Economía política de un golpe militar
Fuente: Ruy Mauro Marini, El reformismo y la contrarrevolución. Estudios sobre Chile, Ediciones Era, México, 1976. Publicado originalmente en Foro Internacional, número 58, El Colegio de México, México, octubre-diciembre de 1974. Se publica en Internet gracias a Ediciones Era.
Durante la década de 1960, Chile fue escenario de una sorda lucha librada en el interior del bloque dominante de clases. El desarrollo industrial que había tenido lugar en el país a partir de los años cuarenta, y la penetración del capital extranjero en la década siguiente, habían hecho cristalizar una fracción burguesa con intereses cada vez más diferenciados de los de las demás. El hecho de que dicha fracción estuviera ligada a la producción creciente de bienes suntuarios, en las condiciones chilenas (industrias metalmecánicas, químicas y electrónicas, principalmente, así como de bienes intermedios vinculados a ellas), la llevaba a presionar para que se reorientaran en su favor las líneas de crédito, se favoreciera la entrada de capitales y tecnología extranjeros, se readecuara el cuadro del comercio exterior (tanto en las importaciones como, y principalmente, en las exportaciones, siendo significativa en ese plano la creación del Pacto Andino) y se restructurara el mercado interno. En este último aspecto, el objetivo de esa fracción burguesa era provocar una redistribución regresiva del ingreso, destinada a aumentar el poder de compra del grupo de altos ingresos, que constituía cerca del 5% de la población consumidora, así como de capas reducidas del estrato inmediatamente inferior, que correspondía al 15% de la misma. Entre los instrumentos utilizados a este efecto se planteaba, por un lado, una política de salarios perjudicial para la inmensa mayoría de los trabajadores y, por otro la inflación.
La mayor parte de las medidas reclamadas por la gran burguesía nacional y extranjera iba en detrimento del mercado de bienes de consumo corriente y afectaba negativamente a la industria que producía para ese mercado, la cual se encontraba en su casi totalidad en manos de medianos y pequeños empresarios. Era por lo tanto inevitable que se agudizaran las contradicciones interburguesas y que ello se diera con más fuerza a medida que aumentaba la influencia del gran capital en la determinación de la política económica. A partir de 1967, es decir, en la segunda mitad del gobierno democristiano de Eduardo Frei, la presión de la gran burguesía se acentuó, dando como fruto una recesión industrial y el consecuente agravamiento de las condiciones de vida de las masas obreras y semiproletarias, así como de las capas bajas de la pequeña burguesía. Los salarios descendieron al mismo tiempo que subían los precios y aumentaba la tasa de desempleo.
El cambio estructural y sus implicaciones
Hemos mostrado ya 1 que esa situación, que los economistas burgueses pretendían presentar como un estancamiento general de la economía chilena, correspondía de hecho a un cambio estructural en el aparato productivo en favor del gran capital. En efecto —y aun sin considerar aquí la expansión de la producción extractiva y de transformación ligada al cobre—, los datos disponibles para el sector industrial indican que, frente a una tasa de crecimiento de 1.1 y 3.5 respectivamente para los años de 1968 y 1969, las tasas de aumento fueron, para el sector de bienes de consumo, de 2.6 y 0.5; para el de bienes intermedios, de 1.9 y 7.5 y, para el sector metalmecánico, de 5.3 y 6.3. Durante todo el periodo anterior, de 1960 a 1967, la tendencia había sido la misma: mientras el crecimiento anual del valor agregado de la producción industrial era del 6.8%, el sector de bienes de consumo aumentaba a un ritmo anual de sólo 3.3%, el de bienes intermedios a un ritmo de 6.6% y el sector metalmecánico a uno de 13.4%. Esto se acompañaba de cambios en la estructura de consumo —y por ende en la distribución del ingreso— llevando a que, según estimaciones sobre el gasto privado entre 1960 y 1968, el gasto referido a bienes de consumo corriente bajara su participación en el total del 44.6% al 43.7%, mientras que el que se dirigía a los bienes de consumo durable elevara la suya del 4.3% al 10.5%. El cambio en la composición del gasto privado se veía agravado por el peso creciente del gran capital en la comercialización de los productos (aun en ramas de consumo corriente, como la de textiles, las grandes empresas, cuya producción correspondía en 1968 a tan sólo el 5.2% del total, tenían el 47.8% de las ventas) y en la captación de los recursos crediticios (en 1967, el 58.1% del crédito bancario fue al 2.7% de los tomadores de empréstitos, excluido el sector público).
El marco en que se movía la economía chilena en la década de los sesentas no era privativo de ella. Se había configurado antes en países latinoamericanos de mayor desarrollo relativo, como Brasil y Argentina, y seguiría y sigue existiendo en los demás, como México, Venezuela, Colombia, e incluso en países más atrasados, como por ejemplo El Salvador y otros centroamericanos. Su expresión a nivel de la estructura de clase es el desprendimiento progresivo de una capa burguesa, constituida por el gran capital nacional y extranjero, y, a nivel de las relaciones de clases, el conflicto en que entra dicha capa con las demás capas burguesas así como con la pequeña burguesía y con las amplias masas trabajadoras. Llega el momento en que al gran capital le es imprescindible aplicar medidas económicas que permitan el pleno desarrollo de las tendencias apuntadas en la esfera de la producción y la circulación, bajo riesgo de ver frenado su proceso de acumulación. Las formas que emplea para ello varían según la configuración de la lucha de clases y del régimen político en cada país. Todas apuntan, empero, en mayor o menor grado, hacia aquel conjunto de medidas que ha demostrado ser el más efectivo para el desarrollo de la economía dependiente signada por el gran capital nacional y extranjero: el que se viene aplicando en Brasil desde 1964.
Sin embargo, para lograr imponer sus intereses específicos a la sociedad, el gran capital entra necesariamente en conflicto con los demás grupos sociales y se ve forzado a romper los antiguos esquemas de alianzas de clases en que la burguesía basó hasta los años sesenta su sistema de dominación en América Latina 2. Ello tiende a provocar situaciones de extrema inestabilidad política, como se vio en el caso mismo de Brasil entre 1961 y 1964, en las cuales se plantea la posibilidad de constituir un poderoso movimiento popular, que polarice a la misma burguesía, y que puede llegar a poner en peligro la supervivencia del propio sistema capitalista.
En ningún otro país latinoamericano esto se ha visto con más claridad que en Chile, pero en ningún otro la reacción del gran capital ante tal situación ha sido más brutal. En efecto, tras el viraje efectuado por el gobierno de Frei en 1967, el país empezó a ser sacudido por una grave crisis social. Se genera entonces una vigorosa alza del movimiento de masas en la ciudad y en el campo que, partiendo de reivindicaciones económicas 3, se traduce progresivamente en una creciente radicalización política. Paralelamente, se acentúan las contradicciones entre la gran burguesía y las capas medias burguesas y pequeñoburguesas, agrietándose el sistema de dominación que se basaba en ellas. La incapacidad de las clases dominantes para unir sus fuerzas y enfrentar al bloque de izquierda en las elecciones presidenciales de 1970 se debió en una amplia medida a esa situación. Es también desde este punto de vista como mejor se entiende la victoria alcanzada por la coalición de partidos obreros y pequeñoburgueses que, bajo el nombre de Unidad Popular, eligió a Salvador Allende presidente de la República.
El carácter de clase del régimen militar
Tres años después de su instauración, el gobierno de la Unidad Popular fue barrido por una oleada contrarrevolucionaria, que no dejó piedra sobre piedra de la antigua democracia parlamentaria burguesa que existía en Chile. La palanca fundamental utilizada para minar la estabilidad del gobierno de Salvador Allende y destruir las bases mismas del régimen político vigente fue el desarrollo en el país de un movimiento de corte fascista, que unificó a las fuerzas burguesas, atrajo a su campo amplios sectores de la pequeña burguesía y desorganizó a las masas trabajadoras. Hemos tratado en otra ocasión la manera como el reformismo predominante en la Unidad Popular allanó el camino al fascismo y le permitió alcanzar su objetivo 4. Lo que cabe señalar aquí es que los métodos e instrumentos empleados por el gran capital revelaron un concienzudo aprovechamiento de la experiencia adquirida en casos similares ocurridos en Brasil, Uruguay, Bolivia y otros países latinoamericanos; para ello, la reacción chilena contó con la eficiente asesoría de la Agencia Central de Inteligencia norteamericana, como lo ha revelado esta institución al Senado de Estados Unidos, así como con la colaboración de los regímenes reaccionarios instalados en dichos países, particularmente el de Brasil. Pero, por sobre todo, cabe poner en evidencia un hecho que se ha constituido en un elemento característico de la contrarrevolución burguesa en la última década en América Latina: la utilización de métodos fascistas al estilo clásico, tales como los que se emplearon en Italia y Alemania entre las dos guerras, con el objeto de crear las condiciones propicias para servirse del que es su instrumento básico de dominación: las fuerzas armadas.
Así fue como en Chile, tras el uso sistemático y dosificado de acciones fascistas de tipo clásico, que incluyeron las manifestaciones callejeras, el empleo de grupos de choque y. el terrorismo blanco, así como el lockout patronal y las huelgas gremiales, la acción de la gran burguesía chilena y del imperialismo se centra cada vez más sobre las fuerzas armadas, con el propósito de llevarlas al golpe de Estado. Esto se convierte en el objetivo principal de la contrarrevolución, sobre todo tras el fracaso de la táctica electoral planteada para los comicios parlamentarios de marzo de 1973 —cuando, contrariando sus expectativas, la izquierda aumenta en forma significativa su caudal de votos— y particularmente después de que, en jornadas de memorable combatividad, los trabajadores y la izquierda frustraron, en junio, la intentona fascista de promover una marcha sobre La Moneda, al estilo mussoliniano. La junta militar que derroca al gobierno de la Unidad Popular, el 11 de septiembre de 1973, es hija legítima de la estrategia puesta en práctica por el gran capital nacional y extranjero.
La misma junta se ha encargado de poner al desnudo su carácter de clase, desde un comienzo, al confiar la conducción de la política económica, a pocas semanas del golpe, a Fernando Leniz, ex-presidente del diario El Mercurio. Este, confirmando una observación de Gramsci en el sentido de que, en momentos de grave crisis interburguesa, un periódico puede cumplir el papel de un partido político 5, se había constituido, durante el gobierno de Allende, en el centro de aglutinación y dirección de las fuerzas reaccionarias, desde los gremios fascistas hasta los círculos dirigentes de la gran burguesía nacional y extranjera. La designación de Leniz por la junta (hecho confirmado después por la inclusión en el gobierno de otros civiles vinculados directamente al gran capital) era ya una demostración de que se constituía en el brazo armado del gran capital y que a ella le incumbía la misión de imponer por la fuerza a la sociedad chilena los intereses propios de esa fracción de clase. Ello aparecerá con meridiana claridad al delinearse la política económica de la junta, la misma que, desde las páginas de El Mercurio, el gran capital reclamaba.
Ávidos de revancha, envalentonados por el sable puesto a su servicio, los representantes de los intereses del gran capital no se ponen ya ninguna traba a la explotación de los trabajadores. La jornada de trabajo ha sido aumentada sin contrapartida salarial en las fábricas y oficinas; en las actividades básicas controladas por el Estado, como las minas de carbón de Concepción y Arauco, se ha implantado un régimen de trabajos forzados, que llega incluso a prohibir a los obreros ausentarse de la zona sin el permiso de las autoridades militares; en las fábricas y fundos, que se devuelven masivamente a sus antiguos propietarios, se impide en la práctica cualquier forma de organización mediante la cual los trabajadores puedan hacer valer sus derechos; los sueldos y salarios se han reajustado en un 600%, mientras que la inflación en 1973 ha sido del orden de 1,200% 6 y ha mantenido su marcha ascendente en 1974.
Es obvio que el principal objetivo que se ha dado el gran capital, al poner en práctica esa política económica, es la obtención de altas cuotas de plusvalía, a costa de la superexplotación de los trabajadores. En este sentido, la política económica aplicada en Chile repite procedimientos propios a los regímenes fascistas clásicos. Sin embargo, se trata de algo más que reproducir un rasgo general del fascismo: la política económica de la junta militar chilena expresa la necesidad concreta que experimenta la burguesía, en tanto que clase, de reorientar las inversiones hacia las actividades productivas, o sea, de poner de nuevo en marcha la acumulación del capital productivo. Para entender el por qué de esa necesidad, hay que retrotraer el análisis al periodo que precede al golpe de Estado.
La crisis económica bajo la Unidad Popular
Durante el régimen de la Unidad Popular, y particularmente en su último año, la nota característica de la economía privada en Chile consistió en la conversión sistemática del capital productivo en capital especulativo. Existieron, desde luego, motivos políticos para ello, puesto que la burguesía chilena (no hablemos ya de los grupos extranjeros, para los cuales esto es aún más evidente) se negó perentoriamente, desde el principio, a colaborar con el gobierno de Allende. Sin embargo, para que la burguesía se abstuviera de realizar cualquier tipo de inversión productiva, hubo también razones de orden económico, a las cuales no es ajena la política económica puesta en práctica por la misma Unidad Popular.
En su primer año de gobierno, ésta obtuvo resultados en el plano económico que la llenaron de optimismo. En efecto, movilizando la capacidad instalada ociosa y los stocks acumulados en el periodo anterior a 1970 (que se caracterizó como señalamos, por una recesión del sector productor de bienes de consumo), la producción industrial presentó una marcada expansión. El motor de este cambio era la redistribución del ingreso promovida por la Unidad Popular en favor de los grupos asalariados, que provocó un incremento notable en la demanda interna de bienes y servicios. Sin embargo, dadas las condiciones en que se verificaba, es decir, en ausencia de inversiones que aseguraran un crecimiento real de la capacidad instalada, la expansión industrial encontraría muy pronto sus límites: por un lado, el agotamiento de la capacidad ociosa y de los stocks, agravado por una declinación en la productividad, que resultaba del uso mismo de la capacidad ociosa (toda vez que ésta corresponde a la maquinaria menos eficiente), así como del sabotaje llevado a cabo por los empresarios; por otro lado, la inelasticidad relativa de la oferta de bienes intermedios y equipos. Este segundo punto es el más importante para comprender la crisis económica que sobrevendría a fines de 1972.
Conviene tener presente que la economía industrial chilena no dispone de un verdadero sector de bienes de capital, sino más bien de una reducida base productora de bienes intermedios (acero, etcétera) y de bienes durables, destinados éstos en su casi totalidad al consumo suntuario. Para acompañar el crecimiento de la demanda, la producción de bienes de consumo corriente tendría, pues, que contar con facilidades para la importación de materias primas, bienes intermedios y de capital, pero sobre todo de inversiones que ampliaran la capacidad productiva y, en cierta medida, permitieran reconvertir parte de la industria de bienes suntuarios en un sector de bienes de capital. Nada de esto tuvo lugar.
No insistamos en el hecho básico de que la burguesía se resistió a realizar nuevas inversiones. Hagamos notar tan sólo que el gobierno no aplicó las medidas necesarias para captar las ganancias que la expansión económica ponía en manos de la empresa privada, a fin de promover él mismo la inversión. Las razones por las cuales el gobierno procedió de esta manera son las mismas que no lo llevaron a plantearse la reconversión de la industria suntuaria.
La orientación de la Unidad Popular iba en el sentido de nacionalizar la industria de base (cobre, carbón, acero, etcétera) y las grandes empresas productoras de bienes de consumo corriente (textiles, alimentos), dejando intactas las empresas del sector de producción suntuaria (automóviles, electrodomésticos). El hecho de que, presionado por los obreros de estas últimas, el gobierno de Allende haya procedido a la expropiación de muchas de ellas no cambia las cosas, puesto que, aun cuando se estatizaron, éstas mantuvieron sus líneas tradicionales de producción.
La Unidad Popular tenía sus motivos para proceder de esa manera. Desde luego, pesaba en su decisión la búsqueda de un acuerdo con ciertos sectores de la burguesía nacional y extranjera; así, por ejemplo, respecto de la burguesía automotriz, el gobierno se planteó tan sólo racionalizar su producción abriendo para esto licitación a los capitales foráneos interesados en esa rama y estableciendo una simplificación de los modelos de autos particulares, sin pretender sustituirlos por vehículos de mayor utilidad social. Habría que considerar, también, la preocupación de la Unidad Popular de no herir los intereses de las capas medias, que consumían esos productos, hecho fundamental en una estrategia que, proponiéndose modificar las estructuras económico-sociales en el marco de las instituciones parlamentarias vigentes, dependía del voto de las mismas. Finalmente, existía en la Unidad Popular la profunda convicción de que, desarrollando la intervención estatal en el campo de la producción, le sería posible al gobierno, mediante el uso de los instrumentos normales de la política económica, dirigir la actividad de los grupos empresariales privados.
Sin embargo, lo que importa tener presente es que no se procedió a ampliar ni a reconvertir la capacidad instalada en la industria a fin de garantizar el aumento de la oferta de bienes intermedios y de capital. La atención de las necesidades en esa materia pasaba, por tanto, a depender esencialmente del sector externo, o sea, de las disponibilidades en divisas para importar esos productos. Sin embargo, fue allí donde el gobierno de la Unidad Popular enfrentó las mayores dificultades, debiendo hacer frente a una violenta crisis de la balanza de pagos. Entre los factores que provocaron esa situación hay que destacar, en primer lugar, la retracción de los capitales extranjeros privados y el boicot puesto en práctica en el campo financiero por el gobierno norteamericano y las agencias internacionales bajo su influencia. Otros factores concurrieron también para la crisis de divisas, como el alza sostenida de los precios internacionales de los alimentos (renglón que pesa considerablemente en la estructura de las importaciones chilenas) y la baja de las cotizaciones del cobre en el mercado mundial, sólo revertida en el último periodo del régimen.
Todo esto llevó a que el crecimiento de la producción de bienes de consumo corriente se viera frenado, lo que era de por sí suficiente para generar serios desequilibrios ante una demanda que la política redistributiva de ingresos mantenía en expansión. La primera forma que asumió la especulación agravó el problema, o sea, la retirada ilegal de mercaderías hacia el exterior, donde —en virtud de la depreciación acelerada del escudo— éstas se vendían en condiciones más ventajosas. El resultado de esas causas tendría que ser necesariamente la escasez progresiva de bienes de consumo corriente en el mercado interno.
Especulación y fascismo
Desde un principio, la burguesía aprovechó políticamente esa escasez en su campaña contra el gobierno. La célebre “marcha de las ollas vacías”, que reunió por primera vez en las calles de Santiago, en diciembre de 1971, a una masa de pequeños burgueses y lumpenproletarios disponibles para el fascismo, lo demuestra. Progresivamente, la burguesía no se limitó ya a aprovechar la escasez: se dedicó a promoverla. Contando con capitales libres, debido a su decisión de no invertir en la producción, se empeñó a fondo en el acaparamiento y el mercado negro de bienes que iban desde el automóvil hasta los cigarrillos. Neutralizó, por esa vía, la política de distribución de ingresos del gobierno y realizó jugosas ganancias.
Lo que muestra el caso chileno —y el análisis de otros países, en situaciones similares, revelaría lo mismo— es que, en momentos de crisis, la burguesía puede detener la acumulación del capital productivo y provocar la degeneración de todo el sistema económico, mediante su transformación en capital especulativo, aumentando al mismo tiempo su poderío económico y agudizando en su provecho la lucha de clases. En esta perspectiva, la especulación aparece como la política económica del fascismo en la fase de la lucha por el poder. Y es a través de ella como, en la ausencia de una respuesta revolucionaria de la clase obrera, el capital puede reunir las condiciones básicas para la victoria del fascismo: la cohesión de la clase burguesa; la oposición de amplios sectores de la pequeña burguesía a la clase obrera; y la atracción a su campo, la neutralización o la desorganización de capas populares que, en otras condiciones, serían aliados seguros del proletariado.
Respecto a la burguesía (así como a las capas propietarias de la pequeña burguesía), la especulación promovida por el capital dio resultados en dos sentidos. Por un lado, mitigó las contradicciones interburguesas respecto a la apropiación de las ganancias. En efecto, gracias a su base económica y tecnológica, las grandes empresas operan con costos de producción inferiores, pero (si la competencia no las lleva a proceder de otra manera) se benefician de precios de mercado iguales o superiores a los de las demás. Ahora bien, al lanzarse a la especulación, las capas capitalistas más débiles empezaron a lograr sobreprecios (a costa de los consumidores), que no sólo compensaban parcialmente, sino que llegaban incluso a impedir el traspaso de sus ganancias al gran capital, puesto que la especulación se agudizó sobre todo en el renglón de bienes de consumo corriente (donde es mayor, como vimos, la participación de la mediana y la pequeña empresa). Por otro lado, en la medida en que oponerse prácticamente a la política económica del gobierno les permitía obtener mayores ganancias, esas capas burguesas, que habían sido neutralizadas inicialmente por la Unidad Popular, se volvieron cada vez más agresivas respecto de ésta. Para un burgués, no hay oposición política mejor que aquella que se hace no sólo impunemente sino también aumentando sus utilidades.
La especulación desenfrenada a que se dedicó la burguesía chilena tuvo resultados aún más graves. En la medida en que la redistribución del ingreso no discriminaba entre los diferentes grupos asalariados 7, no eran sólo los sectores más pobres de la población los que aumentaban su poder de compra, sino también las capas medias y altas de la pequeña burguesía asalariada. Era inevitable, sobre todo en condiciones de contención de la oferta de bienes, que la lucha por la apropiación del producto se desplazara de la esfera salarial —donde se logra tan sólo mejorar la posibilidad de acceder al consumo— a la esfera misma del consumo, y que allí se enfrentaran con ferocidad creciente las clases sociales.
En esas condiciones, la única medida de defensa del nivel de consumo de las masas más pobres reposaba —más que en el racionamiento, como se pensó en un cierto momento— en la creación de un esquema de distribución de bienes que cercenara la posibilidad de que el comercio establecido funcionara como centro de acaparamiento y luego de especulación; en otras palabras, que se asentara sobre organizaciones populares capaces de ejercer el control de masas sobre la distribución. No fue por otra razón que la burguesía combatió con tanto encono a las juntas de abastecimiento y precios, a los almacenes populares, a los comandos comunales de abastecimiento, y demás organismos de este tipo. Por su parte, el gobierno —fiel a su propósito de ganarse a las capas medias— dio continuamente garantías a los comerciantes y se negaba a expropiar a las grandes distribuidoras privadas (condición sine qua non para controlar la distribución), limitándose a operar una central estatal que cubría tan sólo el 33% de la distribución al por mayor.
La lucha por la apropiación del producto se desplazó así a las tiendas y mercados, enfrentando diariamente la pequeña burguesía a las masas del pueblo, en la disputa del pan, el calzado, los cerillos. Para el pequeño burgués, el obrero y el poblador se volvían pues competidores físicamente identificables, seres de carne y hueso que él tenía que combatir y derrotar. Con el desarrollo del mercado negro, ese enfrentamiento en tomo a los centros de distribución pudo ser evitado por los grupos de más altos ingresos, que obtenían así su primera victoria sobre los trabajadores. Pero las largas colas que se formaban desde la madrugada, y a veces en la noche, era el punto donde las capas populares iban, todos los días, a darse cita con la hostilidad hacia el vecino, la indignación contra quienes las tenían en esa situación (los burgueses, los burócratas o el mismo gobierno, según su tendencia política) y una sensación de impotencia cada vez más dolorosa.
Así, uniendo a los burgueses, polarizando a la pequeña burguesía y sembrando el desaliento en el seno del pueblo, la especulación se convirtió en el arma por excelencia del fascismo. Es cierto que, al final, éste no pudo triunfar con sus propias fuerzas y que el gran capital debió echar mano de las fuerzas armadas. Pero no es menos cierto que la victoria alcanzada por el capital el 11 de septiembre no hubiera sido posible sin la acción sistemática llevada a cabo en el plano económico.
La economía del gran capital
Sin embargo, por jugosas que hayan sido las ganancias que, desde todos los puntos de vista, la especulación proporcionó a la burguesía, y por mucho que —dentro de ciertos límites— corresponda a una actividad normal en la economía capitalista, ella no puede sustituir indefinidamente a la acumulación del capital productivo. El derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular le ha planteado a la burguesía, como tarea central, la reorientación del capital hacia el campo de la producción.
Vimos ya que ello supone la superexplotación del trabajo o, lo que viene a ser lo mismo, ofrecer a los capitalistas altas cuotas de plusvalía. Pero la situación engendrada por la especulación en la esfera de la circulación de mercancías obliga también al capital a preocuparse de la reorganización de las estructuras de distribución y consumo, que él mismo contribuyó a subvertir en el periodo anterior. Para esto, la política de precios, que coadyuva a la superexplotación del trabajo, representa un elemento fundamental, toda vez que, al desvalorizar el salario vía precios, restringe la capacidad adquisitiva de las masas y las inhabilita para competir en el mercado de bienes de consumo.
Es este segundo aspecto, el estrujamiento del consumidor, el que descubre con más claridad el sello del gran capital en la política económica del régimen militar. En efecto, el aumento de la jornada de trabajo y la compresión salarial son medidas que interesan a toda la burguesía. Con ellas, se benefician el gran capitalista, el mediano y el pequeño, puesto que representa para todos una cuota de plusvalía más cuantiosa. Por otra parte, esas medidas hieren por igual a todos los grupos asalariados, sean ellos proletarios o pequeñoburgueses.
Distinta es la situación respecto a las medidas adoptadas en la esfera del consumo, particularmente la política de precios. Allí, los que sufren sus efectos con mayor rigor son los grupos de bajos ingresos, particularmente los obreros no calificados y los empleados subalternos, así como las capas pobres que carecen de ingreso regular. A medida que se desciende en la escala salarial, mayor es el grado de marginación del consumo. Agreguemos que la restricción de mercado que de allí se deriva afecta particularmente a los bienes de consumo corriente, particularmente los de menor calidad, producidos por empresas medianas y pequeñas.
Sería un error creer que esa política económica tiene un carácter meramente coyuntural, como pretenden los que responden de ella. Lo que resurge, por su intermedio, es la tendencia que regía anteriormente a 1970 en la economía chilena y que señalamos al principio de este trabajo: la restricción del mercado para los bienes de consumo popular, cuya dinámica depende del poder de compra de las capas de menores ingresos, en beneficio de la expansión sostenida del mercado de bienes suntuarios, que se apoya sobre los grupos de altos ingresos.
La economía dependiente tiene sus leyes y el gran capital las conoce perfectamente. Siendo él quien encabeza las filas de los capitalistas y quien orienta el desarrollo del sistema, su política tiende a coincidir con las tendencias objetivas que empujan hacia adelante al capitalismo dependiente, convirtiéndolo en un sistema cada vez más explotador y excluyente. La superexplotación del trabajo y su secuela más inmediata: el divorcio entre la producción y las necesidades de consumo de las amplias masas, he ahí el eje del desarrollo dependiente, el mismo que da hoy en Chile la pauta para la acción que lleva a cabo el gran capital.
Perspectivas
Desde el punto de vista de la lucha de clases, pareciera ser que la sociedad chilena se prepara para volver al punto en que se encontraba en 1970. En efecto, mientras se agudizan las contradicciones entre las clases dominantes y las masas trabajadoras, la política del gran capital tiende a resquebrajar el bloque de clases que sustentó al golpe militar, haciendo chocar los intereses divergentes de las varias capas burguesas entre sí y los de éstas con los de la pequeña burguesía.
Y, sin embargo, no es una vuelta atrás lo que acontece. La lucha de clases se desarrolla hoy en Chile en un marco radicalmente distinto al de 1970, por muchas razones. La primera de ellas es que el gran capital ha reforzado su posición, decidiendo en su favor la situación que hizo crisis en aquel entonces, y se dispone a hacer prevalecer sus intereses a cualquier precio sobre toda la sociedad. En este sentido, no son sólo los trabajadores quienes son objeto de su violencia, sino las mismas capas burguesas, siendo previsible incluso que, a través de una política acelerada de centralización del capital, se produzcan nuevos ribetes de violencia en la lucha interburguesa.
Una segunda razón está dada por la posición subordinada en que ha quedado la pequeña burguesía en el escenario político del país. Ese conglomerado de sectores sociales, cuyo grupo dirigente detentaba desde hace tres décadas —e incluso durante el gobierno de la Unidad Popular— una posición privilegiada en el aparato del Estado, ha experimentado una amarga derrota. Lo que el proceso chileno mostró con claridad fue la incapacidad de la pequeña burguesía para dar solución a los problemas del desarrollo capitalista, a partir del momento en que éste destaca una capa de grandes capitalistas, con intereses definidos. Esa incapacidad se hizo evidente cuando, al polarizarse la lucha de clases, conduciendo a la sociedad al borde de la ruptura, no les quedó a las capas pequeñoburguesas otra alternativa que ponerse a la zaga de la clase obrera —la única, después de octubre de 1972, en presentar una alternativa revolucionaria para la crisis en curso—o agruparse tras el gran capital y su brazo armado, para constituir allí esa masa de maniobra que proporcionó al golpe militar una base social. Sus intentos de autonomía, sea a través del reformismo allendista, sea a través de una oposición institucional encabezada por la Democracia Cristiana, se saldaron en el más estruendoso fracaso, llevándola incluso a perder las posiciones que, con altibajos, lograra conquistar y mantener en las últimas décadas.
La tercera razón, y la más importante, es el gran desarrollo que experimentó en materia de conciencia y organización el movimiento de masas, durante el periodo de la Unidad Popular. La incorporación de capas populares atrasadas de la ciudad y del campo a la vida política; el surgimiento de una constelación de cuadros obreros medios, sin compromisos con el reformismo; la expresión orgánica de esos fenómenos, ayer en los cordones industriales y comandos comunales, hoy en los comandos de resistencia; la fresca memoria de las conquistas alcanzadas: todos son factores que conspiran en contra de la estabilización del régimen militar.
Es sobre esa base que la actual fase contrarrevolucionaria que atraviesa la vida política chilena podrá ser superada. Y es lo que impide a los militares flexibilizar en cierto grado las duras medidas represivas que han impuesto al país.
Ellos saben que, bajo el manto de terror que han tendido sobre Chile, el viejo topo del que hablaba Marx continúa incansable su tarea.
Ruy Mauro Marini
Notas
- Véase “El desarrollo industrial dependiente y la crisis del sistema de dominación”, p. 55.
- Cf. “La pequeña burguesía y el problema del poder”, p. 86.
- Véase el apéndice a la parte II, p. 152.
- Véase “Dos estrategias en el proceso chileno”, p. 13.
- Marx había constatado anteriormente el papel del periódico en tanto que partido político. Véase sobre el tema las relaciones que establece entre la oposición republicana oficial y Le National en “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, en Marx y Engels, Obras escogidas. Ed. Progreso, Moscú, t. I.
- En lo referente a bienes esenciales de consumo, como alimentos.
- Sólo en su último periodo, el gobierno de la Unidad Popular trató de establecer un reajuste diferencial de sueldos y salarios en beneficio de los grupos de menores ingresos. Sin embargo, el proyecto de ley presentado en este sentido al Congreso fue furiosamente obstaculizado por la oposición burguesa.