La inversión extranjera: dependencia e interdependencia
Fuente: Archivo de Ruy Mauro Marini. Publicado en El Universal, México, miércoles, 19 octubre 1977.
Uno de los factores que determinan la configuración actual de los problemas latinoamericanos es la participación del capital extranjero, en particular norteamericano, en nuestro proceso de industrialización. La inversión directa norteamericana en América Latina, tras la declinación que siguió a la crisis de los treintas, entró en recuperación a partir de la década de 1940, superando ya, en 1950, ligeramente la cifra de 1929 (3.5 millones de dólares). Desde entonces, ha crecido aceleradamente, aunque ahora con un carácter distinto al de los años previos a 1929. En efecto, en aquella fecha, la parte destinada a la industria manufacturera no representaba sino el 6,7% del total; en 1950, alcanza ya el 19%, porcentaje que irá en aumento, creciendo más rápidamente que la inversión total, para representar, en 1967, el 32.3% de ésta.
Una de las consecuencias principales de ello es la integración de las economías latinoamericanas a la de Estados Unidos. Y, sea por el hecho de que participan codo a codo en el mismo sistema productivo, sea por la vía más expedita de la asociación de capitales extranjeros y nativos, tiene lugar una verdadera fusión entre las burguesías latinoamericanas y los intereses extranjeros. Con esto, desaparece la base, no sólo de las políticas nacionalistas que esas burguesías intentaron poner en práctica en el pasado, sino también del supuesto mismo que se encontraba detrás de esas políticas: el de la posibilidad de un desarrollo capitalista autónomo para América Latina.
No es este, sin embargo, el único efecto de la inversión extranjera. Implicando la producción de artículos diseñados para otros patrones de consumo, ella ha distorsionado el sistema industrial latinoamericano, al impulsar la fabricación de bienes de lujo al revés de orientarlo hacia la fabricación de maquinaria e insumos industriales. Estos han tenido, pues, que importarse en cantidades crecientes desde el exterior, presionando sobre la balanza comercial y tendiendo a ampliar los márgenes de endeudamiento. Por otra parte, la necesidad de comercializar la producción suntuaria condujo a una mayor concentración del ingreso, agudizando las desigualdades sociales, mientras la utilización en gran escala de tecnología ahorradora de mano de obra, que acarrea la inversión extranjera, no hizo sino agravar los problemas de empleo.
A ese conjunto de consecuencias internas, hay que añadir la acción que ha ejercido el capital norteamericano en la acentuación de las desigualdades entre los países latinoamericanos. Como ese capital no se mueve en función de un desarrollo equilibrado, se concentra allí donde encuentra mejores condiciones de rentabilidad. Esto explica por qué las economías de mayor desarrollo relativo en Latinoamérica han podido acelerar su crecimiento, a costa de ampliar la brecha respecto a las más rezagadas. Baste con señalar que, del total de la inversión directa norteamericana en la región, tres países se llevan más de dos tercios de ella y que, en estos, la proporción que cabe al sector manufacturero es mucho más elevada que el promedio: 64% para Argentina, 68% para México y 69% para Brasil, en 1968.
De esta manera, si es cierto que el capital extranjero promueve la integración económica de América Latina, no lo es menos que esa integración no conduce ni mucho menos a la superación de la dependencia respecto al exterior, ni conlleva la posibilidad de un desarrollo compartido, que asegure una mayor equidad en las relaciones entre los países latinoamericanos mismos. Sin la superación de la dependencia y sin una relativa igualdad de oportunidades en el desarrollo los países latinoamericanos no pueden aspirar a una verdadera interdependencia en el plano internacional. Y sin esa interdependencia, la integración no será sino subordinación.
Esto se puede observar en el giro mismo que están tomando las relaciones entre los países latinoamericanos, que se expresa en la política puesta en práctica por algunos de los que cuentan con mayor desarrollo relativo, como Brasil, y que apunta hacia la búsqueda de hegemonía sobre las naciones vecinas. Con esto, se están agudizando antiguas rivalidades, como la que opone Brasil a Argentina, y sentando las bases para futuras frustraciones.
Ruy Mauro Marini