La sociología latinoamericana: origen y perspectivas
Fuente: Archivo de Ruy Mauro Marini, con la anotación: “Ponencia Sociología, 07/08/94”. Véase también artículo Las raíces del pensamiento latinoamericano.
Empezaremos esta exposición planteándonos una pregunta: ¿qué representa la sociología en el proceso del pensamiento humano?, esperando que ella nos dé un buen punto de partida para indagar sobre el surgimiento y desarrollo de la sociología latinoamericana, así como de sus perspectivas.
Lo primero a considerar es que la sociología sólo puede surgir en cierto tipo de sociedades, en que se dan determinadas características. Más que esto, ella es una expresión particular de cierta línea de pensamiento, cuya esencia consiste en ser una reflexión sobre las estructuras y procesos que establecemos en el marco de convivencia social, vale decir, en el marco de nuestras sociedades. En su dimensión más amplia, esa reflexión parte de concepciones totalizadoras, como lo fueron la economía política clásica o la teoría social del siglo XVIII, para arribar, más tarde, a ciencias especiales, como lo son hoy la economía y la ciencia política, entre otras, así como, desde luego, la sociología.
Sociología y capitalismo
Las distintas sociedades que registra la historia antes del advenimiento del capitalismo correspondían a formas sociales más simples, basadas en una estructura de clases poco diferenciada y muy estratificada, que se expresaba en sistemas políticos centralizados y autocráticos. Pensemos en los regímenes teocráticos o feudales y, en general, en sociedades cuya producción era asegurada por relaciones esclavistas o de servidumbre. Desde luego, en el sostenimiento de esos sistemas de dominación, desempeñaba papel destacado el uso de la fuerza. Pero no hay régimen que se sostenga sólo con base en ésta: las clases dominadas tienen que ser, también, persuadidas de que su sujeción se debe a razones superiores, que trascienden intereses y motivaciones individuales para responder a factores de carácter más general. En otras palabras, la dominación de clase debe presentarse siempre como la expresión de algo necesario y, en cierta medida, natural.
Cuanto más desarrollada es la sociedad, cuanto más se diferencian y se contraponen los intereses de clase, tanto más necesario persuadir de ello a las clases dominadas, so pena de que se verifique allí un estado permanente de guerra civil, latente o abierta, que a la larga haría imposible el mantenimiento del orden social. En comunidades más simples, como las que mencionamos antes, se tiende a recurrir, en este sentido, a lo sobrenatural, privilegiando a la religión, o a diferencias evidentes, de carácter racial o cultural. En organizaciones sociales más complejas, el razonamiento se sofistica y aspira a presentarse como ciencia.
Ello se observa ya en situaciones en que se produce una marcada diferenciación social y un cierto desarrollo mercantil, aunados a la expansión imperialista, como en la Grecia antigua. La agudización de los conflictos sociales estimula allí una reflexión sociológica cada vez más especializada, que, pasando por los sofistas, producirá algunas obras maestras, que se proponían descubrir la razón de esos conflictos y suprimirlos en beneficio de la clase dominante. Que se trate de una construcción ideal, como La República de Platón, donde se identifican los segmentos que forman la sociedad y se busca articularlos armónicamente en un sistema corporativo, o de una investigación comparada, como la Política de Aristóteles, que toma a las clases y su interacción como eje del análisis, en la perspectiva del equilibrio y la armonía social, se está siempre en presencia de una teorización encaminada a asegurar o transformar un orden de cosas determinado, a partir de un punto de vista de clase.
Ello se dará con más razón aún cuando el capitalismo, rompiendo el orden feudal, pase a conformar Estados nacionales. Estos corresponden a sociedades de clases altamente complejas, cuya lógica —aunque consagre la dominación de unas sobre otras y repose siempre en la fuerza— es la de recurrir crecientemente a los mecanismos económicos y a la persuasión ideológica como resortes de dominación. En la medida en que el capitalismo se consolide, la burguesía tratará, por un lado, de asumir el monopolio absoluto del poder político y, por otro, de afirmar su hegemonía sobre la clase obrera y demás sectores sociales.
La economía política —que emerge como ciencia con William Petty, en Inglaterra, y Boisguillebert, en Francia, a fines del siglo XVII— cumplirá esa doble tarea. La burguesía se valdrá de ella para atacar a la vieja clase terrateniente, que mantenía su presencia en el Estado, empezando por proclamar el carácter parasitario de ésta, al sostener, con los fisiócratas, que la tierra es la única fuente de riqueza. El creciente predominio de la industria, a partir del último tercio del siglo XVIII, la llevará luego, con Adam Smith y David Ricardo, a postular al trabajo como el factor determinante en la de creación de riqueza.
Sin embargo, progresivamente, la economía política irá siendo arrancada de las manos de la burguesía hasta llegar a convertirse en una crítica del capitalismo, vale decir, del sistema que consagra la dominación burguesa. Partiendo de la valorización teórica del trabajo y acompañando el proceso de desarrollo y organización del proletariado, intelectuales como Sismondi, en Francia, y Owen, Thompson y Bray, en Inglaterra, procederán a abrir grietas en la economía política burguesa. Marx se encargará de asestarle el golpe final, con su obra principal: El Capital, subtitulada justamente “crítica de la economía política”.
La sociología se planteará, hacia la tercera década del siglo XIX, como reacción a ese proceso. Tildando a la economía política de “ideología”, se preocupará de oscurecer ciertos aspectos de la realidad y centrar el análisis en la dinámica social, desconociendo en lo posible los procesos materiales concretos en que esta se basa. Su fundador, Auguste Comte, aunque sin deslindar todavía enteramente sociología y filosofía, proclamará al orden social burgués como el orden en sí, un organismo perfectible pero inmutable, expresión definitiva de lo normal, contra el cual toda acción contraria sería indicativa de una desviación, es decir, una manifestación de tipo patológico.
Profundizando en esa dirección, Émile Durkheim tomará a ese orden como el objeto en sí de la sociología y la dotará de un método particular, completando así su constitución como ciencia especial. La investigación sociológica deberá fundarse esencialmente en la observación empírica de los fenómenos sociales, tomados en tanto que cosas, cuya frecuencia determina su carácter normal o patológico. Con ello, se descarta a la revolución, que pasa a la categoría de enfermedad social. Posteriormente, bajo la influencia de Darwin, Herbert Spencer enfatizará en la nueva disciplina las nociones de evolución y selección natural, que consagran la tesis de la supervivencia de los más aptos, proporcionando a la competencia capitalista la justificativa que ella requería.1
El pensamiento social latinoamericano
La sociología así constituida llega a América Latina en la segunda mitad del siglo XIX. Para entonces, esta había promovido ya su independencia respecto a las metrópolis ibéricas y se empeñaba en la formación de sus Estados nacionales. Bajo la dominación colonial, la región no había estado en condiciones de producir ideas propias: las importaba hechas de la metrópoli, ya sea absorbiendo las que le aportaban los intelectuales que de allá provenían, ya sea enviando a sus hombres cultos, sus letrados, para que se adueñaran de ellas. Esto no cambia mucho en el primer siglo de vida independiente.
En efecto, insertándose progresivamente en la división internacional del trabajo que la revolución industrial propiciara, las nuevas naciones latinoamericanas se dedicarán a producir bienes primarios —materias primas y alimentos— para la exportación, al tiempo que importan desde los centros avanzados las manufacturas que necesitan para su consumo. La ciencia y la tecnología implícitas en el proceso de producción industrial quedaban fuera de su alcance, del mismo modo que la filosofía y las ciencias sociales que estudiaban sus fundamentos y sus resultados. Se consumían ideas como se consumían telas, rieles y locomotoras. En las sociedades dependientes de América Latina, ser culto significaba estar al día con las novedades intelectuales que se producían en Europa. La estatura de nuestros pensadores se medía por su erudición respecto a las corrientes europeas de pensamiento y a la elegancia con que aplicaban las ideas importadas a nuestra realidad.
Ese pensamiento imitativo y reflejo 2 derivaba de las condiciones materiales en que se reproducían nuestras sociedades, pero se ajustaba perfectamente a las necesidades de nuestras clases dominantes. Así fue como abrazaron al liberalismo, dado que éste les proporcionaba la justificación adecuada al ciclo de reproducción del capital que constituía la base de su propia reproducción como clase: constituidas por terratenientes y comerciantes, esas oligarquías encontraban en el intercambio de materias primas por manufacturas su razón de ser económica. De allí a admitir el carácter necesario de la forma que asumía entonces la división internacional del trabajo y a proclamar como natural la vocación agraria de nuestros países no habría sino un paso.
En el plano político, sin embargo, el liberalismo se adaptaba mal al carácter de la organización nacional. Esencialmente oligárquico, el sistema de dominación excluía a la mayor parte de la población; paralelamente, expresando la dominación de oligarquías más poderosas sobre las demás, cristalizaba en un Estado altamente centralizado. De Argentina a México, el régimen político, una vez estabilizado, no diferiría mucho. El constitucionalismo portaliano chileno de los años treinta no era esencialmente distinto al Estado porfirista mexicano del último cuartel del siglo, y ambos tenían mucho en común con la monarquía brasileña, pese a la base esclavista en que ésta se apoyaba. El mayor o menor desarrollo económico favorecería, aquí y allí, cierta diversificación social e introduciría grados variables de flexibilización en la vida política, sin poner en jaque su carácter oligárquico.
Sin embargo, los intelectuales nativos no podían dejar de observar las diferencias que ese tipo de organización social presentaba respecto a las sociedades europeas, así como a la estadounidense, y de experimentar por ello cierta angustia. Pero, intelectuales orgánicos de la oligarquía, más que de entender, se preocuparán de justificar el orden de cosas del cual ellos también se beneficiaban. El positivismo, con sus nociones de ciencia, evolución y patología social, así como el injerto racista que no tardó en recibir, les proporcionó el instrumento que necesitaban.
En efecto, esos países, a vueltas con una significativa población indígena o negra, no hesitarían en achacar al mestizaje los males de su retraso social, político y cultural, llegando a hacerlo, a veces, de manera extremadamente brutal. “Impuros ambos —decía Bunge, refiriéndose por igual a mestizos y mulatos—, ambos atávicamente anticristianos, son como las dos cabezas de la hidra fabulosa que rodea, aprieta y estrangula, entre su espiral gigantesca, una hermosa y pálida virgen: ¡Hispano-América!”.3
El remedio propuesto para hacer frente al problema variaba. Habrá los que, como Ingenieros, se montan en un pragmatismo cínico para afirmar: “Cuanto se haga en pro de las razas inferiores es anticientífico, a lo sumo se les podría proteger para que se extingan agradablemente, facilitando la adaptación provisional de los que por excepción pueden hacerlo” 4. Otros, aunque sin ocultar su desprecio y hasta su odio por los excluidos, se inclinarán hacia la autoflagelación, puniéndose por cargar con esa maldición, ese pecado original de pertenecer a naciones mestizas. No sorprende que, en la literatura de la época, abunden títulos como Manual de patología política (1899), del argentino Agustín Alvarez; El continente enfermo (1899), del venezolano César Zumeta; Enfermedades sociales (1905), del argentino Manuel Ugarte, y Pueblo enfermo (1909), del boliviano Alcides Arguedas.
Respuesta menos desesperada es la que plantea a la educación como instrumento capaz de rescatar a la nación y acceder a la cultura, como lo hizo Lastarria en Chile, Rodó en Uruguay —dando origen a una corriente culturalista más optimista en toda la región, el arielismo—, Justo Sierra y Antonio Caso en México. O la que ve en la inyección de sangre blanca, vale decir la inmigración europea, la posibilidad de superación de la inferioridad congénita de nuestras naciones. Esta tesis, que encontramos ya a mediados del siglo en Alberdi o Sarmiento 5 , desaguará en la exaltación del mestizaje, expresándose en versiones ya de derecha, como la del brasileño Raimundo Nina Rodrigues y su tesis relativa al “blanqueamiento” de la raza, ya de izquierda, como la del mexicano José Vasconcelos y su concepto de “raza cósmica”.
Contados son, empero, los autores que tratan de descubrir en la población misma cualidades y recursos merecedores de admiración y precursores de un futuro mejor para nuestros países. Es, por ejemplo, el caso de Manuel González Prada, quien rechaza con energía la noción de “raza inferior” aplicada al indio peruano, destacando sus potencialidades (línea que retomará sobre todo Mariátegui). Es también el de Euclides Da Cunha, quien, en su estudio sobre la rebelión de Canudos, en el noreste brasileño, en el viraje del siglo, parte del análisis de las condiciones geofísicas hostiles del sertón para destacar la notable capacidad de adaptación de sus habitantes, es decir, los mestizos y mulatos tan despreciados por Bunge: “el sertanejo es antes que nada un fuerte”.
Menos aún serán los pensadores, que desechan, de partida, a la ideología racista en la reflexión sobre sus países. Así, Alberto Torres, en su libro El problema nacional (1914), buscará la explicación de las especificidades brasileñas en la historia, las estructuras políticas y la cultura nacional, antes que en la sangre o el color de la piel. Y José Martí, con el idealismo y entereza que lo caracterizan, afirmará sin rodeos: “No hay razas: hay sólo modificaciones del hombre”.6
La institucionalización de la sociología
Los años 20 implican, para América Latina, cambios en todos los planos de la vida social. Enmarcados en el contexto de la prolongada crisis capitalista, que desorganiza el mercado mundial basado en la división simple del trabajo y que acabará por conducir a la guerra de 1939-1945, ábrense en nuestros países espacios para que comience un proceso de industrialización, cuya contrapartida es la creación del mercado interno, el cual impacta a la diferenciación de las clases y la toma de conciencia por éstas de sus intereses. Los movimientos de clase media y de la clase obrera impondrán nuevas alianzas sociopolíticas, radicalizando las contradicciones entre la oligarquía agrario-comercial y la burguesía industrial y llevando, en la mayoría de los casos, a nuevos tipos de Estado, basados en el nacionalismo y en pactos sociales menos excluyentes. 7
Paralelamente, se intensifican las relaciones comerciales y políticas entre los países de la región, soporte necesario para un concepto autónomo de latinoamericanismo. Hasta entonces, la idea de Latinoamérica se había esbozado desde Europa, en tanto que simplificación apta para un esquematismo ignorante, tanto por parte de los sectores dirigentes como de la izquierda. No por acaso la Internacional Comunista, al plantearse la cuestión colonial, eludirá el estudio particular de nuestros países y preferirá abordarlos como integrantes de lo que llama de “China del extremo occidente”. En otra perspectiva, la concepción del subcontinente como una verdadera región se formulará, desde Washington, en el marco de una política expansionista, inspirada en doctrinas como el pangermanismo o el paneslavismo, entonces en boga.8
Pero esto va a cambiar. Valiéndose en buena medida del marxismo, aunque no sólo de él, los intelectuales latinoamericanos tratarán de establecer sobre bases firmes una tradición original e independiente en la teorización de la región. Luego, se irá a la institucionalización de las ciencias sociales, en particular la sociología y la economía. En relación a la primera, ello corresponde a la emancipación de la disciplina, hasta entonces enmarcada en cátedras impartidas en los cursos de filosofía y de derecho. El primer paso lo da Brasil, con la creación de la Escuela Libre de Sociología y Política de Sao Paulo, en 1933. Para 1950, ese proceso se extiende a la mayoría de los países de la región, superando definitivamente la fase que Germani llama de “pensamiento pre-sociológico”.9
A partir de entonces, empiezan a producirse trabajos de alta calidad teórica y metodológica —de autores como, entre muchos otros, Florestan Fernandes, Gino Germani, Alberto Guerreiro Ramos, Pablo González Casanova— que marcan la madurez de nuestra teoría social. Paralelamente, en la economía, se registran los notables aportes que harán los pensadores de la CEPAL y, luego, con carácter más interdisciplinario, los de la teoría de la dependencia.
La difícil gestación de una ciencia social crítica, centrada en la problemática de nuestras estructuras económicas, sociales, políticas e ideológicas, había finalmente concluido. A partir de allí, la producción teórica latinoamericana va a impactar, por su riqueza y originalidad, a los grandes centros productores de cultura, en Europa y Estados Unidos, revirtiendo el sentido del flujo de las ideas que había prevalecido en el pasado. Nuevas y ricas corrientes de pensamiento surgirán luego sobre ese suelo abonado, abriendo amplias perspectivas para la comprensión integral de nuestra realidad.
Problemas y perspectivas
Más de medio siglo de desarrollo de la sociología nos ha permitido crear en América Latina información y metodologías de investigación que, aunadas a una considerable masa crítica, nos permite hablar de una sociología latinoamericana. Las jóvenes generaciones cuentan hoy con un valioso instrumento para hacer frente a los problemas que la vida nos está planteando. La recuperación, actualización y profundización de esa tradición teórica las ponen en condiciones de interpretar este mundo nuevo y, más que eso, transformarlo.
Pero no todo son flores. La sociología, como disciplina científica, se ha ido especializando de manera creciente, para dar lugar a la sociología política, del desarrollo, de la cultura, del trabajo, de la información y muchas otras. Si esa especialización contribuye a adecuar y refinar el instrumental teórico-metodológico que se aplica al objeto de estudio, conlleva también el peligro de la pérdida de visión de la sociedad como totalidad y de la estrecha interconexión que caracteriza a los fenómenos sociales. Se hace por ello necesario una sólida formación de base en la disciplina, antes de pasar a profundizar en las ramas particulares que de ella se derivan.
En la misma línea de razonamiento, y en sentido inverso a las razones que dieron origen a la sociología, es necesario restablecer sus vínculos con las demás ciencias sociales, en particular con la economía y la ciencia política. La formación de los jóvenes sociólogos debe necesariamente tomar en cuenta que lo que la sociedad presenta no son sino dimensiones de análisis, cuyo estudio admite hasta cierto punto la existencia de ciencias especiales, como lo es la sociología, sin que ello implique perder de vista la necesidad de aspirar a una ciencia social total. El trabajo interdisciplinario atiende, en cierta medida, a esa exigencia, pero no ataca la raíz del problema. Se impone, en la formación sociológica básica, recurrir a la filosofía y a la historia para asegurar de partida esa visión totalizadora, antes de enveredar por el camino de la especialización.
Queda por señalar que el sociólogo, por su campo mismo de trabajo, no puede dejar de asumir un compromiso con la sociedad: el de estudiarla para proponerle metas e instrumentos capaces de hacerla mejor y más feliz. Ello le plantea negarse a ser un mero agente de los grupos que someten las mayorías a la explotación y la opresión, para asumir decididamente el partido de esas mayorías.
Hacerlo implica comprometerse con un desarrollo económico orientado a satisfacer las necesidades materiales y espirituales de nuestros pueblos, y a la democracia, en tanto que régimen capaz de asegurarles la realización plena de su humanidad. La humanidad, decía Max Scheller, no es un punto de partida, sino de llegada. Sólo el esfuerzo solidario, la búsqueda permanente de valores realmente sociales, susceptibles de ser compartidos por todos, y la lucha sin tregua contra la desigualdad y la injusticia nos permitirá finalmente alcanzarla.
La sociología no podría encontrar una razón de ser más válida ni los jóvenes que se dediquen a ella una tarea más noble.
Ruy Mauro Marini
Notas
1 Cfr. mi ensayo “Razón y sinrazón de la sociología marxista”, en Bagú, S., y otros, Teoría marxista de las clases sociales, México, UAM-Iztapalapa, 1983, pp. 7-22.
2 El concepto de pensamiento reflejo fue formulado por Guerreiro Ramos, A., y desarrollado sobre todo en A redução sociológica, Río de Janeiro, Instituto Superior de Estudios Brasileños, 1958. En un trabajo anterior, ese autor señalaba: “…la historia de las ideas y actitudes de los países colonizados refleja siempre los periodos por los que ellas pasan en los países colonizadores.” El proceso de la sociología en Brasil (Esquema para una historia de las ideas), Río de Janeiro, sin editor, 1953, p. 11.
3 Bunge, C. O., Nuestra América. Ensayo de psicología social (1903), cit. por Stabb, M. S., América Latina en busca de una identidad. Modelos del ensayo ideológico hispanoamericano, 1890-1960, Caracas, Monte Ávila, 1969, p. 28.
4 Ingenieros, J., Crónicas de viaje (1919), cit. por Stabb, op. cit., p. 50.
5 Así, en Argirópolis, Sarmiento afirmaba: “La emigración del exceso de población de unas naciones viejas a las nuevas, hace el efecto del vapor aplicado a la industria: centuplicar las fuerzas y producir en un día el trabajo de un siglo. Así se han engrandecido y poblado los Estados Unidos, así como hemos de engrandecernos nosotros…”, añadiendo: “El norteamericano es… el anglosajón exento de toda mezcla con razas inferiores en energía”. Cit. por Zea, L., El pensamiento latinoamericano, Barcelona, Ariel, 1976 (1a. ed., 1965), pp. 146-148.
6 Martí, J., “La verdad sobre Estados Unidos”, cit. por Stabb, op. cit., p. 53.
7 La Revolución mexicana de 1910 representa una excepción, por la importancia que tiene allí el campesinado, no así por la participación de las clases medias. Sus frutos se verán, de hecho, en las dos décadas siguientes.
8 Cfr. el capítulo IV de mi libro América Latina: democracia e integración, Caracas, Nueva Sociedad, 1993.
9 Germani, G., La sociología latinoamericana. Problemas y perspectivas, Buenos Aires, EUDEBA, 1964, pp. 19 ss.