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Huelgas en Bolivia: democracia vs. terrorismo de Estado

Fuente: Archivo de Ruy Mauro Marini. Publicado en El Universal, México, miércoles, 18 enero 1978.


La huelga de hambre que realizan en Bolivia obreros, estudiantes y religiosos ha entrado en su tercera semana y, en el momento en que escribimos estas líneas, se acerca a su desenlace. Iniciada por seis obreras y trece niños en La Paz el movimiento enrolla hoy a mil trescientas personas y se extiende por todo el país. Elemento catalizador de la resistencia democrática, solivianta a los trabajadores y a las amplias masas populares; moviliza a los sindicatos, a los partidos, a la Iglesia y demás fuerzas organizadas; provoca disensiones en el seno del Gobierno y de las fuerzas armadas y concita la atención de la solidaridad internacional.

En estas circunstancias, el general Hugo Bánzer da muestras ya de desesperación. Junto a medidas de fuerza, como la dispersión violenta de huelguistas por la Policía y civiles adictos al Gobierno, recurre a expedientes que harían reír si lo que estuviera en juego no fuera tan importante. Así como, en la amnistía parcial que decretó (la cual se encuentra en la raíz del actual conflicto) excluyó a centenares de exiliados, llegando a excluir a perpetuidad de Bolivia, por terroristas, a niños menores de diez años, ahora, en una actitud insólita, Bánzer promueve una huelga en los servicios básicos y en el comercio, que, iniciada el lunes en La Paz, debería continuar en forma escalonada en las demás ciudades. La huelga gubernamental, que contraviene la propia Ley de Seguridad del Estado, tiene un propósito: lanzar confusión sobre las huelgas obreras que se desarrollan en apoyo a la huelga de hambre.

En efecto, el aspecto pintoresco de las acciones de la dictadura militar boliviana no debe mover a engaño. Ni son tan desquiciadas como parecen ni constituyen exclusividad de Bolivia. La farsa de la amnistía, la huelga gubernamental, la movilización de civiles “espontáneos” no son esencialmente distintas de la manera como los militares seleccionan en Brasil al presidente de la República e imponen su ratificación a un Congreso amagado por las fuerzas armadas. Tampoco difieren del plebiscito que Pinochet llevó a cabo recientemente, en Chile, bajo estado de sitio, permitiendo tan sólo la propaganda oficial y encarcelando a quienes se atrevían a manifestarse en contra. Esos actos, que parecen derivarse de la lógica del absurdo, encubren la realidad política de las dictaduras del cono sur.

Nacidas de golpes militares, con mayor o menor apoyo de un sector engañado de la opinión pública, que luego los abandona, esos regímenes se basan exclusivamente en las fuerzas armadas y en un grupo restringido de empresarios y latifundistas, ligados a capitalistas y gobiernos extranjeros. La esencia de su política es la imposición de los intereses de esa clase al conjunto de la nación. Para ello, necesitan acallar a los obreros, forzar a la pasividad a los campesinos, doblegar a las capas medias propietarias y no propietarias. Se entiende así que supriman a los sindicatos, castren a los partidos políticos, eliminen las libertades cívicas, amordacen a la prensa y recurran a la tortura y al crimen político como método de gobierno.

Sin embargo, aún el terrorismo de Estado necesita autojustificarse. En la Europa fascista, esa justificación nacía de la crítica abierta a la democracia parlamentaria. En América Latina, por supeditación a Estados Unidos, las dictaduras militares no pueden por lo general hacer lo mismo. Por esto, recurren a farsas democráticas, que no engañan a nadie. Y, porque no engañan, una veintena de niños y mujeres en huelga de hambre las puede hacer temblar hasta los cimientos, como está sucediendo en estos momentos en Bolivia.

Ruy Mauro Marini


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