económico de los países periféricos es una etapa más (…) en el proceso de desarrollo orgánico de la economía del mundo” (cf. Gurrieri, 1982, t. I, p. 157) hace pensar irresistiblemente en Bukharin. Las limitaciones del pensamiento cepalino son un efecto de su vínculo umbilical con la teoría del desarrollo, además de representar un costo derivado de la posición de clase a partir de ‘la cual la CEPAL realizó sus planteamientos.

Así es como la CEPAL, fiel a la idea del desarrollo económico como un continuum, no consideraba desarrollo y subdesarrollo como fenómenos cualitativamente distintos, por el antagonismo y la complementariedad —como lo hará, a su tiempo, la teoría de la dependencia— sino corno expresiones cuantitativamente diferenciadas del proceso histórico de acumulación de capital. Ello implicaba que, a partir de medidas correctivas aplicadas al comercio internacional y de la instrumentación de una adecuada política económica, los países subdesarrollados verían abiertas las puertas de acceso al desarrollo capitalista pleno, poniendo fin a la situación de dependencia en que se encontraban. Esta tesis, la del desarrollo autónomo, constituye una de las marcas registradas del pensamiento cepalino.

La exigencia de una política económica centrada en la superación del subdesarrollo reposaba sobre otro elemento clave de la ideología cepalina: la concepción del Estado como algo situado por encima de la sociedad y poseedor de una racionalidad propia. Apoyada en ello, la CEPAL saltaba del plano en que situaba su análisis económico, que lidiaba con leyes objetivas e identificaba intereses en pugna, a una visión idílica del mundo, en el cual, en el campo de relacionamiento entre Estados llanos, se podía reemplazar el enfrentamiento por la negociación y las leyes económicas por el deseo de cooperación.

Para la CEPAL, si la política económica era el instrumento, el objetivo esencial al cual ella debería aspirar para superar el subdesarrollo era la industrialización. Vimos ya cómo, según su entender, ésta sería capaz por sí misma de promover una mejor colocación de la fuerza de trabajo entre los sectores productivos; elevaría los salarios, haciendo posible al mercado interno; e induciría el progreso técnico y el aumento de la productividad del trabajo, poniendo fin a las transferencias internacionales de valor. La industrialización tendría lugar mediante una política deliberada de sustitución de importaciones de bienes manufacturados.

La fe que la CEPAL depositaba en la industrialización, en tanto medida suficiente para la superación del subdesarrollo, se extendía a las virtudes que ella tendría como palanca para la transformación social. Admitiendo que ciertas reformas eran necesarias en el plano institucional y político, la CEPAL subestimaba las medidas distributivas, comprendida la reforma agraria, salvo como disposición de interés secundario. Ya en el Informe de 1949 Prebisch había afirmado que “el problema esencial de América Latina consiste en acrecentar su ingreso real per capita, gracias al aumento de la productividad, pues la elevación del nivel de vida de las masas, mediante la redistribución de los ingresos, tiene límites muy estrechos” (Gurrieri, 1982, t. I, p. 163). Y en una de las pocas ocasiones en que se preocupa de la reforma agraria, señala que “ciertamente, el aumento del rendimiento de la tierra depende fundamentalmente del mejoramiento de la técnica productiva y de la inversión de capitales. Pero hay numerosos casos en que la forma de propiedad es uno de los obstáculos que será necesario remover antes que esas medidas puedan fructificar. El sistema impositivo podría ser uno de los medios más eficaces para hacerlo, sin dejar de lado las medidas directas de fraccionamiento que las circunstancias aconsejen” (Gurrieri, 1982, pp. 261-262).

En el pensamiento de la CEPAL, que por ello mereció el calificativo de “desarrollista” que se le ha dado, la industrialización asumía el papel de un deus ex machina, suficiente por sí misma para garantizar la corrección de los desequilibrios y desigualdades sociales.

El desarrollismo fue la ideología de la burguesía industrial latinoamericana, en especial de aquélla que —respondiendo a un mayor grado de industrialización y compartiendo ya el poder del Estado con la burguesía exportadora— trataba de ampliar su espacio a expensas de esta última, recurriendo para ello a la alianza con el proletariado industrial y la clase media asalariada, ofreciendo ampliar la oferta de empleos y mejores salarios, al tiempo que, mediante la crítica del esquema tradicional de división internacional del trabajo, exigía de los grandes centros capitalistas el establecimiento de un nuevo tipo de relaciones. Sin embargo, aunque rechazando al modelo primario-exportador y abriendo fuego contra la vieja clase dominante, reluctaba en plantear la reforma agraria como premisa del modelo industrial dado que, puesto que la alianza social no pasaba por el campesinado, hacerlo significaría agravar inútilmente el conflicto interburgués.

En el curso de los años cincuenta, junto al avance de la burguesía industrial tanto en países donde ya era fuerte —Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, México— como en los demás, que aceleran entonces su crecimiento industrial, el desarrollismo se convierte en la ideología dominante y matriz por excelencia de las políticas públicas. No obstante, tras una década de expansión, la economía latinoamericana desemboca en los años sesenta en la crisis y el estancamiento, poniendo al desnudo las características perversas que había asumido la industrialización. Ello no podría dejar de repercutir hondamente en los círculos cepalinos, dando lugar a una crisis teórica de amplias proporciones.

La crisis del desarrollismo

La crisis económica que, al comienzo de la década de 1960, golpea a la mayoría de los países latinoamericanos es, simultáneamente, una crisis de acumulación y de realización de la producción. Ella se manifiesta, por un lado, en el estrangulamiento de la capacidad para importar los elementos materiales necesarios al desenvolvimiento del proceso de producción y, por otro, en las restricciones encontradas para realizar esa producción. Ambos fenómenos derivan de que la industrialización se llevará a cabo sobre la base de la vieja economía exportadora, es decir, sin proceder a las reformas estructurales capaces de crear un espacio económico adecuado al crecimiento industrial.

En los países capitalistas avanzados, la industrialización se dio de manera orgánica, llevando a que el crecimiento del sector de bienes de consumo generara inmediatamente como contrapartida la expansión de la oferta de bienes de capital, sin lo cual el proceso se hubiera visto bloqueado. En los países latinoamericanos, la sustitución de importaciones operó sobre la base de una demanda preexistente de bienes de consumo y llevó a que la obtención de bienes de capital reposara esencialmente en la importación, conformando un modo de reproducción industrial intrínsecamente dependiente del exterior. La continuidad de un proceso puesto en estos términos suponía el crecimiento constante de la capacidad para importar y, por ende, una masa creciente de divisas.

Sin embargo, ¿de dónde provenían esas divisas? Primariamente, de las exportaciones, pero como las viejas estructuras productivas se habían mantenido intocadas, las exportaciones seguían consistiendo en bienes primarios tradicionales, sujetos a la tendencia secular diagnosticada por la CEPAL del deterioro de los términos de intercambio. El sector manufacturero no se había preocupado por conquistar mercados exteriores y destinaba toda su producción al mercado interno, lo que quiere decir que seguía dependiendo del sector primario para la obtención de las divisas necesarias para la adquisición de los bienes de capital que su expansión demandaba. Por esa vía, la industria que la CEPAL anunciara como la palanca del desarrollo autónomo, no hacía sino impulsar la reproducción ampliada de la relación de dependencia de América Latina respecto al mercado mundial, sin conducirla hacia una efectiva superación.

La segunda fuente de divisas está representada por el aporte de capitales externos, derivados de inversiones directas, préstamos, financiamientos y donaciones. Ante ingresos a título de exportaciones relativamente estancados, América Latina solicitó de Estados Unidos una generosidad similar a la que se expresara en el Plan Marshall, concebido en favor de la reconstrucción europea y que había implicado la movilización de una ayuda considerable, materializada en préstamos públicos y donaciones gubernamentales. El último intento serio de Latinoamérica en este sentido había sido el del presidente de Brasil, Juscelino Kubitschek, a fines de los años cincuenta, cuando lanzara la Operación Panamericana (OPA) que terminó siendo suplantada por la iniciativa norteamericana de la Alianza para el Progreso, al empezar la década de 1960, signada por su marcado carácter asistencialista y el énfasis que ponía en las inversiones extranjeras privadas.

Tales inversiones habían empezado a penetrar el sector industrial latinoamericano desde comienzos de los años cincuenta, ganando fuerte impulso en la segunda mitad de la década. En ese periodo, la industrialización encontrará en ellas un sostén y un factor de aceleración. Completado, sin embargo, el tiempo de maduración de esas inversiones, vale decir, llegado el momento de la obtención real de ganancias, ellas revelaron su naturaleza contradictoria: las ganancias se habían obtenido en el mercado interno, realizándose pues en moneda nacional pero, para volverse efectivas, susceptibles de reintegrarse al patrimonio de la matriz extranjera, deberían poder convertirse en moneda internacional, es decir, divisas que debían ser sustraídas del monto realizado en las transacciones externas. Eso nos pone frente a un problema de realización de la plusvalía que no consiste ya en su cambio desde la forma mercancía a la forma dinero, sino en el cambio que la misma forma dinero debe sufrir puesto que no se trata de “dinero mundial”. Un análisis del fenómeno puede encontrarse en De Oliveira/Mazucchelli (1977, pp. 76-113). En otras palabras, lo que antes permitía a América Latina ampliar la capacidad de importar, ahora aparecía como un elemento que la constreñía.

Mientras se tratara de un mercado interno en expansión, el ingreso de capitales externos superaba a las salidas, enmascarando el problema. Pero el mercado interno pronto encontraría su límite. Las grandes migraciones del campo a la ciudad que provocaba el hecho de mantener las estructuras tradicionales de producción —lo que de hecho la industrialización incentivaba— se tradujeron en el rápido crecimiento de la oferta urbana de mano de obra: haciéndose cada vez más mayor en el sector productivo, acabaría por conducir hacia el desempleo o a formas de subempleo mal disfrazadas en el sector servicios. En la raíz de esa incapacidad de la industria para crear empleo se encontraba —más que el uso de tecnologías inadecuadas, como sostuvo la CEPAL, dado que es inherente al progreso técnico ahorrar mano de obra— la brutal sobreexplotación del trabajo que allí se practicaba.

Combinando bajos salarios con la prolongación de la jornada y la intensificación del ritmo de trabajo, el capital industrial movilizaba masas de trabajo sustancialmente mayores que las que, en condiciones normales, corresponderían a la suma de dinero destinada a pagarlas (cf. Arrojo Junior/ Cabral Bowling, 1974), inhabilitándose así para asimilar buena parte de las nuevas fuerzas de trabajo que se incorporaban al mercado. Peor todavía: acababa por crear una distribución del ingreso extremadamente perversa puesto que condenaba a la inmensa mayoría de la población a niveles de consumo miserables, muchas veces .por debajo del patrón mínimo de subsistencia. Con ello, restringía el mercado interno, limitaba la creación de áreas de inversión y desestimulaba la introducción de nuevas técnicas de producción. Para completar el cuadro, la preservación de la vieja estructura agraria y la concentración de las inversiones, en la industria provocaron un desfase entre la oferta de alimentos y el crecimiento urbano, impulsando los precios agrícolas hacia arriba y desatando la inflación.

Desde comienzos de la década de 1960, la CEPAL modifica sus planteamientos y, rectificando el enfoque meramente desarrollista que los caracterizaba, pasa a dar más énfasis a las reformas estructurales. Pero es demasiado tarde. Las luchas sociales que habían marcado la década anterior desembocaban ya en la revolución cubana, que sacudía hasta los cimientos a la dominación norteamericana y sembraba el pánico entre las clases dominantes del continente. Cuando se abre el ciclo de las dictaduras militares, el desarrollismo, cepalino entra definitivamente en una crisis que se vuelve visible tras el alejamiento de Prebisch, quien, en 1963, deja la CEPAL por la UNCTAD. En 1964, Celso Furtado se empeña en demostrar que la economía latinoamericana tiende estructuralmente al estancamiento, no causado por esta o aquella política económica —lo que absolvía a la CEPAL— sino resultado de la dinámica misma de las estructuras económicas de la región (Furtado, 1964). En 1965, en una reflexión sobre la evolución reciente de América Latina, Aníbal Pinto constata la formación de una gran burguesía industrial, altamente concentrada y ligada al capital extranjero, la cual se habría diferenciado de las demás capas burguesas y tendería a operar mediante prácticas monopólicas que no favorecían el desarrollo económico y menos aún un desarrollo equilibrado, comprometido con la distribución equitativa de la riqueza. La conclusión de Pinto es todavía más desesperada que la de Furtado: cabría al Estado —concebido por la CEPAL, como vimos, como un ente parasocial— intervenir en pro de lo que él llamó “polo subdesarrollado”, coartando la expansión del sector moderno, vale decir, actuando contra el propio desarrollo económico, en los términos en que la CEPAL lo había planteado (Pinto, 1965).

La crisis del desarrollismo significó para la CEPAL la pérdida de la posición privilegiada que había alcanzado durante su primera década de funcionamiento, cuando llegó a ser la agencia ideológica por excelencia de América Latina. A partir de su nueva posición —como respetable órgano técnico— la CEPAL sigue realizando estudios y produciendo informes de la mejor calidad pero el proceso del pensamiento latinoamericano la dejó atrás, dando lugar a nuevas manifestaciones teóricas.

La teoría de la dependencia

Parte integrante de la crisis del desarrollismo fue la crítica que sobre él fue ejercida en el curso de la primera mitad de la década de los sesenta, por parte de una intelectualidad formada bajo su influencia pero que no pertenecía a esa corriente de pensamiento. Este punto, sin embargo, debe ser tratado con cuidado, puesto que no debe cometerse el error de tomar el desarrollo de las ideologías como mero desdoblamiento de sí mismas. De hecho, el pensamiento que se va a estructurar más adelante, en la segunda mitad de la década, no constituye una simple respuesta al desarrollismo sino que ha sido, también, en una amplia medida, resultado de las luchas que se registraban en el seno de la izquierda.

Hablar de izquierda, desde los años veinte, era hablar de los partidos comunistas. Moviéndose, al principio, en un marco de florecimiento teórico, que abría nuevas perspectivas para la comprensión de América Latina, los comunistas vinieron a estrechar su visión bajo el impacto de la represión policial y del estalinismo. En ese contexto, se imponen las concepciones de la Tercera Internacional, para la cual América Latina era idéntica a Asia (la “China del Lejano Occidente” sobre el cual trataba el VI Pleno de la IC), siéndole enteramente aplicables las tesis relativas a la cuestión colonial. A partir de esa perspectiva los comunistas latinoamericanos lanzan la consigna de la revolución democrático-burguesa, antifeudal y antiimperialista, al tiempo que postulan la existencia de una burguesía nacional capaz de llevarla a cabo.

El ascenso de la burguesía industrial durante la posguerra y, principalmente, el brillo de su expresión ideológica: el desarrollismo, toman a los comunistas desarmados. El débil desarrollo del marxismo en el período anterior, confinado sobre todo a la historiografía, lleva a que abracen las tesis que la burguesía propone. Ello es comprensible: en un período en el cual los partidos comunistas se baten por un frente único antiimperialista, basado en la alianza entre la burguesía y el proletariado, la CEPAL les ofrece —en un mismo plato— una burguesía nacional y una teorización sobre los mecanismos de explotación internacional cercana a la teoría del imperialismo.

Sin embargo, en el curso de la década de los años cincuenta, se va a ir constituyendo en toda América Latina una izquierda no comunista, salida en general de las filas de los movimientos populistas y con fuerte incidencia, en su composición social, de estudiantes, intelectuales en general y jóvenes militares. Bajo el nombre genérico de “izquierda revolucionaria”, ella pasa a la historia gracias a expresiones tan significativas como el Movimiento 26 de Julio, en Cuba; el movimiento sandinista, en Nicaragua; y los Movimientos de Izquierda Revolucionaria, en Venezuela y Perú, entre otras. Valorizando la práctica revolucionaria y los métodos de lucha armada, esas fuerzas comienzan a establecer contactos entre sí y a generar una nueva ideología que tiene corno característica la vinculación entre antiimperialismo y anticapitalismo, aunque no asuma todavía explícitamente los ideales del socialismo Eso sólo vendrá a suceder después, progresivamente, dando lugar a la lucha contra el monopolio del, marxismo por los PC, fenómeno que cristaliza con el grupo de la revista Praxis, en Argentina, encabezado por Silvio Frondizi; la organización Política Operaria (Polop) en Brasil, y la Liga Comunista, en México.

La formación de la izquierda revolucionaria latinoamericana no puede disociarse de la agudización de las luchas sociales, el surgimiento del campesinado en tanto movimiento social y el de un proletariado pobre en las ciudades que ha dado origen a las teorizaciones sobre la marginalidad urbana. Paralelamente, se hacía más denso el tejido de la clase media citadina y se aceleraba su salarización, llevando a un rápido aumento de los estudiantes y jóvenes profesionales, cada vez más descontentos con la falta de perspectivas que presentaba el desarrollo emprendido por la burguesía industrial.

En su lucha ideológica contra los partidos comunistas, es natural que la izquierda revolucionaria reparase en las tesis de la CEPAL desde que, como vimos, los comunistas se servían de ellas para fundamentar su gradualismo reformista, sin embargo, no formula entonces alternativas sistemáticas a esas tesis. Esta será una tarea que se realizará, más adelante, por parte de sus intelectuales orgánicos y de la gran mayoría de la intelectualidad joven que buscaba una salida ante la crisis del desarrollismo.

Como corriente estructurada de pensamiento, la teoría de la dependencia se configura a mediados de los años sesenta, a partir de un conjunto de trabajos elaborados o publicados entre 1964 y 1967, los cuales dan lugar a un debate extremadamente rico en el seno de la intelectualidad latinoamericana. El golpe militar de 1964 en Brasil y, en seguida, la ola represiva que se desata en todo el continente, crean involuntariamente condiciones favorables para ello al promover desplazamientos físicos de exiliados. Así, puestos en contacto intelectuales brasileños, argentinos, uruguayos, chilenos, peruanos, venezolanos, centroamericanos, establecen un intenso intercambio de ideas y una fecunda confrontación de experiencias. A partir de 1968, concomitantemente con la generalización de los golpes militares y el avance de la represión en el continente, la intelectualidad de izquierda comienza a converger hacia Chile, que mantenía intacto su régimen democrático y acaba por convertirse en el locus privilegiado para la elaboración de la nueva teoría.

Igual que en el caso de la CEPAL, la teoría de la dependencia parte de la noción del capitalismo como sistema mundial pero no considera desarrollo y subdesarrollo como etapas de un continuum: éstos son vistos más bien como realidades distintas y contrapuestas, aunque estructuralmente vinculadas. Aquí, el subdesarrollo no es una etapa que precede al desarrollo: ambos son producto específico del desarrollo del capitalismo mundial. En otras palabras, el subdesarrollo corresponde a una forma especial de capitalismo, que se agudiza en función del desarrollo capitalista mismo.

A ello corresponde la discutida fórmula de André Gunder Frank respecto al “desarrollo del subdesarrollo”. Concebida a la luz de la distinción entre crecimiento y desarrollo económico (que, dicho sea de paso, es poco rigurosa), la fórmula no implica que la economía dependiente no pueda crecer sino que, cuanto más crece, más agudiza los rasgos particulares que la separan del capitalismo existente en los países avanzados. Derivar de allí una supuesta incapacidad de crecimiento de la economía dependiente, que la condenaría al estancamiento, es un error grosero en que suele incurrir la crítica vulgar. La fórmula apunta a la idea de que, para las economías de ese tipo; a mayor desarrollo capitalista, más dependencia.

En esa línea de razonamiento, la teoría de la dependencia llevaba a desechar la noción de desarrollo capitalista autónomo, de cara a los ideólogos cepalinos, y a considerar que la dependencia no podría ser superada en los marcos del capitalismo. Esta idea está implícita incluso en los trabajos ideológicamente más tibios que se escribieron en la época. Para los autores más radicales, ella llevaba a vincular explícitamente antiimperialismo y anticapitalismo, haciendo que la lucha contra la dependencia se concibiera necesariamente como lucha por el socialismo.

En el plano estrictamente económico, la nueva teoría sostenía que la dependencia no debería ser vista principal y esencialmente a través de las relaciones mercantiles, como lo hacía la CEPAL. Pese a que fue más lejos que ésta en su crítica a los mecanismos de explotación que relevan del comercio internacional, la teoría de la dependencia atribuyó mayor importancia al movimiento internacional de capitales, en especial a las inversiones directas (entonces predominantes), así como a la dependencia financiera y tecnológica. La acción de esos distintos mecanismos promovía, a su modo de ver, una integración superior de América Latina a la economía mundial.

Para la teoría de la dependencia, el imperialismo —en la medida en que uno y otra son fruto del desarrollo del capitalismo mundial— no es algo externo a la dependencia, al contrario, el imperialismo permea toda la economía y la sociedad dependientes, representando un factor constitutivo de sus estructuras socioeconómicas, de su Estado, de su cultura. Afirmar esa dirección de análisis abría nuevas perspectivas a los estudios históricos y sociológicos en América Latina.

A comienzos de los años setenta, la teoría de la dependencia centraliza el debate intelectual en Latinoamérica y empieza a irradiar su influencia hacia los grandes centros de pensamiento norteamericanos y europeos. Simultáneamente, afloran a la superficie las divergencias que marcarán su desarrollo ulterior cuya razón principal reside en que, vinculada originariamente a la teoría del imperialismo, la nueva corriente avanza en el sentido de asimilar a Marx en su análisis. Y aunque ello coincidiera con el auge del marxismo europeo, no se trataba de una actitud imitativa, como otras tantas veces sucedió en la vida intelectual latinoamericana, sino de la culminación de un movimiento natural.

Concebida a partir de la lucha teórica en el seno de la, izquierda, la teoría de la dependencia reemplazará la visión del mundo que tenía la CEPAL, marcada por el eclecticismo y el compromiso que proporcionaba la teoría marxista del imperialismo. Sobre este aspecto quedaban todos de acuerdo, recurriendo sus integrantes libremente a Lenin, Bukharin, Hilferding. Sin embargo, sólo los que se caracterizaban por su formación marxista y su militancia política se valían directamente de Marx para el análisis de la formación social latinoamericana, derivando de allí proposiciones explícitamente socialistas. Las divergencias que ello suscitó debilitaron el movimiento, llevándolo a bajar la guardia ante los ataques de los cuales sería blanco en el período siguiente.

Endogenismo y neodesarrollismo

Así como el golpe militar en Brasil precipitó la crisis del desarrollismo, la derrota de la Unidad Popular chilena, en 1973, impactó de modo negativo la teoría de la dependencia sin que para ello hubiera una razón directa: aunque el Partido Comunista chileno, sobre todo a través de sus intelectuales jóvenes, fuera permeable a la influencia dependentista, al igual que el Partido Socialista, no se puede legítimamente afirmar que el gobierno de Salvador Allende hubiese basado su concepción y su actuación políticas en la teoría de la dependencia. Sin embargo, los sucesos de Chile pusieron en crisis a la intelectualidad de izquierda latinoamericana, abriendo brechas para el cuestionamiento de lo que aparecía como la ideología de izquierda por excelencia.

El centro de esa elaboración fue México, donde se había concentrado la inmensa masa de intelectuales y políticos exiliados tras el golpe chileno. Su primera expresión pública tuvo lugar en el Congreso Latinoamericano de Sociología, llevado a cabo en 1974, en San José de Costa Rica, el cual se convirtió en verdadero juicio a las tesis dependentistas. Entre los trabajos allí presentados, se destacó el del sociólogo ecuatoriano Agustín Cueva que, en lo esencial, reprochaba a la teoría de la dependencia dar excesivo énfasis a las relaciones entre naciones, en detrimento de las relaciones entre clases (cf. Cueva, 1974; trabajo que, juntamente con otros, fue objeto de respuesta por parte de Bambirra, 1978).

La acusación no era nueva (cf. Weffort, 1971) y tampoco justa. Es verdad que los dependentistas, partiendo de la visión del capitalismo en tanto sistema internacional, se han abocado al estudio de los mecanismos de explotación puestos en práctica por el capital en el plano mundial y al de las formas de dominación/subordinación que allí se registraban entre las clases dominantes. Sin embargo, no es menos cierto que también se preocuparon del modo cómo ello afectaba las relaciones internas de explotación y, por ende, de clase (la teorización en torno de la sobreexplotación del trabajo es buen ejemplo; ver al respecto Marini, 1973), lo que contribuyó sustancialmente a la comprensión de la vida social y política latinoamericana, construyendo para ello una matriz distinta de la que ofrecían el funcionalismo y la sociología sistémica. Ya en 1972 F. H. Cardoso listaba un buen número de trabajos para ejemplificar la multiplicación de “análisis sobre el Estado, sobre las burguesías locales, sobre los sindicatos, los obreros y los movimientos sociales, sobre las ideologías (para no mencionar los estudios sobre marginalidad y urbanización) que, de uno u otro modo se inspiran en el marco de referencia de los estudios sobre la dependencia” (Cardoso, 1972).

Como quiera que sea, los acontecimientos de Costa Rica fueron la señal de partida para que se proclamara la necesidad de replantear el análisis de la realidad latinoamericana desde otro punto de vista en el que el énfasis se pusiera en el proceso de formación del capitalismo en la región y su dinámica interna. Surge así la corriente endogenista, donde —al lado de Cueva, el menos endogenista y el más dependentista de todos— forman filas sobre todo historiadores, como los mexicanos Enrique Semo y Roger Bartra, el argentino Carlos Sempat Assadourian y el brasileño Cyro F. S. Cardoso, entre otros (cf. Bartra, 1974; Cardoso, C., 1975; Semo, 1978; Sempat, 1982; sin embargo cabe señalar que el libro de Cueva, 1977, no se inscribe plenamente dentro de esta corriente).

En general, el endogenismo representa la reacción de lo que podemos llamar de marxismo histórico, es decir, de la intelectualidad vinculada a los partidos comunistas de orientación soviética o maoísta, que había perdido posiciones en la izquierda para la teoría de la dependencia. Si recordamos el papel de la historiografía en la fase de repliegue del marxismo, antes de los años sesenta, y la influencia que tuvo en la formación de los intelectuales de esos partidos, no sorprende la importancia de esa disciplina en el desarrollo de la nueva corriente.

El endogenismo afirmaba la necesidad de considerar el desarrollo del capitalismo latinoamericano en sí, haciendo a un lado —por lo menos en un primer momento— la cuestión del imperialismo. En esa perspectiva, para el análisis de la formación social latinoamericana, sería preciso atenerse rigurosamente al marco de referencia establecido por Marx para el estudio del modo de producción capitalista. El punto de partida para el endogenismo es pues la acumulación originaria del capital en esas economías, a la que siguen, siempre de acuerdo con el esquema de Marx, las fases manufacturera y fabril, en un proceso que se entrelaza y se articula con otros modos de producción preexistentes al capitalismo. El imperialismo sería una variable a ser introducida ex post, una vez determinada la peculiaridad de la formación social estudiada.

Allí reside el principal punto de ruptura con el enfoque de la dependencia dado que, para éste, la constitución de la economía capitalista dependiente es teórica y realmente inseparable del proceso mundial que engendra al imperialismo. Además, el endogenismo incurre en una evidente confusión entre el concepto de modo de producción —plano en el cual Marx sitúa su análisis— y el de formación social, lo cual abre la puerta al dogmatismo y genera dificultades analíticas de toda suerte, como la exigencia de hallar correspondencias entre el esquema de desarrollo del capitalismo, a la manera de Marx, y el desarrollo histórico-concreto de economías nacionales sometidas al impacto del proceso histórico del capitalismo mundial.

En una formación social, aun la más desarrollada, el modo de producción dominante coexiste con relaciones de producción de otra naturaleza, que son por él refuncionalizadas aunque no enteramente suprimidas. Más aún, en la economía mundial creada por el capitalismo, éste se articula con otros modos de producción —que pueden ser dominantes en otras formaciones sociales— y sobre ellos ejerce su efecto transformador (o inhibidor). Es el caso, por ejemplo, de la manufactura brasileña, cuya posibilidad de desarrollo —además de limitada por el predominio de relaciones no capitalistas— fue coartada por el Estado metropolitano, en el siglo XVIII, a fin de atender a los intereses de la manufactura inglesa.

No considerar la acción de una formación social sobre otra puede además inducir errores capaces de afectar, no sólo el estudio de una formación social concreta, sino el mismo esquema analítico. Así, en relación con la acumulación originaria, no basta postularla como una fase general del desarrollo capitalista en la región, dado que allí encontramos distintos procesos de acumulación originaria que responden a causas diversas y producen efectos diferenciados: es indispensable distinguir la que se realiza por y para el capitalismo central, en los siglos XVI y XVII, de la que tiene lugar en el siglo XIX, atendiendo ya a las exigencias del naciente capitalismo latinoamericano. No hacerlo implica, muchas veces, plantear una suerte de acumulación primitiva permanente, que termina incluso por incorporar a la misma acumulación capitalista, con sus movimientos expropiatorios de concentración y centralización.

Paralelamente al endogenismo, surge en la segunda mitad de los años setenta otra corriente de pensamiento que tiene origen distinto. Su raíz reside en que, superada la crisis de los sesenta e inaugurado el nuevo auge económico, la burguesía industrial latinoamericana se refuerza, readquiriendo condiciones para retomar la ofensiva en el plano ideológico. Sin embargo, no se trataba ahora de disputar la supremacía en el interior del bloque dominante, lo que ella ya había logrado: se trataba más bien de buscar la consolidación de su hegemonía interna, junto a una mayor afirmación en el plano internacional.

Contribuía para ello la crisis por la que pasaban los países capitalistas avanzados y que se hiciera evidente a partir de 1973. Una de las manifestaciones —y también una de las causas de esa crisis— era la agudización de la competencia económica entre los grandes centros, lo cual entraba a modificar las bases sobre las cuales se establecía la política internacional latinoamericana. Aunado al aumento de la capacidad de negociación de países como Brasil —para la época, excelente campo de inversión para el capital internacional— se observa el reforzamiento de los Estados beneficiados por el alza de los precios del petróleo, como México y Venezuela.

En el caso brasileño, el auge de la burguesía industrial da lugar a un agresivo proyecto de afirmación nacional, al abandono del alineamiento automático con Estados Unidos y a la exacerbación de su política subimperialista. En esa línea, la dictadura militar instrumenta una nueva sustitución de importaciones, centrada ahora en los bienes de capital; acentúa su política sudamericana basada en la explotación y la prepotencia que se ejerce principalmente en relación con Paraguay y Bolivia; y firma, por mediación del entonces secretario norteamericano de Estado, Henry Kissinger, un acuerdo de consultas mutuas con Estados Unidos, instrumento hasta entonces reservado a potencias de mayor porte. Paralelamente, logra acceder a tecnologías sofisticadas que anteriormente le habían sido negadas, como la nuclear, firmando un acuerdo sobre la materia con Alemania occidental, en 1975-1976. El proyecto brasileño quedó plasmado en el II Plan Nacional de Desarrollo, lanzado por el gobierno del general Geisel, donde se consagraba la idea de “Brasil potencia”.

Mientras tanto, México se proyectaba de modo más decidido hacia lo que considerara siempre su zona de influencia: Centroamérica, en lo que fue seguido por Venezuela. De allí resultó, por ejemplo, el reconocimiento por parte de México de la dirigencia revolucionaria salvadoreña, en conjunto con Francia, así como el Acuerdo de San José, mediante el cual México y Venezuela facilitaron la venta de petróleo a los países centroamericanos y caribeños con precios subvencionados. Los dos países asumieron creciente autonomía con relación a la política centroamericana de Estados Unidos que, en una fase ulterior menos favorable, acabaría por llevar a la formación del Grupo de Contadora, juntamente con Colombia y Panamá. El punto culminante de todo ese proceso es la formación en 1975 del Sistema Económico Latinoamericano (SELA), organismo regional del que quedaba excluido Estados Unidos.

Los proyectos de afirmación nacional y la necesidad de convocar tras ellos al conjunto de la nación llevan a la burguesía latinoamericana a liderar la creación de una nueva ideología. Para eso, recurre al reclutamiento de antiguos desarrollistas, como Prebisch, Furtado, Pinto, Ferrer, Maria da Conceilao Tavares, Francisco de Oliveira, y dependentistas como Fernando Henrique Cardoso, entre otros, además de nuevos cuadros que emergen a la vida académica. El fenómeno es concomitante al surgimiento del endogenismo y, así como en los años cincuenta se verificara cierta correspondencia entre las tesis de los partidos comunistas y las de la CEPAL, también ahora se registrará notable margen de acuerdo entre el endogenismo y la nueva corriente, que podemos llamar de neodesarrollista. Entre los trabajos más relevantes producidos por los neodesarrollistas se pueden citan los trabajos de Prebisch en su último período (Prebisch, 1981) así como Furtado, 1975; Cardoso, F. H., 1975; Corderalrello, 1981, y Castañeda, 1982.

Para ambas corrientes hay que enfatizar, antes que nada, las condiciones internas nacionales en el análisis del desarrollo del capitalismo en América Latina. El imperialismo es ya puesto “entre paréntesis” (para usar una expresión cara a María da Conceilao Tavares), ya introducido en el razonamiento como última variable, como prefieren los endogenistas.

Prebisch y Furtado constituyen excepciones, partiendo siempre de la economía mundial. Pero se unen a los neodesarrollistas en su tesis central: la posibilidad del desarrollo capitalista autónomo, tesis que expresa la aspiración más sentida de la burguesía industrial latinoamericana. Los endogenistas, a su vez, pueden —sin molestia— rehuir la discusión de este punto una vez que, al asumir como premisa que el análisis marxista se aplica tanto al modo de producción como a las formaciones sociales, asumen también que todos los capitalismos son rigurosamente idénticos.

Como los endogenistas, los neodesarrollistas se inclinan hacia un desarrollo capitalista de corte socialdemócrata. En la medida en que la burguesía necesita afirmar su hegemonía —reposando su dominación para esa época sobre todo en el uso de la fuerza— se ve forzada a aceptar el debate sobre la cuestión redistributiva y a coquetear con las masas con la perspectiva de una mayor participación en los frutos del desarrollo (haciéndose eco del planteamiento profético de Pinto en los sesenta). Es significativo, en este sentido, que el neodesarrollismo gane fuerza en Brasil a partir de la literatura producida a propósito del tema de la distribución del ingreso, cuando —conocidos los resultados del censo de 1970, que habían acusado fuerte deterioro en ese plano— tiene lugar animada polémica entre los ideólogos de la dictadura y los de la oposición burguesa (cf. Tolipan/Tinelli, 1978).

Esta es, por cierto, una de las especificidades del neodesarrollismo respecto al desarrollismo propiamente dicho: en este último, la cuestión distributiva aparece siempre como tema subalterno.

La segunda diferencia relevante reside en el instrumental teórico y metodológico de que echan mano los neodesarrollistas. Este es, en efecto, mucho más sofisticado y abierto a los conceptos y procedimientos marxistas de análisis, aunque prefiera generalmente —dentro del inmenso arsenal que el marxismo ofrece— a los autores más fácilmente asimilables por la teoría burguesa, como Kalecki, Hilferding, Steindl. Al lado de éstos, es también visible la influencia ejercida por autores no marxistas, principalmente norteamericanos.

El brillo que reviste la academia norteamericana a los ojos de los intelectuales latinoamericanos es fruto de una política cultural que —iniciada, como vimos, durante los años cincuenta— gana nuevos bríos en la estela de la contrarrevolución desatada en los sesenta. En esa nueva fase, su eje central ha consistido en la degradación de la enseñanza universitaria, que forma al conjunto de la intelectualidad regional, en provecho de una ultrauniversidad reservada a una pequeña élite. Esa ultrauniversidad se basó inicialmente en becas para estudios en el exterior y cursos de posgrado que giraban alrededor de académicos norteamericanos y, secundariamente, europeos, en un comienzo; y, después, de nacionales entrenados en los grandes centros. Por esa vía, se irán infiltrando los elementos que abrirán luego las puertas a la penetración del neoliberalismo. El fenómeno fue constatado incluso por Prebisch: “Cuando en Estados Unidos vieron el peligro que nuestras ideas representaban para sus verdades consagradas y no lograron la fusión de la CEPAL con los servicios similares de la OEA, emprendieron en los años cincuenta una acción sistemática para contrarrestamos y eligieron Santiago de Chile, sede de la CEPAL, para desenvolver su campaña, que se extendió a toda la América Latina, mediante el envío gratuito de profesores o el otorgamiento generoso de becas. La base de lanzamiento fue el neoclasicismo; el liberalismo económico en la Argentina y otros países no ha sido de generación espontánea” (Prebisch, 1986, p. 161).

El endogenismo se irá agotando por sí mismo a medida que se afirman los neodesarrollistas pero dejará una contribución apreciable al desarrollo de los estudios marxistas en América Latina, enriqueciendo el acervo de conocimientos empíricos y arrojando nuevas luces sobre los procesos históricos nacionales. El neodesarrollismo se mantendrá actuante hasta comienzos de la década de 1980. La moratoria de la deuda externa decretada por México en 1982, y luego por Brasil, así como el consiguiente sometimiento de sus gobiernos al FMI, han sido una demostración irrebatible de la incapacidad de la burguesía latinoamericana para acceder a una real autonomía en el plano internacional, no quedando al neodesarrollismo sino retirarse de escena en silencio.

El neoliberalismo y las alternativas

Las difíciles condiciones creadas por la crisis económica por la que pasó América Latina entre 1981 y 1983, favorecieron la acentuación de la ofensiva neoliberal que iniciara su rosario de victorias en 1973, tras el golpe chileno. En el curso de los años ochenta, mientras el neoliberalismo —respaldado por Estados Unidos y los organismos internacionales de crédito— recogía nuevos triunfos que lo han llevado a constituirse hoy en la ideología dominante en la región, la izquierda veía agudizarse su crisis. De hecho, tras las batallas ideológicas de la segunda mitad de los setenta, en las que los intelectuales de izquierda entraron divididos, cediendo espacio a los que respondían a los intereses de la gran burguesía, el pensamiento social latinoamericano no ha logrado retomar la elaboración crítica y original que venía desarrollando, lo que ha vuelto inviable la formulación de una alternativa de izquierda frente a las presiones ejercidas contra los pueblos de la región.

En América Latina, el neoliberalismo corresponde a la imposición de los intereses imperialistas en el contexto de la reconversión económica que ella está llamada a hacer ante los cambios que han tenido lugar en la economía internacional. Sin embargo, no se puede ignorar que la burguesía latinoamericana, allí donde se encuentra más desarrollada, tiene sus intereses propios y, aunque se someta al imperialismo, trata de defenderlos. Esto es perceptible, por ejemplo, en la preocupación de algunos gobiernos por el tema de la integración regional, la cual —según el modo como se realice— puede reforzar su posición en la negociación con los bloques económicos configurados alrededor de los grandes centros.

Por parte de las fuerzas progresistas, que buscan expresar las aspiraciones de las grandes masas, lo que se está verificando es el recurso al nacional-desarrollismo tradicional y a ciertas tesis dependentistas, lo que —a falta de un referencial teórico dinámico— tiende a representar, la mayoría de las veces, una simple vuelta al pasado. Ello se puede observar en la fijación laborista que anima al brizolismo, en la rehabilitación de la ideología cardenista, en la aparente vitalidad del peronismo, en la resurrección de la corriente demócrata cristiana en Chile, mientras las fuerzas jóvenes que han surgido, como el Partido de los Trabajadores en Brasil, no se han revelado capaces de revolucionar el escenario ideológico-político de la región. En la base de ese fenómeno está la hegemonía burguesa en los bloques policlasistas que se han conformado en la mayoría de los países y la incapacidad del pensamiento de izquierda para ofrecer elementos para la formulación de una estrategia política adecuada al momento que viven los pueblos de América Latina.

Revertir esa situación es, hoy, tarea prioritaria. Para ello se hace necesario retomar el hilo del pensamiento crítico de la izquierda allí donde alcanzó su punto más alto. Se impone, de hecho, empeñarse en la construcción de una teoría marxista de la dependencia, recuperando su primera floración de los años veinte y la que se registró a partir de mediados de los sesenta. Después de eso, el marxismo se ha desarrollado entre nosotros de manera extraordinaria, produciendo gran cantidad de información y conocimiento sobre nuestra realidad y abriendo camino ancho a su elaboración teórica.

Retomar el hilo de la teoría de la dependencia significa reencontrar lo mejor del pensamiento de izquierda, sin que esto suponga de manera alguna que ella aporte respuesta suficiente a la problemática actual. Por ello, se hace necesario asumir la teoría de la dependencia de modo creador, es decir, sometiéndola a una revisión radical, lo cual comienza por la crítica de las concesiones metodológicas al funcionalismo, que envician la obra de algunos de sus autores, así como la de ciertas tesis importadas del arsenal, desarrollista. Pero esto sigue necesariamente con la reconsideración de una serie de ideas y conceptos que, yendo más allá de corrientes de pensamiento particulares, impregnan nuestra visión del mundo y parecen referirse al orden natural de las cosas.

Es evidente, por ejemplo, que la teoría de la dependencia corresponde a una economía mundial en la cual las relaciones de explotación asumen en última instancia la forma de relaciones entre Estados nacionales. Este es un hecho real, que mixtifica la naturaleza del imperialismo pero que no se supera, como pretendían los endogenistas, rehuyendo el marco de análisis internacional para limitarse a la consideración de las luchas de clases nacionales. Sin embargo, sobre ese hecho empiezan a operar tendencias que parecen apuntar hacia una dinámica histórica totalmente nueva.

El derrocamiento del poderoso ultracentralista Estado soviético y la afirmación de un conjunto de nuevas naciones —dentro y fuera de la actual Comunidad de Estados Independientes— se dan teniendo como contrapunto la emergencia de una Europa occidental políticamente unificada, en donde, de forma violenta (como en el País Vasco e Irlanda) o pacífica (como en Escocia y Lombardía) una serie de nacionalidades reivindican su autonomía. A raíz del desarrollo del mercado común norteamericano, nadie puede asegurar que movimientos nacionales autonomistas no vengan a amenazar la integridad territorial de México, con sus contrastes entre norte y sur; de Canadá, de débil consolidación nacional, constantemente desafiada por el movimiento quebecquois; e incluso de Estados Unidos, donde se acusa cada día la heterogeneidad étnica. Suposiciones de ese orden son válidas para la comunidad en gestación en el Cono Sur, en especial en Brasil, lacerado por las diferencias que se profundizan entre las regiones sur y noreste y asombrado por los intereses internacionales que se proyectan sobre la Amazonia. De tan obvias, haremos a un lado consideraciones similares respecto a regiones como el Medio Oriente, África negra y Asia.

Todo pasa como si estuviéramos asistiendo al comienzo del fin del Estado-nación, expresión obligada de afirmación y negación de las nacionalidades que el desarrollo del capitalismo puso en pie. En su lugar, junto a una internacionalización económica y cultural creciente, que se basa en los movimientos de capital y en las nuevas tecnologías de transporte y comunicaciones, se esboza la tendencia a la constitución de entidades internacionales más grandes y —en contradicción aparente— de entidades nacionales menores y más estrechamente vinculadas a las raíces históricas y culturales de cada pueblo. Integración internacional y derecho de las nacionalidades a la plena autonomía, tal parece ser el marco en el cual empieza a forjarse el mundo de mañana.

La desigualdad de los sujetos que se confrontan en ese contexto y las relaciones de explotación que subyacen a todo el proceso exigen un esfuerzo formidable de renovación de la teoría de la dependencia y del propio marxismo para abrirle perspectivas de éxito a los pueblos, tanto más cuanto que, en su desarrollo, el mismo socialismo ha sido puesto en cuestión. Y, sin embargo, parece ser altamente improbable que ese nuevo curso de la historia pueda seguir adelante sin la superación del capitalismo, ese régimen social que se fundamenta en la desigualdad y la explotación. Habrá así que revisar nuestra concepción del socialismo y, abandonando su identificación con la revolución bolchevique y sus avatares, retornar la idea clave de Marx según la cual el socialismo es una era histórica, fruto de un largo período de luchas y transformaciones.

En esa línea hay que retomar, a nuestro modo de ver, el hilo del pensamiento crítico latinoamericano y proceder a una elaboración teórica capaz de dar cuenta de los cambios que estamos viviendo y de las nuevas perspectivas que ellos nos abren. De la correcta comprensión del presente depende nuestro futuro como latinoamericanos y, aún más, nuestra capacidad de transitar a una etapa superior de desarrollo, a un socialismo original, democrático y libertario.

Nota de la edición Ruy Mauro Marini Escritos: las referencias bibliográficas no aparecen en el archivo digital que se consultó.

Ruy Mauro Marini


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