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Las raíces del pensamiento latinoamericano

UNAH

Fuente: Archivo de Ruy Mauro Marini. Véase también La sociología latinoamericana: origen y perspectivas (ponencia, 1994).


El pensamiento social, es decir, la reflexión de una sociedad sobre sí misma surge con las sociedades de clases, pero sólo se plantea allí donde un grupo o una clase experimenta la necesidad de promover o justificar su dominación sobre otros grupos y clases. Puede tratarse de una construcción ideal, como La República de Platón, donde se identifican los segmentos que forman la sociedad y se busca articularlos armónicamente en un sistema corporativo, o de una investigación comparada, como la Política de Aristóteles, donde se toman a las clases y su interacción como eje del análisis, en la perspectiva del equilibrio y la armonía social. En cualquier caso, la teorización va encaminada a asegurar o transformar un orden de cosas determinado, a partir de un punto de vista de clase.

Cuando se trata de sociedades que se basan en una organización económica relativamente simple y en que la diferenciación social es aún incipiente, el pensamiento social tiende a justificar el orden existente recurriendo a factores externos, que impondrían ese orden como algo necesario; esos factores pueden ser de naturaleza divina, sobrenatural, o se refieren a diferencias naturales o culturales evidentes, como las de carácter racial y religioso. Los regímenes teocráticos, correspondientes al llamado modo de producción asiático, la sociedad medieval europea y, en cualquier lugar y en cualquier tiempo, las sociedades basadas en la esclavitud son pródigos en ejemplos en este sentido. No por acaso la prerrogativa de la humanidad se planteó como un problema para la iglesia católica, respecto a los indios y negros esclavizados en América.

Capitalismo y sociología

A medida que el sistema económico se vuelve más complejo y que la sociedad favorece el despliegue y la contraposición de intereses de clase, el pensamiento social se vuelve contradictorio, propiciando el surgimiento de corrientes divergentes. Es así como el capitalismo, desde el momento en que engendra en su seno el desarrollo industrial y avanza hacia su madurez, impulsa a la clase que lo dirige a plantear con fuerza creciente sus propósitos y reivindicaciones en el plano teórico e ideológico. La burguesía lo hará, primero, en contra de la clase dominante: la aristocracia terrateniente. Para ello, comienza, con los fisiócratas, por denunciar el carácter parasitario de esa clase (sólo la tierra crea valor); sigue, con Adam Smith y Boisguillebert, afirmando que el trabajo es la fuente por excelencia de la riqueza; y llega, con Ricardo, a identificar al capital (incluido en él al trabajo y la tierra) como origen único del valor.1

La burguesía deberá pagar el precio de la radicalidad de su crítica al orden feudal. En un proceso que empieza con los ideólogos cooperativistas y los teóricos neoricardianos, así como los socialistas franceses, como Sismondi y Saint-Simon, la economía política se vuelve contra el propio capitalismo, para plantearse, con Marx, como crítica de sí misma y expresión revolucionaria de los intereses de clase del proletariado. No le quedará al pensamiento burgués sino renunciar a la economía política.

Para ello, tratará de construir una ciencia que excluya a la economía como factor explicativo del orden social. Cabrá a Comte, al crear la sociología, negar a esa ciencia cualquier carácter científico y proclamar al orden social (burgués) como el orden en sí, un organismo perfectible pero inmutable, expresión definitiva de lo normal, contra el cual toda acción contraria es indicativa de una desviación, es decir, una manifestación de tipo patológico. Durkheim seguirá sus pasos, al tratar de fundamentar el estudio de la sociedad esencialmente en la observación empírica de los fenómenos sociales, tomados en tanto que cosas, cuya frecuencia determina su carácter normal o patológico. Ello descarta a la revolución, que pasa a la categoría de enfermedad social; bajo la influencia de Darwin, Spencer enfatizará en la nueva disciplina las nociones de evolución y selección natural, que consagran la tesis de la supervivencia de los más aptos, proporcionando a la expansión capitalista mundial la justificativa que ella requería.2

Más adelante, serán los mismos economistas quienes abjurarán de la economía política, que priorizaba los problemas de la producción y la distribución, para centrarse, con Marshall y la escuela neoclásica, en el estudio del mercado, en tanto que elemento rector de la actividad económica. El mercado, como señala Marx, es el paraíso de los derechos del hombre, desvinculado de su clase y tomado en tanto que individuo aislado. Allí, se oscurecen las relaciones de explotación y la desigualdad entre los que poseen los medios de producción y los que no poseen sino su fuerza de trabajo.3

Vista desde la perspectiva del mercado, la sociedad representa un conjunto de individuos libres e iguales ante la ley, que actúan movidos por su interés personal, egoísta, subordinados tan sólo al movimiento objetivo de las cosas, el cual se expresa en leyes como las de oferta y demanda. La investigación de los procesos y regularidades que caracterizan un dado sistema económico, objeto de estudio de la economía política, se convierte así en la exaltación apologética de las leyes ciegas del mercado. El liberalismo, expresión doctrinaria de esa nueva postura, alcanza entonces su plenitud, en el momento mismo en que Inglaterra se afirma como potencia capitalista indiscutible en el plano mundial.

El mercado mundial y los Estados nacionales

Es en este contexto que se forman las naciones de América Latina y que comienza la indagación que estas hacen sobre su propia naturaleza. El orden colonial había sido, en última instancia, un episodio en el proceso de constitución del mercado mundial. Cuando, a raíz de la revolución industrial, este se consolida, favorece la ruptura del orden colonial. Pero no son muchas las alternativas que se abren a la región: ella deberá seguir exportando sus recursos naturales, con un mínimo de elaboración, en cambio de las manufacturas europeas proporcionadas por la importación. A su vez, la conformación de los nuevos países derivará en buena medida de la estructura sociopolítica heredada de la colonia y no se apartará fundamentalmente de la articulación en torno a los centros y subcentros comerciales y administrativos que ella dejara: México, Lima, Buenos Aires, Río de Janeiro, Santiago, Montevideo.

Casi todos son puertos. Cuando no lo son, los nuevos grupos dirigentes se anexan las salidas al mar que necesitan, como Veracruz, o contraen alianzas con los comerciantes que las dominan, como la que da origen al eje Santiago-Valparaíso. Pero su viabilidad nacional está indisolublemente ligada a su capacidad para vincularse de manera dinámica al mercado mundial, mediante exportaciones de bienes que se puede llamar de solventes, es decir, que el mercado requiere.

Se trata por lo general de productos nuevos. Siglos de explotación predatoria han agotado las mercancías tradicionales: los metales preciosos, que sólo aquí y allí conservan aún cierta importancia, o la caña de azúcar. Se necesitará cierto tiempo, dos a tres décadas como mínimo, para que las jóvenes naciones reúnan las condiciones para identificar y ser capaces de producir esos bienes solventes.

Para ello, influye el hecho de que, a vueltas con crisis económicas sucesivas, que van hasta la década de 1830, y absorbida prioritariamente en su expansión por el cercano mercado europeo, la nueva metrópoli: Inglaterra, no podrá conceder demasiada atención a América Latina. No hay que olvidar, tampoco, que sólo a partir de 1830 y en un período relativamente largo, comienza a imponerse la navegación a vapor. Situaciones geográficas particulares, como la de Buenos Aires y sobre todo Chile, permitirán a algunos países aprovechar las coyunturas comerciales que se presentan en Estados Unidos, a raíz de la guerra de secesión y, luego, de la conquista del oeste, utilizando la ruta del Pacífico.

No son éstas, sin embargo, razones absolutamente determinantes para determinar los tiempos y modos de inserción de América Latina en el mercado mundial. Esta depende, en lo fundamental, de la capacidad de los nuevos grupos dirigentes criollos para imponer su hegemonía sobre las oligarquías locales y asegurar su poder sobre un dado territorio, al tiempo que proceden a someter a los sectores no integrados, por lo general indígenas. De hecho, esto, que representa una segunda acumulación originaria, se diferencia de la que tuvo lugar en la colonia, la medida en que se orienta a sentar la base de Estados nacionales.

La creación del Estado, cuya ultima ratio es el monopolio de la fuerza, constituye, pues, condición sine qua non para el surgimiento de naciones aptas a integrarse al mercado mundial, integración que, a su vez, refuerza la tendencia a la centralización del poder político y militar. Los éxitos tempraneros obtenidos por Chile y Brasil en ese sentido comprueban esta asertiva.3

Es así como la alianza entre los terratenientes y la élite administrativa de Santiago con los comerciantes de Valparaíso hará de lo que había sido una zona relativamente marginal, bajo la colonia, y que presentaba, por consiguiente, un débil desarrollo de las oligarquías locales, un Estado que, desde 1833, con la constitución portaliana, afirma su presencia, al tiempo que emprende la conquista de los territorios indios, al sur del país, y lleva la guerra a la confederación formada por Perú y Bolivia. La explotación del cobre, al norte, sin grandes requisitos en materia de inversión y tecnología, cierta vigencia de la plata y la producción de cereales, sumadas a las circunstancias ya referidas que le abrieron el mercado norteamericano, harán de Chile, ya en la década de 1840, una nación estable, próspera y guerrera.

La crisis mundial de 1873 encontrará, empero, al país en medio a grandes dificultades. La explotación fácil del cobre se terminara, la plata era cada vez más escasa, la producción cerealera se mostraba incapaz de competir con la de otras regiones que se incorporaban al mercado, como Argentina, Australia y los mismos Estados Unidos. Perú y Bolivia, países que se habían retrasado en el proceso de formación nacional, se verían forzados a pagar la penuria chilena y, en la guerra del Pacífico de 1879, perderían para ese país extensos territorios salitreros.

Sin embargo, pese a la victoria, Chile inicia entonces una trayectoria que tendrá profundas implicaciones en el futuro: repartiendo mitad a mitad la propiedad y la explotación del salitre con Inglaterra, que lo apoyara en la guerra, el Estado chileno se va convirtiendo, gracias a los derechos de concesión y aduana, en botín de una oligarquía burguesa que olvida su capacidad empresarial y se vuelve cada vez más parasitaria. Cuando, a inicios del siglo XX, la segunda expansión del cobre tenga lugar, se hará sobre la base de los grandes capitales y la tecnología de punta aportados por las compañías norteamericanas, con lo que se completará la transformación del país en una economía de enclave.

Brasil constituye un caso distinto. Las varias etapas económicas por las que pasa en la colonia: los ciclos del azúcar, del oro, del algodón habían constituido oligarquías poderosas, particularmente en el noreste y el centro, a las que se sumaban los estancieros del sur, envueltos en constantes conflictos con sus vecinos platenses. El nuevo país sólo pudo mantener su integridad territorial, al momento de la independencia, en la medida en que esta no fue sino una singular transición: sobre la base de la mantención del régimen imperial y la esclavitud, su primer gobernante fue su antiguo regente (y futuro rey de Portugal), lo que significó que la administración se mantuviera prácticamente en manos de la élite colonial portuguesa durante nueve años.

Los apetitos de poder de las oligarquías llevaron, en 1831, a la abdicación de Pedro I y la instauración de la regencia, que, ejercida por ellas, les permitió dar rienda suelta a sus conflictos de intereses. Durante una década, el país fue sacudido por sublevaciones y movimientos separatistas. Parecía inevitable que se viniera a imponer allí una disgregación similar a la de Hispanoamérica, cuando, en 1840, uniendo fuerzas, las oligarquías del norte y del centro adoptaron dos medidas de gran alcance. Una, el golpe de la mayoridad, facultó al príncipe heredero asumir el poder a los 15 años, proporcionando al Estado un símbolo visible de poder. La otra, la centralización militar, puso en manos del Estado un ejército considerable que, en campañas sucesivas, dio un baño de sangre en el país, el cual pasó a la historia bajo la denominación de “pacificación”.

Para ese entonces, un nuevo ciclo económico empezara a abrirse paso: el del café, que ya en 1830 representaba un tercio de las exportaciones, dirigidas preferencialmente a Estados Unidos, y que no haría sino aumentar su importancia, hasta conferir a Brasil una situación de cuasi monopolio a fines del siglo. Hacia 1850, con la suspensión del tráfico de esclavos, el país normaliza sus relaciones con Inglaterra, hasta entonces conflictivas, lo que le da definitivamente acceso a los mercados europeos y en particular a sus inversiones. La alianza en que se basa el sistema de dominación y que confiere papel destacado a la oligarquía esclavista del noreste, pese a la decadencia de ésta, aplazará hasta 1888 la abolición del trabajo esclavo. Pero, una vez que esta se realiza, hecho que consagra la hegemonía conquistada por la burguesía del centro-sur en el seno de la alianza, se llega, el año siguiente, al reemplazo del imperio por la república, en un parto sin dolor.

Los casos en que la centralización política y militar es más tardía no hacen sino confirmar la importancia decisiva de ésta para asegurar la viabilidad nacional. No hablemos ya de países como Bolivia, en donde los poderes del Estado quedan desperdigados entre Sucre y La Paz, el caudillaje reina, el territorio sigue encogiéndose aún en pleno siglo XX y se pierde incluso la clave del desarrollo exportador: la salida al mar. Hablemos más bien de procesos nacionales finalmente exitosos.

Dilacerada por guerras intestinas y sometida a la injerencia extranjera, en particular de Brasil, Argentina sólo iniciará su despegue económico y político después de la victoria de la burguesía bonaerense en la batalla de Pavón, en 1860. A partir de entonces, empieza el auge cerealero de las provincias del norte, finalmente sometidas a Buenos Aires, al que se sumará el de las exportaciones de carne, a fines de siglo, cuando los ingleses introducen la tecnología de la frigorización en su almacenaje y transporte. Argentina se pone entonces a la cabeza del desarrollo económico latinoamericano y sólo reconoce a Estados Unidos como rival en el continente.

México, por su lado, puesto bajo las presiones e intervenciones norteamericanas, sufre hasta mediados del siglo pérdidas sucesivas de territorio a manos de Estados Unidos, mientras se dilacera en guerras raciales en el norte y en el sur. Los años cincuenta serán escenario de una violenta guerra civil, entablada en torno a la reforma liberal, que sólo concluye en 1861, cuando Juárez conquista la capital. Sin embargo, desde 1864, el país se ve de nuevo sumido en la guerra, ahora contra la ocupación francesa, de la que emerge dividido por el enfrentamiento entre caudillos militares. Será hasta 1875, tras el levantamiento y la victoria de uno de esos caudillos: Porfirio Díaz, que México podrá finalmente darse un orden político estable y asegurar su inserción en el mercado mundial [5], gracias a productos solventes como la plata, el henequén, la caña de azúcar y, más tarde, el petróleo.

Liberalismo y racismo

Cualquier que sea el modo y el momento por los cuales se constituyen las naciones latinoamericanas, la reflexión que sobre ellas mismas tendrá lugar presenta ciertos puntos en común. Desde luego, al asentarse sobre economías exportadoras, que se insertan en una división internacional simple del trabajo: industria versus producción primaria, no hay razones de peso para que se rechace el liberalismo. Lo que podría parecer la adopción de políticas proteccionistas, como la Tarifa Alves Branco, con que Brasil, en la década de 1840, impuso pesados gravámenes a la importación y que dio lugar a cierto desarrollo industrial, no puede entenderse fuera de su contexto. Primero, la difícil relación con Inglaterra, antes de la supresión del tráfico negrero, que sugería medidas de retaliación. Segundo, y más importante, la penuria del Estado, que no se podía paliar con el recurso a créditos externos, por el carácter mismo de las relaciones con la metrópoli.

Esta es, en efecto, una norma en la política tributaria característica de la economía exportadora, en donde la clase dominante políticamente lo es también económicamente: se gravan las importaciones, no las exportaciones. Las razones son obvias: el impuesto a la exportación desagrada al centro capitalista tanto como el que recae sobre la importación, una vez que si el segundo puede significar limitación a sus ventas, el primero implica elevar el precio de sus compras. En la disyuntiva, la economía exportadora optará siempre por este último, sea porque tributar las exportaciones sería tributar a la clase dominante, a cuyo servicio está el Estado, sea porque, en condiciones de competencia, se desmejoraría la posición del producto en el mercado. Señalemos que, en el caso de las economías de enclave, la lógica tributaria es inversa: la clase dominante, cuyos ingresos provienen sustancialmente de los tributos a la exportación recaudados por el Estado y se gastan prioritariamente en importaciones, tiene interés en que los primeros se eleven y que la carga impositiva referente a estas últimas se reduzca.

Desde luego, tener interés y ser capaz para hacerlo son cosas diferentes. Entre las economías de enclave latinoamericanas, sólo en Chile tenía el Estado la fuerza para proceder de esa manera y, aún así, en situaciones normales, dado que, en caso de crisis económica, la demanda y los precios se desplomaban, cancelando esa posibilidad. Sin embargo, Chile no lo hizo. Bien al contrario, bajo la inspiración del economista francés Gustavo Courcelle-Seneuil, quien, en su calidad de consultor técnico del Ministerio de Hacienda, orientó la política económica del país durante siete años (1855-1863), se adoptó la más amplia libertad de comercio y se consagró incluso la libre emisión de moneda por los bancos nacionales y extranjeros, práctica que se mantuvo hasta fines del siglo, cuando el Estado se reservó el derecho de emisión.6

Como quiera que sea, más allá de la determinación económica, el liberalismo se impuso como la doctrina por excelencia del Estado latinoamericano y con más fuerza aún tras la emergencia de la escuela neoclásica, que retomó de Ricardo la teoría de las ventajas comparativas. Ello tenía una implicación que, trascendiendo lo económico, moldeaba la conciencia de las naciones de la región: siendo bueno y natural que hubiera economías industriales y economías primarias (agrarias o mineras), y resultando ello en beneficio y privilegio para la clase dominante, esta no vacila en proclamar la vocación agraria de América Latina, asumiendo como destino histórico lo que no era sino el fruto de la división del trabajo.

En esta perspectiva, la causa de la diversidad claramente constatable entre los centros europeos y los jóvenes países latinoamericanos en materia de desarrollo político, social y cultural no habría que buscarse en la naturaleza de nuestras estructuras productivas ni en el carácter de nuestras relaciones con el exterior. Desde luego, la clase dominante criolla no se considera responsable de ello: “Podríamos definir la América civilizada diciendo que es la Europa establecida en América. Nosotros, los que nos llamamos americanos, no somos otra cosa que europeos nacidos en América”, afirma orgullosamente el argentino Juan Bautista Alberdi. Analizando la Argentina de entonces, en su Facundo, Sarmiento precisará mejor lo que hay que entender por “América civilizada”: “El siglo XIX y el siglo XII viven juntos: el uno dentro de las ciudades, el otro en las campiñas.” Sarmiento llamará a uno civilización, al otro barbarie.7

El pasado nos había acostumbrado a depender de Europa para reflexionar sobre nuestra realidad. La colonia no tenía quien ni porqué pensar: la metrópoli lo hacía por ella. Lo máximo a que podía aspirar era formar sus letrados, sus hombres cultos, en la metrópoli, según los patrones culturales allí imperantes. La Independencia, con la consiguiente inserción en la división internacional del trabajo y la formación de los Estados nacionales, nos obliga a un esfuerzo para el que no estábamos preparados. Carecíamos, para ello, de resortes propios: escuelas, universidades, tradición cultural, así como de industrias y tecnología para asegurar la reproducción de nuestra economía. En otros términos, no poseíamos las condiciones materiales y espirituales para crear un pensamiento original. En esas condiciones, lo que harán nuestros países es importar los productos acabados del pensamiento europeo, del mismo modo como importábamos las manufacturas y hasta los hombres necesarios a la reproducción de nuestra base económica. El liberalismo nos decía que ello debía ser así y lo creíamos. Faltaba, entonces, la justificación de porqué nuestras sociedades, nuestros Estados, nuestra cultura diferían tanto de sus congéneres europeos. Independientemente de la penetración entre nosotros del idealismo, el positivismo, el darwinismo social y el mismo socialismo, los ideólogos de nuestras clases dominantes acabaron por inclinarse hacia el único factor que, de verdad, parecía explicar esas diferencias: la raza. Explicación tanto más conveniente cuanto que nuestros criollos, por mezclados que fueran, habían excluido de la vida política al grueso de la población, ésta sí confesadamente mestiza.

La adopción del liberalismo político, con la introducción de la división de poderes del Estado, la creación de sistemas representativos y la implantación de partidos políticos se imponen en los países de mayor desarrollo relativo, a medida que se estructuraba el poder nacional, coexistiendo sin problemas con regímenes políticos estrictamente oligárquicos. La mejor prueba la proporciona el Brasil monárquico, con su base esclavista y el parlamentarismo de fancaria [ordinario y mal hecho] que lo caracterizan, en las últimas décadas del siglo XIX.

En realidad, se estaba en presencia de Estados excluyentes y represivos, que marginaban de la vida política al grueso de la población. La ignorancia, el retraso, la barbarie, en fin, eran, a los ojos de la oligarquía los atributos del pueblo. Los más bondadosos se preocuparán de esa situación y verán en la educación el medio de rescatar a las masas de la degradación en que estaban sumidas. “No separemos de nosotros al pueblo más de lo separado que se encuentra —exclamaba Bilbao. Eduquémoslo en la teoría de la individualidad, del derecho y de honor” 8. Pero la gran mayoría verá a esa distancia social como un hecho sin posibilidad de superación, dado el pecado original propio del pueblo: su raza.

Desde 1840 hasta la primera década del siglo XX, el enfoque racista dominará el pensamiento social latinoamericano. Quizá sólo en Brasil, donde la colonización había ya cumplido la tarea de diezmar en gran escala los grupos autóctonos y sentar las bases de la economía sobre la esclavitud africana, el racismo no llegaba a constituir un problema. Los negros estaban, por su propia condición, excluidos de la sociedad civil, esto es, no podían ser ciudadanos, mientras que los indígenas, pocos y dispersos, eran considerados, casi con benevolencia, como menores de edad y, como tal, igualmente privados del derecho de ciudadanía. El carácter salvaje del capitalismo brasileño contemporáneo no puede ser entendido, si hacemos abstracción de esa realidad histórica.

Sin embargo, a medida que, tras la abolición de la esclavitud y el incremento de la inmigración europea, hacia la década de 1880, se agudiza la cuestión racial, el problema quedará planteado en Brasil en términos similares al de Hispanoamérica. Ello tal vez contribuya a explicar el desarrollo temprano de la sociología moderna en el país, que empieza en los años 20 para culminar con la creación del primer centro latinoamericano especializado en la materia: la Escuela Libre de Sociología y Política, fundada en Sao Paulo, en 1933. Hasta entonces, la sociología se impartía en las universidades de la región como cátedra en los cursos de derecho y, más tarde, de filosofía, permitiendo a Germani hablar de un “pensamiento presociológico”.9

La solución brasileña sólo difiere por su sofisticación teórica y metodológica respecto a la que el pensamiento social hispanoamericano venía planteando desde mediados del siglo pasado. En efecto, esos países, a vueltas en su mayoría con una significativa población indígena, no habían dudado en achacar al mestizaje los males de su retraso social, político y cultural, a veces de manera extremadamente brutal. “Impuros ambos —decía Bunge, refiriéndose por igual a mestizos y mulatos—, ambos atávicamente anticristianos, son como las dos cabezas de la hidra fabulosa que rodea, aprieta y estrangula, entre su espiral gigantesca, una hermosa y pálida virgen: ¡Hispano-América!”.10

Los remedios que propone la clase dominante criolla para hacer frente al problema varían. Hay los que, como Ingenieros, se montan en un pragmatismo cínico para afirmar: “Cuanto se haga en pro de las razas inferiores es anticientífico, a lo sumo se les podría proteger para que se extingan agradablemente, facilitando la adaptación provisional de los que por excepción pueden hacerlo” 11. Otros, aunque sin ocultar su desprecio y hasta su odio por los excluidos, se inclinan más hacia la autoflagelación, por cargar con esa maldición, ese pecado original de pertenecer a naciones mestizas. No sorprende que, en la literatura de la época, abunden títulos como Manual de patología política (1899), del argentino Agustín Alvarez; El continente enfermo (1899), del venezolano César Zumeta; Enfermedades sociales (1905), del argentino Manuel Ugarte, y Pueblo enfermo (1909), del boliviano Alcides Arguedas.

Respuesta menos desesperada es la que plantea a la educación como instrumento capaz de rescatar a la nación y edificar una nueva cultura, como lo hizo Lastarria en Chile, Rodó en Uruguay —dando origen a una corriente culturalista más optimista en toda la región, el arielismo—, Justo Sierra y Antonio Caso en México 12. O la que ve en la inyección de sangre blanca, vale decir la inmigración europea, la posibilidad de superación de la inferioridad congénita de nuestras naciones. Esta tesis, que encontramos ya a mediados del siglo en Alberdi o Sarmiento 13, desaguará en la exaltación del mestizaje, en versiones ya de derecha, como la del brasileño Raimundo Nina Rodrigues y su tesis relativa al “blanqueamiento” de la raza, ya de izquierda, como la del mexicano José Vasconcelos y su concepto de “raza cósmica”.

Contados son, empero, los autores que tratan de descubrir en la población misma cualidades y recursos merecedores de admiración y precursores de un futuro mejor para nuestros países. Es, por ejemplo, el caso de Manuel González Prada, quien rechaza con energía la noción de “raza inferior” aplicada al indio peruano, destacando sus potencialidades (línea que retomará sobre todo Mariátegui). Es también el de Euclides Da Cunha, quien, en su apasionante estudio sobre la rebelión de Canudos, en el noreste brasileño, en el viraje del siglo, parte del análisis de las condiciones geofísicas hostiles del sertón para destacar la notable capacidad de adaptación de sus habitantes, esencialmente mestizos: “el sertanejo es antes que nada un fuerte”.

Menos aún serán los pensadores, que desechan, de partida, a la ideología racista en la reflexión sobre sus países. Así, Alberto Torres, en su libro El problema nacional (1914), buscará la explicación de las especificidades brasileñas en la historia, las estructuras políticas y la cultura nacional, antes que en la sangre o el color de la piel. Y José Martí, con el idealismo y entereza que lo caracterizan, afirmará sin rodeos: “No hay razas: hay sólo modificaciones del hombre”.14

Hacia una teoría social latinoamericana

Los años 20 implican, para América Latina, cambios en todos los planos de la vida social. Enmarcados en el contexto de la prolongada crisis capitalista, que desorganiza el mercado mundial basado en la división simple del trabajo y que acabará por conducir a la guerra de 1939-1945, ábrense espacios para que comience un proceso de industrialización, cuya contrapartida es la creación del mercado interno, con su impacto en la diferenciación de las clases y la toma de conciencia por éstas de sus intereses. Los movimientos de clase media y de la clase obrera impondrán nuevas alianzas sociopolíticas, radicalizando las contradicciones entre la oligarquía agrario-comercial y la burguesía industrial y llevando, en la mayoría de los países, a nuevos tipos de Estado, basados en el nacionalismo y en pactos sociales menos excluyentes.15

Paralelamente, se intensifican las relaciones comerciales y políticas entre los países de la región, soporte necesario para un concepto autónomo de latinoamericanismo. Hasta entonces, la idea de Latinoamérica se había esbozado desde Europa, en tanto que simplificación apta para el esquematismo ignorante, tanto por los gobiernos como por la izquierda; no por acaso la Internacional Comunista, al plantearse la cuestión colonial, eludirá el estudio particular de nuestros países y preferirá abordarlos como integrantes de lo que llama de “China del extremo occidente”. En otra perspectiva, la concepción del subcontinente como una verdadera región se formulara, desde Washington, en el marco de una política expansionista, inspirada en doctrinas como el pangermanismo o el paneslavismo, entonces en boga.16

Pero esto va a cambiar. Valiéndose en buena medida del marxismo, aunque no sólo de él, y empezando con interpretaciones y propuestas de carácter regional, como en Ramiro Guerra, o continental, como en Haya de la Torre, así como con la generalización de aportes originales que trataban de explicar situaciones nacionales, como los de Mariátegui, Latinoamérica se ocupará luego de la reconstrucción de su historia, llegando a producir estudios como los Caio Prado Junior, Sergio Bagú, Julio Cesar Jobet y los autores que se esfuerzan por comprender la Revolución mexicana, los cuales establecen sobre bases firmes una tradición original e independiente en la teorización de la región. La institucionalización paralela de las ciencias sociales: la sociología, la economía y la historia, aunada a los avances del marxismo, proporcionarán, a partir de los años 50, trabajos de alta calidad teórica y metodológica. Obras como las que producen Silvio Frondizi, Pablo González Casanova, Leopoldo Zea y José Revueltas, entre otros, marcan la madurez de nuestra teoría social y culminan con los aportes que harán los pensadores de la CEPAL y, luego, de la teoría de la dependencia.

La difícil gestación de una teoría social crítica, centrada en la problemática de nuestras estructuras económicas, sociales, políticas e ideológicas, había finalmente concluido. A partir de allí, la producción teórica latinoamericana va a impactar, por su riqueza y su originalidad, a los grandes centros productores de cultura, en Europa y Estados Unidos, revirtiendo el sentido de las corrientes de pensamiento que habían prevalecido en el pasado. Por otra parte, nuevas y ricas corrientes de pensamiento surgirán sobre ese suelo abonado, abriendo amplias perspectivas para la comprensión integral de nuestra realidad.

Así, las nuevas generaciones cuentan hoy con un valioso instrumental para hacer frente a los nuevos problemas que la vida nos ha planteado. La recuperación, actualización y profundización de esa tradición teórica las ponen en condiciones de interpretar este mundo nuevo y, más que eso, transformarlo, apuntando a una economía centrada en las necesidades de nuestros pueblos, a una democracia plena y participativa, a la superación de los prejuicios y exclusiones basados en factores étnicos y culturales, a la construcción de una América Latina integrada y solidaria.

La historia, dijo Marx, sólo plantea problemas que puede resolver. La autonomía teórica que hemos alcanzado nos permite confiar en que sabremos dar respuesta al gran reto que se nos ha deparado.

Ruy Mauro Marini

Notas

  1. Cfr. mi ensayo “Razón y sinrazón de la sociología marxista”, en Bagú, S., y otros, Teoría marxista de las clases sociales, México, UAM-Iztapalapa, 1983, pp. 7-22.
  2. Ibídem.
  3. Cfr. Marx, K., El Capital, México, Fondo de Cultura Económica, vs. eds., Libro I, pp. 128-129.
  4. Véase mi intervención en la mesa redonda “El Estado en América Latina”, Revista Mexicana de Ciencia Política (México), XXI-82, oct.-dic. 1975.
  5. Hacia 1873, México dependía casi exclusivamente de sus exportaciones de plata, que se encontraban al nivel de setenta años antes. Cfr. Halperin Donghi, T., Historia contemporánea de América Latina, Madrid, Alianza, 1993, p. 246.
  6. Cfr. Jobet, J. C., Ensayo crítico del desarrollo económico-social de Chile, Santiago de Chile, Ed. Universitaria, 1955, pp. 43-44.
  7. Zea, L., El pensamiento latinoamericano, Barcelona, Ariel, 1976 (1a. ed., 1965), pp. 102 ss.
  8. Ibíd., p. 138. Subrayado en el original.
  9. Germani, G., La sociología latinoamericana. Problemas y perspectivas, Buenos Aires, EUDEBA, 1964, pp. 19 ss.
  10. Bunge, C. O., Nuestra América. Ensayo de psicología social (1903), cit. por Stabb, M. S., América Latina en busca de una identidad. Modelos del ensayo ideológico hispanoamericano, 1890- 1960, Caracas, Monte Ávila, 1969, p. 28.
  11. Ingenieros, J., Crónicas de viaje (1919), cit. por Stabb, op. cit., p. 50.
  12. Sobre el tema, véase el estudio de Hale, C., cap. I, en Bethell, L. (coord.), Historia de América Latina, México, Crítica, vol. 8.
  13. Así, en Argirópolis, Sarmiento afirma: “La emigración del exceso de población de unas naciones viejas a las nuevas, hace el efecto del vapor aplicado a la industria: centuplicar las fuerzas y producir en un día el trabajo de un siglo. Así se han engrandecido y poblado los Estados Unidos, así como hemos de engrandecernos nosotros…”, añadiendo: “El norteamericano es, pues, el anglosajón exento de toda mezcla con razas inferiores en energía”. Cit. por Zea, op. cit., pp. 146-148.
  14. Martí, J., “La verdad sobre Estados Unidos”, cit. por Stabb, op. cit., p. 53.
  15. La Revolución mexicana de 1910 representa una excepción, por la importancia que tiene allí el campesinado, no así por la participación de las clases medias. Sus frutos se verán, de hecho, en las dos décadas siguientes.
  16. Cfr. el capítulo IV de mi libro América Latina: democracia e integración, Caracas, Nueva Sociedad, 1993.

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