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Brasil: democratización, violencia y fascismo

Fuente: Archivo de Ruy Mauro Marini. Publicado en El Universal, México, miércoles, 23 enero 1980.


El proceso de redemocratización en Brasil es una realidad. Difícil, sinuoso, sujeto a avances y retrocesos, se impone a la sociedad brasileña, sacudiendo el polvo que recubría la vida partidaria, la libertad de prensa, el derecho a organizarse y a reivindicar. Pero, en medio a la polvareda que levanta, ha surgido un fantasma inesperado: la delincuencia urbana.

De repente, Río de Janeiro se ha convertido en la ciudad más violenta del mundo. En su primera plana, la gran prensa da cuenta de asaltos, asesinatos, linchamientos. La televisión ilustra los hechos con lujo de detalles y convierte a sus principales programas en shows, que tienen como vedettes a los secretarios de seguridad estatales. Y mientras el Gobierno federal asegura que el orden urbano es un problema de los estados, estos se declaran impotentes para hacerle frente, llegando a recomendar a los ciudadanos armarse para defenderse por sí mismos.

Surge, entonces, la duda: ¿es la violencia en Río algo así tan nuevo y tan dramático? Ese gran poeta, que es Carlos Drummond de Andrade, ¿no exclamaba ya, en 1930, al describir a la ciudad: “Pero tantos asesinatos, Dios mío, y tantos adulterios también”? Se asalta o se mata más en Río que en otras aglomeraciones urbanas de Latinoamérica, como Bogotá, México, Panamá, donde, sin embargo, ¿no se respira ese clima de pánico?

Sería poco serio pretender negar que el fenómeno exista. No podría dejar de existir, en centros como Río y Sao Paulo, donde millones de personas carecen de trabajo regular o ganan a duras penas un salario mínimo de poco más de 60 dólares al mes, viviendo en tugurios miserables, mientras una clase media privilegiada percibe sueldos de hasta veinte veces el salario mínimo y ostenta la posesión de habitación propia, uno o dos autos por familia y casas en la playa para el fin de semana. Tendría que agravarse, cuando la crisis económica lleva la inflación a un promedio cercano al 80% anual.

Sin embargo, tampoco se puede negar que la manipulación ideológica de la violencia le viene de perilla a un gobierno que, por un lado, necesita mantener y legitimar un aparato policial que el pueblo identifica con la represión política, la tortura y los presos desaparecidos y, por otro lado, está forzado a recurrir a métodos de dominación más sutiles, que suponen la dispersión del movimiento popular. La campaña sobre la violencia lanza ciudadanos contra ciudadanos, opone pobres y ricos, enfrenta blancos contra negros y mulatos (quienes, en Brasil, son pobres por definición), separa la clase media del proletariado y el semiproletariado urbanos. Con ello, el régimen divide para seguir reinando.

 Encuestas recientes entre los sectores medios han arrojado resultados sorprendentes: se pide la pena de muerte, se aprueban los linchamientos, se exige que el Ejército salga a patrullar las calles, se aplaude incluso a los crímenes del Escuadrón de la Muerte. En los últimos días, la iglesia, fuerza dinámica en la lucha antidictatorial, se pronunció por el apoyo de la población a la policía. La opinión pública comienza a admitir que el ítem seguridad, es decir el presupuesto policial, tenga la primera prioridad en los presupuestos estatales.

En todos estos años de dictadura, la pequeña burguesía se mantuvo ajena o francamente hostil al régimen militar, menos por razones económicas que ideológicas. Los militares parecen haber aprendido la lección. Hoy, emprenden una vasta operación ideológica, que, mediante la manipulación de la violencia, tiene como objeto proporcionarles la base de masas fascista a que siempre han aspirado.

Ruy Mauro Marini


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