Informe Internacional

Fuente: Archivo de Ruy Mauro Marini, con la anotación “agosto de 1991”.


Introducción

Producir un informe sobre la situación internacional, hoy, es tarea que presenta dificultades evidentes. Basta con decir que nuestro marco tradicional de análisis (que seguía por lo general el esquema: economía, países capitalistas desarrollados, países dependientes, países socialistas y movimientos revolucionarios) como que ya no se ajusta bien a la realidad. Por otra parte, es visible la ausencia de análisis serios, realmente explicativos, sobre el mundo actual, que vayan más allá de la descripción más o menos neutral de lo que está pasando. Si buscamos análisis que, además de explicativos, se planteen desde un punto de vista revolucionario, entonces sí es que no encontramos nada. Pese a ello, es indispensable que hagamos un esfuerzo por comprender el mundo que nos cerca y las tendencias que lo cruzan, aun a partir de planteamientos generales. En la medida en que avancemos en la discusión, esos planteamientos podrán ir dejando el terreno más o menos hipotético en que necesariamente se ubican en el punto de partida y, si son válidos, abrirán camino a análisis más profundos y más precisos. No pretendemos aquí mucho más que esbozar algunos de esos planteamientos.

1. La crisis mundial como partera del mundo actual

Manejamos todos la idea de que, a partir de 1967, el mundo capitalista entró en una crisis de larga duración, que se desdobló en fases sucesivas. Mucho hemos hablado de esa crisis y algo, aunque no mucho, sabemos de las estrategias puestas en práctica por los centros imperialistas, en particular Estados unidos, para superarla. Sin embargo:

a) no hemos considerado oportunamente el hecho de que esa crisis no era sólo del mundo capitalista, sino que se había convertido en una crisis verdaderamente mundial;

b) nuestros análisis de las estrategias imperialistas se centraron en la relación que ellas mantenían con el mundo capitalista en sí (principalmente la reconversión económica y un poco de cuestiones paralelas, como la redemocratización latinoamericana), pero casi ignoraron lo que ella tenía que ver con el mundo socialista;

c) prescindieron totalmente de un examen serio de lo que pasaba en el mundo socialista.

En este reexamen de la crisis, buscaremos no perder de vista su dimensión propiamente mundial. En este sentido, podemos hablar de una primera gran fase, que va hasta comienzos de los 80, marcada por graves y recurrentes recesiones en los países imperialistas. Desde fines de los 70, más precisamente a partir de 1978, se observa la formulación de estrategias de reconversión, a nivel de las grandes ramas (la automotriz, la electrónica, etc.), que involucran medidas de modernización y contemplan inversiones tecnológicas cuantiosas, al tiempo que se agudiza la competencia en el seno de ellas entre los grandes grupos económicos. Las quiebras, fusiones y acuerdos inter-firmas se suceden y asumen carácter radical durante la fuerte depresión que atraviesan los países capitalistas centrales entre l980-1982.

Durante esa fase, se mantiene estable el crecimiento de los países socialistas y se acelera en ellos el avance de la industrialización. Es así como, frente a un aumento medio anual de 3.9 de la producción mundial, en la década de 70, la URSS y la Europa Oriental crecen a una tasa media anual de 5% (v. Apéndice-1); paralelamente, la participación de los países socialistas en la producción industrial mundial, que era de 18.6% al comienzo de la década de 1970, llega a casi un cuarto, en 1980 (v. Apéndice-2). Sin embargo, cabe observar que la URSS, pese a mantener su expansión económica en los 70, en medio a la crisis que afecta a los países imperialistas, reduce un poco su ritmo, en relación a la década anterior: 7.1% anual en los 60 y 5.6% en los 70 (v. Apéndice-3).

Los países dependientes son afectados desigualmente por la crisis capitalista. Así, entre los que son relativamente más desarrollados y ostentan mayor dinamismo económico, algunos —como Sudáfrica e India— ven caer su tasa de crecimiento, quedando por debajo de la media mundial, mientras otros —notablemente Corea del Sur y Brasil— elevan su producción a tasas muy elevadas (v. Apéndice-3). Esa desigualdad explica la modesta progresión de la participación de los países dependientes en la producción industrial mundial: 8 para casi 10%, entre 1960 y 1970 (Ap., 2). De todos modos, esos países aceleran considerablemente su desarrollo capitalista en el periodo, siendo notable la diferencia de las masas de capital que ellos destinan a la inversión fija, como se puede ver en la comparación entre la suma asignada a ese fin en los años de 1970 y 1980 (Ap., 4).

La base del crecimiento de los países dependientes y de los países socialistas europeos fue, precisamente, la crisis que vivían los países capitalistas centrales. Implicando allí una marcada sobre acumulación de capital, ella provocó la búsqueda de nuevos campos de inversión. Ello dio lugar a grandes flujos de inversión directa e indirecta en dirección a esos países, al tiempo que les abrió espacio en el mercado mundial de manufacturas, además de llevarlos a inflar la oferta de materias primas, con la consecuente baja de precios de unas y otras y el efecto consiguiente en el valor del capital constante y variable; es lo que explica el notable crecimiento de países como la RDA o Polonia, así como la cristalización del fenómeno subimperialista o, si se prefiere, de los llamados NICs. Fue a partir de allí que se hizo posible a los países centrales diseñar su estrategia de recuperación, centrada en el desarrollo de nuevas ramas de producción y servicios, asentadas en tecnologías de punta.

La violenta recensión de comienzos de la década pasada cambió esa situación. Golpeando a los países centrales, entre 1980-82, ella afectó también el comercio internacional, llevándolo por primera vez en mucho tiempo a una contracción (V. Apéndice, 7). Aunque el movimiento de capital se mantuvo aún fuerte en los primeros años, él comienza a bajar desde 82, reduciéndose a la mitad de lo que había sido en 1981, para los países dependientes, a partir de 1984 (Ap., 4), precisamente cuando la carga representada por el servicio de la deuda contraída en los 70 se hacía agobiante. Precipitados todos, incluso los NICs, a la recesión, a partir de 1981, sólo en 1984 ellos empiezan una difícil recuperación, bajo el soplo de la retomada en los países centrales y la expansión del comercio mundial (Ap., 5). Esa recuperación se tendrá que hacer en un nuevo contexto internacional y bajo la presión de los centros imperialistas en pro de la reconversión, como veremos adelante.

Finalmente, la recesión de comienzos de los 80 arrastrara también, por primera vez, a los países socialistas, a excepción de China (Ap., 5). La expansión de los 70 cobraba ahora su precio: realizada sobre la base de la extensión de sus parques productivos, sin mayor innovación tecnológica, y en dependencia creciente del mercado mundial, esos países se han visto a brazos con estructuras productivas obsoletas, en términos internacionales, y gravadas por una onerosa deuda externa. Su participación en el comercio internacional los ponía en aguda competencia con los países dependientes, particularmente los NICs, centrándose principalmente en líneas de intercambio caracterizadas por exceso de oferta y precios bajos, mientras se veían excluidos de las ramas más dinámicas. Por otra parte, la expansión económica precedente, con el consecuente crecimiento del empleo y del salario, junto a una acelerada urbanización, pone a los gobiernos bajo la presión de expectativas de consumo que se van haciendo impostergables, tanto más que los regímenes vigentes fueron incapaces de dar al pueblo una ética y una escala de valores distintas de las que engendró el capitalismo.

Señalemos, de pasada, que China sigue un camino distinto y cosecha otros resultados. Tras el desenlace de la revolución cultural y la derrota del maoísmo, la dirigencia se aboca a la modernización del país, pero, al mismo tiempo que establece mejores relaciones con el mundo capitalista, niégase a una apertura irrestricta y rechaza la política de endeudamiento, propuesta por el capital internacional. Aunque enfrente presiones populares, de carácter más político que reivindicativo, el gobierno y el partido parecen lejos de las dificultades que se han hecho presentes en la URSS y en Europa Oriental. Ello se debe en buena parte a la política económica seguida, pero también, sin duda, a la mejor liga lograda entre los ideales comunistas y la tradición cultural del país. Esto parece valer, también, para Vietnam y Corea del Norte.

2. La emergencia del nuevo orden mundial

La segunda mitad de la década de 1980 tiene, como señal distintiva, la preafirmación creciente del poderío y prestigio del capitalismo central, frente a una Europa socialista en crisis y los esfuerzos de reconversión de los países dependientes. Empecemos con el capitalismo central, que parece haber entrado en un nuevo ciclo. Aun la recesión actual, blanda y controlada, apunta en esa dirección, ya que tiene el carácter de poner la casa en orden y preparar a los grandes centros para explotar mejor las oportunidades que se abren, en Europa oriental y el Medio Oriente, principalmente. Por cierto, la generalidad de las informaciones procedentes de Estados Unidos indican que el último semestre ha sido de recuperación para ese país.

En los últimos años, junto a un crecimiento moderado del PIB en los países centrales, el comercio mundial se expande de modo sostenido (Ap., 7). Desde 83, la inversión fija mantiene allí niveles elevados, destacándose en ella lo que se refiere a máquinas y equipos (Ap., 7), en particular lo que tiene a ver con alta tecnología. Las tasas de ganancia presentan una doble característica: por un lado, una sensible recuperación, que las pone en su nivel histórico (cercano al 20%), y por otro, la supresión de las tasas exageradas de Japón, que apuntaban claramente a la obtención de ganancias extraordinarias, conquistadas sobre la base de diferencias tecnológicas extremadas (Ap., 8). En otros términos, las condiciones de competencia entre los grandes centros se normalizan, lo que no quiere decir que ella no siga siendo feroz. No cabe aquí examinar las características de la llamada economía capitalista posindustrial. Hay, sin embargo, un rasgo que no puede ser dejado de lado: la coexistencia de altas tasas de inversión con tasas también elevadas de desempleo (Ap., 9). La comparación entre Japón y Alemania, o toda Europa, muestra, una vez más, que el problema no puede achacarse simplemente a la tecnología en sí, sino principalmente a las relaciones sociales. En efecto, pese a su alto nivel de modernización tecnológica (ver, por ejemplo, el número de robots en la producción, Ap., 10), el crecimiento del desempleo en la expansión es menos intenso en el primero que en los otros. Los datos para Estados Unidos, que apuntan hacia un movimiento inverso, quizá se deban a la violencia que la crisis asumió en ese país, que era el más rezagado en la carrera tecnológica y que debió por ello ir más hondo en la creación de nuevas condiciones económicas.

Como quiera que sea, e independientemente de que el capitalismo haya o no ingresado a la fase de expansión correspondiente a un nuevo ciclo largo, es innegable que él tiene en este momento la iniciativa. En el ejercicio de ésta, ningún país ha sido más agresivo que Estados Unidos. Desde 1980, respondiendo a las estrategias de recuperación planteadas a nivel económico (que se diseñan, como vimos, en 1978), el imperialismo norteamericano encuentra en Reagan el dirigente indicado para hacer el resto del mundo pagar el precio de su reforzamiento. La política de devaluación sistemática del dólar, el proteccionismo comercial, las transferencias de capital en su favor, mediante el cobro de la deuda externa —todo le ha servido a los Estados Unidos para pasar la cuenta a los países centrales y dependientes. Estos últimos se han visto forzados a un proceso de reconversión económica, tendiente a ajustarlos como proveedores de materias primas y manufacturas de segundo rango a los países centrales, bajo la tutela de los organismos financieros internacionales públicos y privados. En su conjunto, el capitalismo avanzado pasa a centralizar violentamente los flujos internacionales de mercancías y capital, haciendo jugar en su favor la expansión del comercio internacional y reuniendo la masa de recursos necesaria para llevar a cabo el desarrollo de las nuevas tecnologías. La participación de los países dependientes en el valor de las exportaciones mundiales, que había evolucionado del 18.4% en 1970 para el 28.6% en 1980, cae en 1986 para el 20.6% (Ap., 11-12). Para ello, concurrió el descenso de precios de los bienes exportados por los países dependientes y socialistas a los centros capitalistas, haciendo con que, para estos, el valor unitario disminuyera en casi un quinto y permitiéndoles, pues, con el mismo monto en dinero, comprar más 20,5% de bienes físicos (CLEPI, 26); paralelamente, los países centrales concentraron la comercialización de bienes de alta tecnología y elevado valor agregado, como v.g. los productos electrónicos (Ap., 12-13). Lo mismo hicieron con el capital dinero, que se concentró cada vez más en los países centrales, como se puede ver en el caso de las inversiones directas (Ap., 14).

Los países socialistas de Europa sufren, como vimos, el impacto de la crisis, en los 80, y se ven sometidos, con excepción de la URSS, a la presión representada por el servicio de la deuda. La ascensión de Gorbachev, en 1985, va a significar un viraje en la política soviética, derivado del rezago creciente ante el capitalismo y de las presiones populares en pro de la flexibilización de las estructuras burocráticas de poder y de mejores condiciones de vida. Vistiendo con habilidad el disfraz de nuevo Lenin, Gorbachev anuncia una reforma profunda del socialismo soviético, que no amenazaría en principio sus fundamentos, e inicia el acercamiento a los países centrales. El deshielo abrió campo a los sectores contestatarios, antes reducidos a grupos de intelectuales, e hizo aflorar en la burocracia partidaria un sector llamado reformista, que —adoptando una postura populista— creció rápidamente y obtuvo posiciones de poder; su mejor expresión es Yeltsin y su principal aliado, en el comienzo, fueron los grupos nacionalistas. El reformismo soviético oculta cada vez menos su orientación antisocialista y su fascinación por el capitalismo. Su penetración en una clase obrera despolitizada y reprimida es innegable. Frente a él, se alzan los sectores que tienen interés objetivo en el socialismo soviético, en particular la burocracia ligada a la gestión del sector estatal, y los militares, de formación más rígida, además de marcada por la ideología de la guerra fría. Centrista típico, Gorbachev se ha equilibrado entre esos extremos y es sobre esa política que se ha sustentado hasta ahora la perestroika. Sin embargo, su gesto más reciente ha sido la presentación de un proyecto de programa para el Partido que (a creerse en lo que ha divulgado la prensa) hace al reformismo concesiones inaceptables.

En materia de política internacional, Gorbachev, junto a la política de reducción del arsenal armamentista, trató inicialmente de orientar reformas similares en Europa oriental. Sin embargo, la despolitización, allí, es mayor, las raíces del socialismo más débiles y los nacionalismos más fuertes, además de que estos se vuelven, en buena medida, contra la propia Unión soviética. No sorprende, pues, que Gorbachev haya sido arrastrado más allá de lo que se proponía y, al insistir en la política de descompromiso de la URSS respecto a los movimientos antisocialistas de la región, acabara por abrir la puerta a la caída del muro de Berlín. El iría, empero, aún más lejos al votar en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas la resolución que dio campo libre a Estados Unidos para intervenir militarmente en el Golfo Pérsico.

3. Implicaciones de la guerra del Golfo

La guerra del Golfo representó la culminación de la estrategia de poder puesta en práctica por Estados Unidos a partir de 1980, que había ya engendrado acontecimientos como las intervenciones en El Salvador, en Granada y en Panamá, así como la extensión de la presencia militar norteamericana a países de Sudamérica, so pretexto de combatir el narcotráfico. Tras alentar el aventurerismo de Sadam Hussein (días antes de la invasión de Kuwait, la embajadora norteamericana en Bagdad indicara a éste que Estados Unidos no intervendría en la cuestión), el gobierno de Bush se valdría de ello para regimentar el apoyo del conjunto de los países imperialistas y desatar una de las guerras más brutales de este medio siglo, la única que llegó de hecho a contemplar la posibilidad del empleo de bombas nucleares. A diferencia de lo que pasara en las intervenciones anteriores, en ésta Estados Unidos logró poner tras de sí al conjunto de los países imperialistas —para lo que colaboró el sello de las Naciones Unidas que pudo imprimirle—, pese a la renuencia inicial de Japón, Francia y Alemania. Se afirmó como única superpotencia mundial, ratificando la división del trabajo que, desde la segunda guerra, había impuesto en el campo imperialista (al llamar a sí las tareas dichas de defensa) y rebajando la posición militar de la Unión soviética, sin aceptar los intentos tardíos de ésta para moderar los efectos del mandato que consintiera en otorgarle en la ONU. Con ello, avanzó en el sentido de configurar un sistema mundial que combina, de un lado, la multipolaridad económica y política resultado de la larga crisis iniciada en los 60’ y, del otro, su supremacía militar. La tendencia de ese nuevo sistema mundial es la de expresarse a través del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que se configura como una especie de órgano ejecutivo, dominado por los cinco países con asiento permanente y poder de veto, al lado de un parlamento, formado por la Asamblea General, cuyas decisiones no tienen empero carácter imperativo. La Corte de La Haya, también sin poder resolutivo, flanquea esa estructura que, inspirada en la doctrina política burguesa, quiere imponer a todo el mundo, pero en particular a los países dependientes, una suerte de gobierno mundial.

En ese contexto, gana pleno sentido la reestructuración de la economía mundial en grandes bloques económicos, teniendo por epicentro a Estados Unidos, Japón, el dúo Alemania-Francia, así como los países que, por sus características, constituyen verdaderos bloques, como la URSS y la China. Son ellos, por cierto, el núcleo del poder ejecutivo del sistema político mundial en formación (excepto Alemania, que ya indicó sin embargo su deseo de integrar también esa instancia). Todo pasa como si se tratara ahora de convalidar las transformaciones económicas acarreadas por la crisis, y en particular la centralización del capital que ella propicio, mediante la creación de bloques que se plantean como verdaderas regiones político-administrativas a nivel mundial. Más allá de la impresión de ciencia ficción que ese cuadro evoca, él lleva a pensar también en las tendencias que han estado presentes desde los 70 en la estrategia mundial norteamericana —con la multipolaridad de Kissinger y los planteamientos de la Comisión Trilateral, al tiempo de Carter-Brezinski—, aunque aquellas tenían el fin más bien modesto de reorganizar tan solo el sistema capitalista. Los sucesos de los años 80 y, principalmente, lo que está pasando en la Unión soviética han llevado a que las cosas pasen a asumir un carácter realmente mundial y ponen sobre la mesa las discusiones que, al inicio del siglo, suscitaron la cuestión del superimperialismo.

No es éste el momento de llegar a conclusiones definitivas. Nos faltan, para ello, la visión en perspectiva, la información necesaria y, sobre todo, el intercambio previo de puntos de vista, indispensables para la construcción de una nueva visión del mundo. Pero no hay ninguna duda que es preciso explorar ese camino, intentar vuelos teóricos de más altura, partiendo del supuesto de que estamos realmente ingresando a una etapa histórica en que las cosas se anuncian radicalmente diferentes de lo que conocimos hasta ahora. Más que nunca estamos forzados a desarrollar un ingente trabajo teórico y, también, más que nunca, ante la falencia de los dogmas y la mediocridad de las teorías burguesas, el marxismo creador se nos presenta como la herramienta eficaz para llevarlo a cabo.

Sólo para delinear algunas de las pistas a ser seguidas en esa labor, cabe indicar dos grandes cuestiones que se plantean: el sentido histórico del socialismo y la cuestión de la dependencia. Vamos abordarlas enseguida brevemente.

4. Socialismo y dependencia

No es de ahora que manejamos la idea de que el socialismo es una era histórica, así como lo ha sido el capitalismo. Desde fines de los 70, ante las críticas que se hacían al “socialismo real”, comenzamos a trabajar en esa línea, que mostró para nosotros toda su utilidad cuando sobrevinieron, a principios de los 80, los acontecimientos de Polonia. El capitalismo surge a mediados del siglo XVI, en el seno de la Europa feudal, y comienza una lenta transformación del mundo, que todavía no se concluye totalmente. Un siglo después, con la maduración de una nueva estructura de clases en la sociedad feudal, se abre la era de la revolución burguesa, que, empezando por Holanda e Inglaterra, se extiende por dos siglos, hasta la mitad del siglo XIX. En el curso de ese proceso, asistimos a pasos hacia adelante y hacia atrás, como es el caso de Inglaterra que, entre la revolución de 1640 y la “revolución gloriosa” de 1688-89, pasa por periodos de restauración monárquica; o de Francia, que va de los extremos de la revolución de 1789 a la dictadura napoleónica, pasa por la restauración de 1815, llega a la monarquía constitucional en 1830 y alcanza finalmente la republica burguesa en 1848, luego revocada por el Segundo Imperio, que se mantendrá hasta la guerra franco-prusiana de 1871; o, aun, de Alemania, donde la burguesía asciende a clase dominante en condominio con la clase feudal y en posición subordinada ante ésta, después de 1848, manteniendo un compromiso inestable que sólo terminara con la derrota en la primera guerra mundial. La diversidad de esos procesos nacionales, y los que se registran en Italia, Austria y otros países europeos —a los que hay que sumar, además de Estados Unidos, aun en el siglo XVIII, la entrada en escena de los países latinoamericanos en la segunda mitad del siglo XIX— hacen del capitalismo y de la revolución burguesa algo extremadamente complejo, que produce diferentes formas económicas, propicia el surgimiento de formas políticas variadas y teje entre ellas relaciones de todo tipo.

Es así como, en medio a las relaciones de competencia entre las naciones capitalistas más avanzadas, se registran el desarrollo de los vínculos coloniales, semicoloniales y de dependencia, al lado de lazos de alianza los más insólitos, como los que, en el marco de la Santa Alianza, unieron la Inglaterra capitalista a la Rusia zarista.

No hay, en este sentido, porqué sorprenderse que el socialismo no haya hecho su entrada en la historia como una forma acabada —y esa fue nuestra principal razón de rechazo a las críticas al socialismo dicho “real”. Para nosotros, el socialismo tendría que ser imperfecto, tendría que dar lugar a formas económicas y políticas diversas, tendría que sufrir el impacto de las condiciones históricas y de los procesos de lucha de clases que lo informaban, tendría sobre todo que reflejar el hecho de que se constituía en un mundo dominado por el capitalismo. En suma, tendría que resultar del hecho de ser un proceso real, y no el fruto de la imaginación, una construcción abstracta de gabinete.

Y, sin embargo, no se trataba para nosotros de extremar la reflexión en la línea de la analogía, sino que recurríamos también a la del contraste. Porque sabíamos que, a diferencia de la burguesía, que nació de relaciones de producción extrañas al feudalismo, el proletariado es producto del capital, del mismo modo que la burguesía, y crece y se desarrolla con él. Pese a ello, en la medida en que reposa sobre la propiedad privada de los medios de producción, la burguesía pudo aliarse al feudalismo y, por lo menos teóricamente, nada impedía que llevase a cabo su revolución por medios pacíficos; el proletariado, al contrario, cuya explotación es fruto de esa forma de propiedad, no encuentra espacio para una alianza efectiva con la burguesía y debe transitar por la revolución violenta, por lo menos hasta que sea lo suficiente fuerte como para imponerle a su enemigo de clase su dominación en escala mundial. Era a partir de esas especificidades que planteábamos la cuestión de la revolución proletaria en América Latina.

Pero no sólo a partir de allí. Nuestra concepción del mundo, que alcanzó su formulación definitiva a mediados de los 70, nos conducía a la idea de que, entre formas estatales en pugna, asentadas sobre la base de estructuras capitalistas y socialistas, los países capitalistas sometidos a la explotación imperialista, es decir, los países dependientes, no podían someter su iniciativa revolucionaria a los intereses de los dos campos. Inversamente, era el despliegue de esa iniciativa el principal factor para el cambio de la correlación de fuerzas en el mundo y, por ende, la clave para el triunfo definitivo de la revolución proletaria. Por mucho que lamentemos el giro que ha tomado el curso del socialismo en Europa Oriental y en la misma Unión soviética, pareciera ser que la historia nos está dando la razón.

5. reconversión e integración en América Latina

Cabe así volver los ojos para lo que está pasando en los países dependientes y, en particular, en América Latina.

La dependencia, para nosotros, no se ha limitado jamás a ser una relación de subordinación política entre naciones capitalistas. Ella ha sido siempre entendida como una forma peculiar de capitalismo, que surge en base a la expansión mundial de un sistema que configura diversas formas de explotación. El capitalismo dependiente se nos ha siempre aparecido como una forma de capitalismo en el cual, dadas las relaciones de clases que allí se establecen, basadas en la superexplotación del trabajo, las contradicciones se hacen más agudas y lo configuran pues como el “eslabón débil” del sistema. Es por ello que a más desarrollo capitalista dependiente, más contradicciones sociales, y, pues, mayores posibilidades de revolución proletaria.

Trátase de posibilidades virtuales, solo actualizables mediante el avance de la teoría y de la práctica revolucionaria. Ahora bien: el examen de los prerrequisitos que el imperialismo debió atender para entrar a su actual fase de desarrollo muestra que estos implicaron la derrota del movimiento obrero y de la izquierda en Europa, en la segunda mitad de los 70, así como la intensificación de la crítica al “socialismo real”, en un estilo que trajo la confusión ideológica. Paralelamente, por las mismas fechas, junto a las críticas a la teoría de la dependencia, comienza a gestarse la redemocratización de América Latina, en moldes que acabarían por favorecer la hegemonía burguesa en el proceso. El desarme teórico e ideológico resultante favorece en todas partes las oleadas de oportunismo a que estamos asistiendo. La verdad, empero, es que, en el curso del desarrollo del capitalismo, la izquierda y las masas han vivido situaciones como estas, como el periodo que siguió a las revoluciones de 1848 o, peor aún, después de la derrota de la Comuna de Paris. Más ello no impidió que los revolucionarios llevaran adelante su lucha por la superación de un sistema injusto por otro superior. Hoy, cuando, aun en la Unión soviética y en muchos países de Europa Oriental, pero sobre todo en Cuba, China, Vietnam, Corea, las fuerzas socialistas, cuando no el socialismo mismo, están lejos de ser un perro muerto; cuando la presión de las masas explotadas de los países dependientes sobre sus regímenes y sobre el propio sistema capitalista mundial se mantiene activa y tiende a ganar aún más fuerza dado el carácter cada vez más restrictivo y discriminatorio que asume el capitalismo (sin contar los sacrificios que la coyuntura de la reconversión impone), hoy nos parece que estamos lejos de ese supuesto fin de la historia en que los ideólogos burgueses tratan de hacernos creer.

Lo que se anuncia más bien son dificultades inmediatas para la reconversión de Europa Oriental y de los países dependientes, cuya duración se extenderá aun por algunos años. Las luchas de clases a que ello dará lugar obligarán a los intelectuales burgueses a perder mucha de su actual arrogancia y serán la materia prima para que forjemos un nuevo proyecto de sociedad, mucho más cercano a los ideales de los grandes luchadores del socialismo y mucho más capaz de conducirnos a la victoria. Ya lo decía Lenin, respecto al superimperialismo:

 “…No hay duda de que el desarrollo marcha en dirección a un único trust mundial, que devorará todas las empresas y todos los Estados sin excepción. Pero por otra parte, el desarrollo marcha en tales circunstancias, con tal ritmo, con tales contradicciones, conflictos y conmociones —no solo económicas, sino también políticas, nacionales, etc., etc.—, que inexorablemente, antes de que se llegue a un único trust mundial, a la unión mundial ‘ultraimperialista’ de los capitales financieros nacionales, será inevitable que estalle el imperialismo y el capitalismo se convierta en su contrario” (Lenin, 28-29).

La reestructuración del mundo capitalista, sobre la base de la intensificación de la explotación de los países dependientes y una violenta centralización del capital en escala internacional, sólo fue posible por la confusión sembrada en el campo de la izquierda, que, carente de un proyecto revolucionario, tomó el ascenso de los movimientos de masas entonces en curso tal como se daba, es decir, con marcado sesgo corporativo, lo que los hacía incapaces de confluir hacia una estrategia común. Fue lo que permitió al gobierno de Reagan llevar a cabo su escalada en América Latina, tanto en el plano militar, como en el plano económico. En este último aspecto, instrumento privilegiado ha sido la manipulación de la deuda externa de los países latinoamericanos, respecto a la cual, desde inicios de la década, a través de la FMI bill de 1983, y resoluciones del Departamento del Tesoro de 1982 y 1984, se postuló utilizarla como elemento de chantaje, para imponer a los gobiernos de la región la práctica de políticas neoliberales. Esas políticas se aplican hoy de México a Argentina, con la destrucción de parte del parque productivo construido en América Latina después de los años 30, la extensión del desempleo, la rebaja de los salarios y la negativa del Estado a atender las necesidades básicas de la población en materia de educación, salud, vivienda y seguridad social. Su objetivo es forzar la reconversión económica de la región para adecuarla a los requerimientos de los centros imperialistas, frente a los cuales ella está llamada a producir y exportar bienes primarios y manufacturas de segunda clase e importar bienes industriales de tecnología superior. Con pequeña variación, se trata de implantar un esquema de división internacional del trabajo similar al que regía en el siglo XIX.

Los países latinoamericanos en los que existe una burguesía industrial relativamente desarrollada, como Brasil y Argentina, así como, en menor medida, México y Chile, aunque consideren inevitable y, hasta cierto punto, deseable la integración al bloque hegemonizado por Estados Unidos, tratan de llegar a ella negociando las condiciones y reservándose cierta autonomía para aprovechar ventajas ofrecidas por otros bloques económicos. El peso relativo de esa burguesía, frente a la burguesía cuya actividad se basa en la exportación de materias primas agrícolas y minerales, determina el grado de firmeza en la implementación de esa política. Ella se perfila aun con más fuerza cuando la burguesía industrial llega a generar una fracción moderna, vinculada a las nuevas tecnologías aplicadas a la producción y a los servicios.

Cuanto más débil es la burguesía industrial y más fuerte la presencia directa del capital transnacional, menores son las condiciones de negociación de los gobiernos, dada la influencia casi nula de los sectores populares en el proceso. Sea individualmente, como en el caso de México (y tendencialmente de Chile), sea agrupados (como en el caso de los países que integran el Mercosur), esas negociaciones se llevan en el marco de la política delineada por Estados Unidos, bajo el nombre de Iniciativa de las Américas. La ausencia del pueblo, en ese proceso, debilita a los gobiernos y amenaza con hacer de la integración algo extremadamente negativo, además de que —y ésta es la cuestión fundamental— la actual pasividad de las fuerzas de izquierda equivale a dejar pasar una oportunidad magnífica para hacer avanzar la integración latinoamericana, que ha sido tradicionalmente una de sus consignas más sentidas.

6. Algunas conclusiones

La importancia que ganan hoy día las cuestiones internacionales y su incidencia directa en la vida nacional deben llevarnos a revalorizar el trabajo teórico en esa área, aún más que lo que hicimos en el pasado. En este sentido, no sólo se deben dar mejores condiciones de trabajo a órganos existentes, como el CIES, sino que conviene contemplar la reactivación de CIDAMO y reforzar los núcleos o compañeros que tenemos en Argentina y Brasil. Valdría la pena intentar también la retomada de contactos con compañeros que permanecieron en centros avanzados, particularmente Estados Unidos y Europa. Para llevar a cabo la tarea, es necesario atribuir la responsabilidad de ella a un miembro de la dirección y poner en práctica un sistema ágil de comunicaciones. Cabrá a ese encargado llevar adelante también, con mayor dinamismo, las relaciones internacionales, con prioridad para América Latina, sin que ello implique restarle énfasis a las que se refieren a los países centrales.

Como elemento central en la tarea de relaciones, deben plantearse dos líneas. La primera, que abarca todas las áreas y países, consiste en la definición e implementación de una política centrada en torno al problema del gobierno mundial. En este plano, la clave está en la democratización de la ONU, que comprende, entre otros puntos: carácter imperativo para las resoluciones de la Asamblea General y los dictámenes de la Corte de La Haya; elección por la Asamblea General de todos los miembros del Consejo de Seguridad, así como de los directivos de las organizaciones especificas (UNESCO, FAO, etc.); limitación de los poderes y privilegios del Consejo de Seguridad, con el fin del derecho de permanencia y de veto, la institución del principio de rotatividad para todos los cargos y la fijación de mandatos en términos anuales; restricción a la Asamblea General (si necesario, en convocación extraordinaria) de medidas que impliquen bloqueo económico, acción militar o cualquier tipo de violación del principio de no intervención en los países miembros.

La segunda línea se refiere a la integración continental. Cábenos formular y propagandear en nuestros países y fuera de ellos un proyecto de integración que vaya más allá del mero negocio y que implique la más amplia participación popular. Para nosotros, la integración será económica, sí, pero también política y cultural. Ello implica luchar por la puesta en marcha de instituciones que aseguren una efectiva participación popular, comenzando por la elección directa de los representantes nacionales en el Parlamento Latinoamericano y siguiendo con la participación activa de obreros, estudiantes, intelectuales y mujeres en órganos que contemplen asuntos de su interés específico. En el marco de la reestructuración global de la economía mundial, parece irreal oponerse al estrechamiento de lazos con Estados Unidos. Sin embargo, planteando a la integración latinoamericana en los moldes arriba indicados, estaremos asegurando que eso no venga a ser sino una anexión disfrazada; en el caso chileno, ello implica embarcarse de lleno en la campaña por el ingreso de Chile al Mercosur. Paralelamente, hay que luchar para que la participación en el bloque encabezado por Estados Unidos no implique poner cortapisas al desarrollo de una política latinoamericana independiente en los organismos internacionales y tampoco una limitación al establecimiento de relaciones con otros bloques, según las conveniencias nacionales y regionales.

Estas son algunas sugerencias para una reelaboración de nuestra concepción del mundo y de nuestra política internacional. No hay duda de que las circunstancias han hecho con que eso sea hoy tarea prioritaria. Es indispensable que lo entendamos así y actuemos en consecuencia.

 Agosto, 1991.

Ruy Mauro Marini

Bibliografía

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Caputo, O., El comportamiento de la inversión en los principales países desarrollados, 1989, mimeo.

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CLEPI, Informe sobre la economía mundial, 1988-1989, Nueva Sociedad, Santiago, 1988

FMI, World Economic Outlook, octubre 1988, abril 1989

Lenin, Prólogo a Bujarin, La economía mundial y el imperialismo, Pasado y Presente, Buenos Aires, 1973

Marini, R. M., América Latina en la encrucijada, 1990, mimeo.

APÉNDICE ESTADÍSTICO [no está en el archivo fuente].

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