América Latina ante la crisis mundial

Fuente: II Congreso de los Economistas del Tercer Mundo, La Habana, Cuba, 26-30 de abril de 1981.


I

La segunda guerra mundial correspondió a una etapa del proceso de resolución de las contradicciones surgidas entre las grandes potencias capitalistas, en el curso del período imperialista. Las guerras no son crisis, pero actúan como ellas: la segunda guerra mundial procedió no sólo a la desvalorización en gran escala del capital social radicado en las grandes potencias, sino también a su destrucción en la mayoría de ellas, y abrió puertas anchas a una centralización de capitales sin precedentes a escala internacional, en favor de la potencia norteamericana. Simultáneamente, impulsó innovaciones tecnológicas de gran alcance, particularmente en el campo de la electrónica, modificando radicalmente la base técnica de la reproducción capitalista.

Ese doble proceso de monopolización y modernización del capitalismo mundial, que aseguró la superioridad de Estados Unidos en el concierto de las potencias imperialistas, imponía por sí mismo una ampliación de la escala de operación del capital, vale decir su extensión, y simultáneamente su profundización, mediante el despliegue de nuevas ramas de producción, así como la penetración, absorción y transformación de las ramas antiguas por los nuevos gigantes monopolistas. En condiciones contradictorias, ya que un número creciente de países se sustraen a la reproducción capitalista e inician su transición socialista, el imperialismo norteamericano debió llevar a cabo esa expansión y profundización, acelerando la internacionalización del capital y promoviendo la integración de los sistemas productivos de los países capitalistas.

Esto jugó prioritariamente en favor del centro imperialista. Hacia Europa y Japón se dirigió lo principal de las corrientes comerciales y dinerarias procedentes de Estados Unidos. Las exigencias de expansión y profundización del capital, que encarnaba el imperialismo norteamericano, se impusieron en esa zona, provocando la centralización e interpenetración de capitales, promoviendo la integración europea y alterando drásticamente las bases técnicas de producción. En los sesentas, el imperialismo europeo y japonés se mostrarían ya enteramente recuperados y en condiciones de elevar su nivel de competencia con el norteamericano. Bajo nuevo ropaje la economía capitalista mundial volvía a enfrentarse a la agudización de las contradicciones interimperialistas, que la guerra mundial había zanjado. La crisis económica -que, aflorando a fines de la década acabaría por estallar con fuerza en los setenta- corresponde al colapso del orden capitalista internacional que rigió desde la posguerra y expresa la exigencia de profundas modificaciones en el mismo, para que pueda seguir funcionando.

II

La economía latinoamericana, que participó activamente de la expansión capitalista mundial, depara la actual crisis internacional en condiciones muy distintas a las que tenía en la posguerra. En el período, la región experimentó altas tasas de crecimiento, particularmente a partir de la segunda mitad de los sesentas, que le permiten exhibir hoy un producto interno bruto que supera ya al con que contaban los países de la Comunidad Económica Europea en 1950, en valores constantes. En aquel entonces, el PIB latinoamericano representaba sólo una cuarta parte del de los países de la CEE y algo menos de la octava del que correspondía a Estados Unidos; hoy, representa una tercera parte del que poseen los primeros y una quinta parte del PIB norteamericano.

El motor de la expansión capitalista latinoamericana ha sido la industria manufacturera, cuyas tasas de expansión han estado por encima de la tasa de crecimiento global. Medida en valores constantes, la relación entre la producción manufacturera y el PIB evolucionó de un 20 a un 25%, entre 1950 y 1970; para países como Argentina y Brasil, el grado de industrialización, establecido en esos términos, era ya, en 1970, del orden del 30%, registrándose casos como el de Perú, que alcanza ya el promedio regional, partiendo de un 16% en 1950. En el curso del proceso, gana peso creciente la industria pesada, como lo demuestra la participación de las ramas metal-mecánicas en el valor agregado de la producción manufacturera a mediados de la década de 1970, particularmente en países como Brasil (31%), Argentina (28%), México (24%), y aún Perú (20%), cifras que no se comparan de manera totalmente desventajosa con las que presentan los países de Europa occidental (36%) y Estados Unidos (41%).

El paralelismo con los países capitalistas avanzados no debe mover a engaño. Si no cabe sostener que los problemas de la región se deben a una carencia de desarrollo capitalista (o, como han dicho algunos autores, a un “subcapitalismo”), tampoco se puede ignorar las peculiaridades del desarrollo latinoamericano respecto al que se ha registrado en los países capitalistas avanzados o hacer caso omiso de la manera específica con que aquí operan las leyes propias al modo de producción capitalista, en aras de una ortodoxia mal comprendida. La situación de dependencia en que se ha desarrollado América Latina ha dado como resultado un patrón de reproducción capitalista -vale decir un patrón de acumulación, circulación y distribución- que le es propio y al que la industrialización no ha hecho sino conferir rasgos más acusados: esto es lo que lo erige en objeto de investigación teórica particular. Examinemos, brevemente, cómo dicho patrón ha sido afectado por la expansión y la crisis del capitalismo mundial, para intentar fijar algunas de sus líneas tendenciales de desarrollo e indagar entonces sobre las implicaciones sociales y políticas que de éstas se derivan.

III

Al plantearnos el problema de la relación que se establece entre la economía latinoamericana y la economía capitalista mundial, en su fase de expansión, lo primero que salta a la vista es que se modifica entonces el papel que desempeña la región en la división internacional del trabajo, pero que dicha modificación es parcial y, en cierto sentido, incompleta. En la fase de la economía exportadora -que, simplificadamente, se puede fijar entre mediados del siglo pasado y la década de 1930-, América Latina se encuentra inserta en la economía internacional mediante una división simple del trabajo, que se expresa, en el plano mercantil, en el intercambio de alimentos y materias primas por bienes manufacturados y, en el de movimiento de capitales, en su posición de importadora neta. Señalemos de paso que afirmar que América Latina es importadora neta de capital no es lo mismo que decir que ella participa con ventaja en las transferencias internacionales de valor dinerario; esas situaciones pueden o no coincidir, sin que se pueda prescindir de la distinción analítica entre ambos movimientos. La observación se aplica a autores que, confundiendo capital y rentas del capital, consideran como exportación de capital a las remesas de beneficios y el pago de intereses del capital extranjero.

La desorganización de la economía internacional, que se extiende hasta la segunda guerra, pone en crisis la división internacional simple del trabajo, en los dos planos indicados. Esto permite y hasta obliga a la región a desarrollar la industria manufacturera para hacer frente a la demanda interna, para lo que utilizará hasta el límite el capital fijo disponible y echará mano de las distintas formas de superexplotación del trabajo, vale decir de las formas que implican remunerar la fuerza de trabajo por debajo de su valor. Es así como, al reorganizarse la economía capitalista mundial e ingresar ésta en una fase de sostenida expansión, América Latina ya no se enfrenta a ella como una región fundamentalmente agraria y minera, sino que presenta un conjunto de países que cuentan con un aparato de producción manufacturera de relativa importancia y a los cuales se irán sumando progresivamente los demás.

Hemos visto que la nota marcante del desarrollo latinoamericano reciente ha sido el avance de su proceso de industrialización, que ha implicado un crecimiento apreciable de su producción manufacturera y, en algunos casos, que son progresivamente los más, de su producción manufacturera pesada. Para ello han concurrido con fuerza los intereses formados en esas ramas de producción, pero también los intereses de los grandes centros capitalistas, en particular, en una primera etapa, Estados Unidos. Se trataba, para éstos, de extender su esfera de acumulación al parque industrial latinoamericano, beneficiarse allí de ganancias extraordinarias (tanto respecto a la cuota media de ganancia vigente en los países de la región cuanto a la que priva en el centro imperialista) y explotar los mercados internos regionales, en doble sentido: produciendo directamente para el consumo individual y asegurando la expansión del consumo de materias primas y maquinaria producidas en los centros imperialistas. Es así como, tras el retroceso que durara hasta la segunda guerra, y sin perjuicio de mayor dinamismo de las relaciones económicas entre los centros imperialistas, América Latina verá reanudarse y aumentar el flujo de mercancías y capital dinero hacia ella.

IV

Sobre esta base, se establece una división internacional del trabajo más compleja entre los centros imperialistas y las economías latinoamericanas, en lo que se refiere a las importaciones. En el plano mercantil, se diversifica su pauta de importaciones de manufacturas, perdiendo allí peso los bienes de consumo en favor de los bienes intermedios y de capital. En el plano del movimiento de capitales, la región sigue siendo importadora neta, pero el capital dinero ingresado para fines productivos se desplaza de la minería y la agricultura hacia la industria manufacturera y la infraestructura de transportes y energía relacionada con ella. Hasta mediados de los sesenta, predomina en el movimiento de capitales la inversión privada directa, respecto al capital de préstamo, mientras que, en lo que atañe a este último, tienen mayor importancia las operaciones intergubernamentales o con las agencias financieras internacionales; a partir de entonces, el capital de préstamo originado en la banca extranjera privada adquiere importancia creciente, tanto en la esfera del capital de préstamo, como en relación a la inversión directa.

Estos cambios relativos a las importaciones, no se acompañan, sin embargo, de modificaciones correlativas en las exportaciones. Pese a la expansión de sus economías, la participación relativa de América Latina en las exportaciones mundiales disminuye, cayendo de un 10% en 1950 a menos de la mitad en los setenta. Más grave aún, la pauta de exportaciones no se altera sustancialmente: pese al papel cada vez más destacado de la industria manufacturera en la dinámica económica de la región, las exportaciones latinoamericanas siguen siendo principalmente alimentos y materias primas. Aunque esta situación comience a modificarse, particularmente a partir de la segunda mitad de los sesenta, las exportaciones latinoamericanas de manufacturas no alcanzarán, en 1972, a cubrir más que un 18%; en promedio de sus exportaciones totales, ante un promedio mundial del 61% (determinado, esencialmente, por el hecho de que esa participación es del 72% en los países capitalistas desarrollados). La relación entre la producción manufacturera y las exportaciones de manufacturas, que en Europa occidental y Japón se sitúa entre el 40 y el 50%, en América Latina, en esa fecha, no va más allá de un 7%.

Desde el punto de vista de las exportaciones, se observa pues que el antiguo modo de inserción de América Latina, basado en la exportación de alimentos y materias primas, se modifica muy lentamente hacia un modo de inserción acorde con el papel creciente que desempeña en la economía regional la industria manufacturera. Esto es cierto aún para los países que han tenido más éxito en el proceso de transición, como Brasil: hasta la crisis de 1975, las exportaciones brasileñas de manufacturas no representaban sino una tercera parte de sus exportaciones totales y el grado de apertura del sector (exportaciones/producción) no se alejaba mucho del promedio regional. No sorprende, así, que las relaciones entre la economía latinoamericana y la economía mundial hayan estado signadas por el desequilibrio y el conflicto, que la crisis actual no hace sino agravar.

V

Teóricamente, las contradicciones implícitas en el nuevo modo de inserción de América Latina en la economía internacional podrían haber tenido un impacto positivo en la transformación del patrón de reproducción del capital que la dependencia ha impuesto a la región y que se caracteriza por un alejamiento creciente entre la dinámica de la producción y las necesidades de consumo de las masas. En efecto, esto podría haber dado lugar a un uso más intensivo de la maquinaria existente, con un aumento correlativo de la ocupación, como se observó en la primera fase de la industrialización, es decir, en los treinta y cuarenta, junto al esfuerzo de producción de maquinaria, arrojando un desarrollo sectorial más equilibrado; paralelamente, como corrección y compensación a los mecanismos autárquicos, se podría haber traducido en una búsqueda más intensa de integración regional, .y de cooperación en el plano internacional, reforzando la capacidad de negociación de la región ante los centros imperialistas, en relación a la obtención de capitales y, sobre todo, tecnología.

Esta posibilidad llegó a esbozarse en la práctica, de manera contradictoria y confusa, dejando su sello en los conflictos que estallan en la región, en los años cincuenta y en la primera mitad de los sesenta, principalmente en los países de mayor desarrollo relativo, y en donde, pues, las contradicciones se hacían sentir más. Dos elementos de distinto orden se conjugan entonces para frustrar su realización: de una parte, la penetración del capital extranjero en la industria había coadyuvado a cristalizar una gran burguesía industrial, que, aliándose a la gran burguesía agraria y financiera, presiona en favor de una alternativa distinta, orientada a una mayor integración a la economía imperialista; por otro lado, a partir de la segunda mitad de los sesenta, se incrementa la competencia interimperialista y engrosan los flujos de capitales, tanto para inversión directa como para préstamo, con los aportes europeos y japoneses, al tiempo que se expande la exportación de capitales de procedencia norteamericana.

El proceso económico y político que atraviesa Brasil entre 1964-1968 es el primer resultado de la acción combinada de esos dos factores. Se rompe el pacto populista, que consagraba al Estado como órgano de toda la burguesía, al tiempo que lo asentaba en compromisos con las clases medias y el proletariado (sólo en México, Costa Rica y Bolivia pos-1952, el pacto populista contempló concesiones efectivas al campesinado). En su lugar, y mediante la intervención de los militares, se convierte al Estado en instrumento directo para la imposición de la hegemonía del gran capital al conjunto de la sociedad. Se opta por la apertura amplia al capital imperialista, que detenta el control del capital dinero, de la tecnología y los mercados externos, para promover la modernización y aceleración industrial, tendientes a conferir a la producción nacional capacidad de competencia en el mercado mundial. Como condición para llevar a cabo esta política, se pone a la superexplotación de la fuerza de trabajo, lo que, contribuyendo a la elevación de la ganancia media en el conjunto de la economía, garantiza a los capitales extranjeros (y a los nacionales que les siguen el paso) ganancias extraordinarias más atractivas, y se promueve una violenta centralización del capital. En este contexto, la necesidad de integración continental se expresa mediante una política agresiva de conquista de mercados y, luego, de fuentes de materias primas y campos de inversión, engendrando una forma subordinada de imperialismo, o, más precisamente, un subimperialismo.

En mayor o menor grado, y con modalidades nacionales específicas, éste ha sido el camino que progresivamente recorrerán los demás países de América Latina. En muy contados casos, esta opción no pasó por la ruptura brutal del pacto populista, de la que han surgido dictaduras militares de nuevo tipo, basadas en el control del aparato estatal por las Fuerzas Armadas como institución y en una simbiosis creciente entre los intereses políticos de los militares y los del gran capital nacional y extranjero. La consecuencia para el patrón de reproducción de la economía dependiente ha sido la de agudizar las contradicciones que él encierra y acusar su tendencia separar la producción de las necesidades de las amplias masas.

VI

Ello se manifiesta, de partida, en el descompás que se registra en la evolución de la producción agropecuaria y la producción manufacturera: mientras la segunda eleva su participación en el PIB, como vimos, el sector agrícola reduce la suya, bajando de un 20% en 1950 a menos del 15% en 1970, tendencia que se mantiene en los años siguientes.

Esa baja de la participación agrícola no se debe simplemente al gran dinamismo de la industria manufacturera: aunque la diferencia salarial entre las tasas de crecimiento de ambos sectores sea elevada (6.6% para la industria contra 3.4% para la agricultura, como promedio anual, en el período 1950-1977), la baja de la participación agrícola en el PIB resulta también de la desaceleración del crecimiento del sector, que pasa de una tasa media anual del 3.7% en los cincuenta a un 3.0% en los sesenta, cayendo, en la segunda mitad de esa década al 2.4%, lo que la sitúa por debajo del crecimiento demográfico (2.8% anual, entre 1950-1975); la pequeña recuperación posterior es suficiente tan sólo para recuperar el promedio de los sesenta, pero éste queda por debajo del que regía en la década de 1950.

Esta evolución desequilibrada se extiende al comportamiento interno del sector agropecuario, afectando sobre todo la producción de alimentos que, a partir de los sesenta aumenta a un ritmo de menos del 1% al año, lo que incide sobre todo en el mercado interno y presiona hacia arriba las importaciones en este rubro. Sin embargo, las exportaciones de alimentos y materias primas agrícolas, aunque beneficiándose, es cierto, de variaciones positivas de precios que, de manera desigual, se registran sobre todo a partir de la segunda mitad de los sesenta, han aumentado en volumen, pasando del índice 100 en 1961-1965 al de 133 en 1976. Se trata de un indicador suficiente sobre cómo actúa la tendencia disruptiva entre producción y necesidades de consumo, en lo que a la agricultura se refiere.

En la industria manufacturera, la situación a primera vista es distinta: en términos de promedio por habitante, la producción se elevó de 87 dólares en 1950 a 198 en 1970, para llegar a 231 dólares en 1978, en valores constantes.

La distribución del producto por grupos de ramas muestra que la producción de bienes de consumo no durables pierde terreno respecto a la de bienes intermedios, de consumo durable y de capital (66, 23 y 11% y 40, 34 y 26%, respectivamente, en 1950 y 1974) y que sus tasas de crecimiento son dispares (en 1973, ramas como alimentos, bebidas y tabaco, textiles, vestuario y calzado, ostentan tasas inferiores al promedio del 11% registrado para el sector, mientras que productos químicos, de metal, maquinaria y artefactos lo rebasan ampliamente). Esto no constituiría de por sí un problema, si las ramas dichas “dinámicas” no privilegiaran, en términos de valor de uso a la producción de bienes de consumo no duraderos, en cuya demanda intervienen muy poco los trabajadores y que se constituyen, pues, en productos suntuarios. En Brasil, en años de gran expansión, como lo fueron los de 1967 a 1973, la producción manufacturera creció a una tasa promedio anual de 15%; si la clasificamos según el valor de uso, en el departamento I la producción de bienes de capital aumentó a un 21% anual y la de bienes intermedios a un 15%, mientras que, en el departamento II, la de bienes de consumo no duraderos creció a la tasa más baja en términos relativos (12%) y la de bienes de consumo durable lo hizo a la más alta (24%).

Este fenómeno se debe a las condiciones propicias a la formación de ganancias extraordinarias que proporcionan las ramas que responden de este último tipo de producción, condiciones que se propagan a las ramas del departamento I que producen principalmente para ellas, pero es congruente con la distribución del producto, en términos globales, y consecuentemente con la estructura de la demanda. Los altos índices de concentración del ingreso que se registran en la región, y que se extreman por cierto en el país con el crecimiento industrial más dinámico de la región: Brasil, apuntan ya en esa dirección. Lo hacen, empero, de manera más dramática las estimativas sobre los contingentes de población que, en América Latina se encuentran en situación de “pobreza” (ingresos anuales inferiores a 180 dólares) e “indigencia” (menos de 90 dólares al año): en 1972, según la OIT, el 43% (118 millones de personas) caía en la primera categoría y el 27% (73 millones) en la segunda.

No sorprende pues, que la producción de manufacturas deba buscar en forma creciente condiciones de realización en el exterior: independientemente de la comparación desfavorable que se pueda hacer respecto a ello con los países capitalistas desarrollados, la tasa de crecimiento de las exportaciones de manufacturas se ha elevado notablemente a partir de los sesentas, como señalamos antes. Aunque el peso mayor, en cuanto a destino, lo siguen teniendo los países capitalistas desarrollados, ha aumentado significativamente la participación regional, hasta alcanzar cerca del 40% en 1970, cabiendo destacar que a ella corresponde el grueso del mercado para las exportaciones de las ramas metalmecánicas. La integración latinoamericana ha servido sobre todo para acentuar el divorcio entre la producción y las necesidades sociales mayoritarias y para la producción suntuaria y las ramas de bienes de capital que ésta subordina a sí: contribuye a unir los islotes nacionales que se sitúan por encima de la línea de “pobreza” (un 30% de la producción latinoamericana total, como vimos) y favorece a los centros regionales más dinámicos, como Brasil, que han, instrumentalizado en su provecho las políticas de integración y las han convertido en arietes de su expansionismo.

VII

La recesión mundial de 1974-1975 interrumpe de manera brusca el proceso expansivo que, sobre estas bases, vivía América Latina, particularmente a partir de la segunda mitad de los sesenta. En 1975, año en que los efectos de la crisis internacional se hacen sentir plenamente, las exportaciones latinoamericanas sufren una drástica reducción, que, al no ser acompañada de una reversión similar en la tendencia ascendente de las importaciones y del servicio del capital extranjero, arroja un déficit sin precedentes en la cuenta corriente de la balanza de pagos (14 mil millones de dólares). Esto se sortea mediante un vertiginoso incremento de los ingresos de capital extranjero, que alcanzan en ese solo año un nivel equivalente al que habían tenido durante toda la década de 1960 (9 mil millones de dólares).

En el plano interno, la tasa de crecimiento cae del 7.2%, que había ostentado como promedio anual en el período 1970-1974, a un 3.3%. Los años siguientes muestran una recuperación lenta, con la tasa de crecimiento del PIB oscilando en torno a un 4.5% hasta 1978, recuperación que es mucho menos visible en lo que se refiere a la producción manufacturera. A partir de 1979, se observa una aceleración en ese proceso, sin que se logre todavía estabilizar la tendencia ascendente (como lo revela el retroceso registrado en 1980, que hizo caer la tasa de incremento del PIB de un 6.3% en 1979 a un 5.3%), teniendo allí papel destacado la industria manufacturera.

La recuperación económica regional, que se realiza aun cuando, desde fines de 1979, los países capitalistas desarrollados han sido arrastrados a una nueva recesión, se debe en una amplia medida a la capacidad que América Latina ha mostrado de imprimir un mayor, dinamismo a su relación con la economía internacional. Es así como, tras el retroceso de sus exportaciones en 1975, sus exportaciones se incrementan desde el año siguiente, más que duplicándose en valor para 1980, cuando alcanzan un nivel de 94 mil millones de dólares. Para ello, ha influido en parte el mayor peso que adquiere en su pauta de exportaciones el petróleo, particularmente en función de la fuerte expansión de las exportaciones mexicanas, el cual goza de precios favorables en el mercado mundial; pero concurre también el aumento del volumen de las exportaciones (que ha permitido elevar el monto aun cuando la relación de intercambio no favorece a los productores, como pasa con los países no petroleros); así como su diversificación, para incluir en la pauta un mayor porcentaje de bienes no tradicionales, en particular manufacturas. En consecuencia, dadas las condiciones de estancamiento del comercio mundial, se incrementa en el período la participación latinoamericana.

Ello es así también porque América Latina se valdrá del aumento de sus exportaciones para mantener en ascenso sus importaciones, tanto en volumen cuanto en valor (92 mil millones de dólares en 1980). Paralelamente, engrosa el flujo de capital extranjero, particularmente de capital de préstamo, llevando a que la deuda pública externa ascienda de un nivel de 26 mil millones de dólares en 1974 a uno de 68 mil millones en 1978; estimativas de la CEPAL, incluyendo a la deuda no garantizada, elevan ese monto a más de 100 mil millones, en esas fechas. El servicio de la deuda aumenta a un ritmo aún más formidable: en 1976 representaba un 32% de los ingresos provenientes de las exportaciones, llegando ese porcentaje a variar entre el 40 y el 60% para países como Brasil, Chile, México y Perú.

Estos elementos explican en parte porqué la región pudo mantener un ritmo apreciable de crecimiento aunque disminuido respecto al período 1976-1974, y una elevada tasa de inversión bruta, aun cuando los países capitalistas desarrollados enfrentan condiciones económicas severas, como ocurre desde 1980. Desde luego, la recíproca no es verdadera, o sea, la recuperación latinoamericana no explica cabalmente el comportamiento de su sector externo. Para ello, hay que tomar en cuenta también a la economía mundial.

Es innegable que la inflación internacional afecta desfavorablemente a la región en su relación con el exterior. Basta mencionar que, pese a que el valor de sus exportaciones en 1980 aumentó nominalmente en un 30%, su poder real de compra lo hizo sólo a un 12% respecto a 1979, y esto último se ha debido fundamentalmente a los precios del petróleo; para los países no petroleros, el poder de compra de las exportaciones de 1980 bajó en un 4% respecto al año anterior, pese a que aumentó en volumen. Hemos visto ya que esta situación se sortea mediante el aumento del endeudamiento externo y que éste tiene su precio, por el pago de amortizaciones e intereses, en condiciones por lo demás cada vez más desventajosas; añadamos ahora que, en 1980, sólo el servicio del capital extranjero que implica la remesa de beneficios y el pago de intereses (excluidas, pues, las amortizaciones) se elevó a casi el 20% del ingreso proveniente de las exportaciones, sumando 18 mil millones de dólares.

Esta situación ha motivado, entre los economistas progresistas, un creciente rechazo hacia la manera como se ha venido desarrollando América Latina, particularmente a partir de la recesión de 1974-1975, aunque, como hemos hecho notar, ésta no hace sino acentuar los rasgos inherentes a su patrón de desarrollo. Dichos economistas postulan, pues, la necesidad de lograr un mayor grado de autonomía en la relación entre la región y la economía mundial, vinculando ese objetivo a la reducción del desequilibrio sectorial inherente a su patrón de acumulación de capital y que lleva a depender en un 90% de los países desarrollados en lo referente a sus importaciones de bienes manufacturados, además de implicar también una creciente dependencia en materia de suministro de alimentos. La solución pasaría, pues, por buscar un desarrollo más equilibrado entre los sectores productores de bienes salario y de bienes de producción, tanto agrícolas como industriales, reduciendo pues el peso de la producción suntuaria, y contener el flujo de capitales proveniente del exterior, reduciendo en parte su volumen, pero sobre todo reglamentando su ingreso y aplicación.

Ese discurso no difiere, fundamentalmente, del que planteó la corriente desarrollista, en particular la CEPAL, en la posguerra. Pero si, en aquel entonces, cuando las posibilidades teóricas del desarrollo capitalista latinoamericano se presentaban aún poco definidas y, en este sentido, amplias, el discurso desarrollista parecía capaz de producir efectos prácticos, hoy, dado el patrón de reproducción vigente en la región y los efectos que sobre él ejerce la crisis mundial, el neodesarrollismo no puede sino suscitar escepticismo. En efecto, lo que el desarrollo latinoamericano reciente muestra es un aumento sostenido de su dependencia respecto al mercado mundial, tanto en materia de mercancías como de capitales. En los términos en que se encontraba planteado hasta principios de los setenta, vale decir sobre la base de una economía diversificada, centrada en el mercado interno en cuanto a realización y fuertemente ligada a la economía internacional en cuanto a la satisfacción de sus necesidades en equipo y tecnología, ese patrón de desarrollo se ha vuelto inviable. Pero todo indica que la superación de la contradicción que ha generado no reside precisamente en cortar el cordón-umbilical que une la región a la economía internacional, sino en reforzarlo, y que esto implica cambios profundos en el patrón de reproducción.

VIII

La crisis mundial no ha hecho sino acentuar la tendencia a la integración más estrecha de los sistemas productivos latinoamericanos al capitalismo internacional, lo que les está imponiendo buscar una mayor especialización y avanzar hacia esquemas más sólidos de integración. Ambas vías no pasan por la autonomía y el equilibrio sectorial, más bien los excluyen, aunque se impongan con ciertos matices, según las condiciones sociales y económicas de los países que transitan por ellas.

En los extremos, podemos ubicar a Chile, que renuncia a la industrialización diversificada y opta por lo que sus mismos ideólogos han llamado de “superespecialización industrial”, vale decir, un patrón fincado en la producción y exportación de bienes mineros, forestales y agrícolas, así como del mar, con un grado creciente de elaboración, en cambio de la apertura de la economía (hoy, con una tarifa promedio del 10%) al comercio internacional; y a Brasil, que, reforzando también la producción y exportación de bienes agrícolas y mineros, juega más bien al desarrollo de su industria manufacturera, en particular de su industria pesada. La gama de situaciones que se extienden entre esos dos extremos es variable, pero todas tienden a estrechar, más que a romper, los vínculos de las economías latinoamericanas con el mercado mundial.

Así las cosas, los esfuerzos del capitalismo latinoamericano por ajustarse a las nuevas condiciones que se están dando en la economía internacional no sólo excluyen la posibilidad de un desarrollo sectorial equilibrado, sino que trabajan en el sentido de acentuar los desequilibrios existentes. Lo que ha sido el eje de la industrialización en los países más dinámicos de la región: la industria automotriz, no tiende hoy a una mayor autonomía respecto a la economía mundial, sino a una integración más estrecha con ésta, tanto en el plano mundial como regional. Así, o se encuentra involucrada en los proyectos de “auto mundial” que elaboran las matrices transnacionales, en particular las norteamericanas, o comprometida en readecuaciones para una integración regional, como lo demuestran las operaciones recientes de la Volkswagen en Brasil y Argentina; tras la compra de la Chrysler en este último país, esa empresa proyecta armar allí vehículos con partes importadas de Brasil y también estudia la posibilidad de que fabricantes argentinos de autopiezas exporten componentes a su filial brasileña. En otro plano, el desarrollo de la industria pesada que produce bienes suntuarios toma, en Brasil y Argentina principalmente, pero también en Chile, Perú, México, un sesgo que la mantiene alejada de las necesidades mayoritarias, pero que abre nuevas perspectivas a la acumulación de capital y la proyecta también hacia el mercado mundial: la producción bélica; en el caso de Brasil, que ocupa ya la sexta posición entre los exportadores de armamentos, ilustra bien esa opción.

Para avanzar hacia el cambio de su modo de inserción en la economía mundial, mediante el despliegue en gran escala de su capacidad exportadora, los países latinoamericanos buscan recursos financieros, tecnología y mercados, tres elementos que monopolizan los grandes grupos internacionales. Por esto, no se cierran al ingreso de capitales extranjeros, bajo la forma de inversión directa o de préstamo, sino que se los disputan afanosamente. El pago de intereses y beneficios no los preocupa, siempre y cuando puedan arrancar a las masas trabajadoras una cantidad de trabajo impago suficiente para sostenerlo. Pretenden con ello repetir una situación que América Latina conoció bien, cuando funcionaba plenamente la antigua forma de inserción al mercado mundial, sobre la base de la economía exportadora; en aquel entonces, el servicio de la deuda externa en los , países latinoamericanos más dinámicos, como Brasil y Argentina, llegó al 90% de los ingresos provenientes de exportaciones. Hoy, como ayer, el capital extranjero utiliza a las exacciones por concepto de utilidades e intereses para promover las transferencias de valor que no puede completar en el plano del intercambio de mercancías.

IX

La opción de las economías latinoamericanas por una mayor integración a la economía capitalista mundial que, al tiempo que busca completar el modo de inserción que corresponde a la nueva división internacional del trabajo, implica una mayor dependencia en términos de capitales, tecnología y mercados, así como acentúa el desequilibrio intersectorial interno, no atiende a los intereses del conjunto de la sociedad, sino de la gran burguesía nacional y extranjera, surgida a medida que se configuraba el proceso de tránsito a este modo de inserción. Es natural, por tanto, que la crisis internacional, al presionar hacia la consumación de ese proceso, se haya acompañado de un esfuerzo mayor del gran capital por imponer su hegemonía al resto de la sociedad. Ello implicó tanto la implantación de las dictaduras militares, como pasó en Chile y Argentina, como la transformación interna de regímenes militares ya existentes, como en Perú, o aún la acentuación de los rasgos tecnocráticos de los militares en regímenes de carácter civil, como es particularmente el caso de Venezuela y Colombia.

Más que los cambios de fachada que cumple el Estado, importa, en su proceso de subordinación al gran capital, las transformaciones que éste sufre en su naturaleza y funcionamiento. Básicamente, esto se expresa en la hipertrofia de un aparato especial del Estado: las Fuerzas Armadas, que asumen o tienden a hacerlo progresivamente el papel determinante en la toma de decisiones que allí se realiza, lo que conlleva readecuaciones en el conjunto de las instituciones estatales y en sus mecanismos de funcionamiento. En esta perspectiva, las dictaduras militares no constituyen sino una forma de expresión del fenómeno correspondiente a la ruptura violenta del antiguo aparato estatal latinoamericano, pero de manera alguna la forma obligada que asume el proceso de refuncionalización de éste a los intereses del gran capital, como lo muestran los casos ya citados de Venezuela y Colombia. En el plano sociopolítico, el proceso se realiza mediante una simbiosis creciente de los intereses del gran capital con los del estamento militar, cuyo resultado es la conformación de un bloque burgués-militar, en torno al cual se rearticulan, en forma subordinada, las demás fracciones que componen la clase dominante.

Para que este proceso pueda culminar, el bloque burgués-militar tiene que buscar necesariamente la legitimación de su hegemonía sobre la sociedad, es decir, tiene que plantearse un proyecto de institucionalización de su dominación. La crisis mundial, al tiempo que acelera el proceso de destrucción de las antiguas democracias parlamentarias latinoamericanas, influye también en esa dirección, al proyectar sobre la región la influencia de burguesías imperialistas, como las de Europa occidental, y en particular las que se reclaman de la socialdemocracia, en cuyo sistema de dominación desempeña un papel importante la clase obrera de sus países. Serán ellas, y en especial la burguesía germano-occidental, las que apuntarán primero hacia la necesidad de avanzar de las dictaduras militares hacia modos de compromiso y transacción, que permitan edificar sistemas de dominación dotados de cierta estabilidad; aplicada inicialmente en Europa misma (Portugal, Grecia), esa fórmula será posteriormente trasladada hacia América Latina, al crecer la influencia de la socialdemocracia, y acabará arrastrando a sectores del propio stablishment norteamericano, como se observó con la política del gobierno de Carter en relación a los derechos humanos.

Pero sería una simplificación ubicar en la acción de esos factores internacionales la causa principal de la búsqueda de nuevas formas de institucionalidad, que se plantea en América Latina a partir de la segunda mitad de los setenta. En ello, desempeña un papel relevante la necesidad del bloque burgués-militar de asentar sobre bases sólidas su sistema de dominación, como se ha señalado, y aún las mismas exigencias que dicho bloque plantea, llegando a un cierto grado de maduración, que se manifiesta en una diferenciación interna. En efecto, si, en un primer momento, el gran capital nacional y extranjero conforma una fracción homogénea, que brega por imponer su hegemonía al resto de la burguesía y al conjunto de la sociedad para satisfacer sus intereses, una vez logrado ese objetivo y puesta en práctica una política económica que favorece su desarrollo, se produce en su seno un proceso gradual de diferenciación. En el país donde este proceso ha logrado un mayor grado de avance: Brasil, se observa cómo el gran capital ha engendrado dos fracciones, una vinculada a la producción suntuaria, otra a la de bienes de producción, que encuentran su factor de unificación -en el plano político- precisamente en las ligas que ambas han contraído con los militares; es de notarse que, en cuanto a sus vínculos internacionales, la primera los tiene más fuertes con el imperialismo norteamericano, y la segunda con el imperialismo europeo y japonés, siendo esta la manera concreta como incide en la sociedad nacional la agudización de las contradicciones interimperialistas.

También aquí es posible distinguir situaciones límite, como la de Brasil, donde es ya pronunciada la diferenciación interburguesa, llevando a que la misma burguesía aspire a una flexibilización de los márgenes de acción política, que le permita ventilar más libremente sus divergencias, y el de Chile, donde, siendo más reciente el carácter hegemónico del gran capital y habiéndose apenas completado la transformación del patrón de desarrollo de acuerdo a sus intereses, la burguesía presenta una configuración más homogénea que en Brasil y tiende a expresarse a través de un sistema de dominación de carácter más abiertamente autoritario. En cualquier caso, y cualquier que sea el grado de homogeneidad de la burguesía en cuestión, el proyecto de nueva institucionalidad que ésta levanta en los países de la región se caracteriza por su carácter restrictivo respecto de la clase obrera y demás sectores populares y en el intento de establecer, independientemente de la forma más o menos “socialdemocratizante” que revista, un tipo de régimen que responde a lo que algunos teóricos norteamericanos califican de “democracia gobernable”, vale decir, un régimen capaz de enfrentar y contrarrestar las presiones de las masas, La contribución específica que el bloque burgués-militar pretende dar a la teoría política burguesa es la de un Estado de cuatro poderes, vale decir, un Estado que, manteniendo o regresando paulatinamente a las formas clásicas de la democracia parlamentaria, se distingue de ella por consagrar la primacía del poder militar por sobre los poderes tradicionales del Estado.

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Los aires redemocratizantes que recorren la región, y con los que el bloque burgués-militar trata de inflar las velas de su proyecto de institucionalización, tiene motivaciones internacionales y motivaciones propias a las clases dominantes criollas. Sería, sin embargo, un error no darse cuenta que soplan con más fuerza desde la vertiente que constituyen los movimientos de masas de la región y, en especial, los movimientos de la clase obrera. En efecto, tras la recomposición que los cambios del patrón de reproducción capitalista representan para ella, esta clase se recompone, se reorganiza y extiende su influencia sobre las demás capas explotadas, poniéndose progresivamente a la cabeza de un movimiento democrático, que, de batalla en batalla, tiende a poner a las amplias masas trabajadoras en pie de guerra contra la dominación misma del capital. Este ha sido el precio que ha pagado el gran capital nacional y extranjero por el patrón de desarrollo impuesto a América Latina a partir de mediados de los sesenta, siendo significativo que, allí donde se procedieron primero y de modo más drástico a los ajustes de las estructuras de producción, distribución y consumo, han surgido los movimientos obreros más combativos en la actualidad: Brasil, Perú, Centroamérica.

En su proceso de recomposición, la clase obrera debió sufrir una contracción del empleo, seguida de un doble proceso, de extensión y diferenciación del mismo. El proceso de extensión se ha traducido en el aumento numérico de la clase, mediante la proletarización creciente de trabajadores vinculados a la industria agrícola y no agrícola. El proceso de diferenciación ha correspondido al hecho de que la inmensa mayoría de ese nuevo proletariado, proveniente del campo, del artesanado y de la pequeña industria urbana, se ha incorporado a la producción como mano de obra no calificada, percibiendo salarios mínimos que, en el período, sufrieron una violenta depreciación, al tiempo que, en sus estratos superiores, con grados crecientes de calificación, la clase recluta sus miembros en su propio seno, aprovechando los desplazamientos de mano de obra industrial verificados a raíz de los cambios en el patrón de desarrollo.

Ello ha permitido, simultáneamente al aumento del peso numérico y de la participación relativa del proletariado en la composición social global, mantener y profundizar la tradición de clase generada en la fase anterior de la industrialización. Es lo que demuestran los procesos actuales de renovación sindical: por un lado, los sindicatos mantienen y acrecientan su importancia como instrumento de lucha de los trabajadores industriales; por otro, dan lugar a una mayor participación de las bases en su seno y cuestionan el antiguo modo de relacionamiento que tenían con el Estado. Autonomía y democracia sindical pasan a primer plano en sus reivindicaciones, mientras las formas de organización y lucha se modifican, para enfatizar la importancia de las asambleas de base, los órganos seccionales, los comités de huelga.

La importancia creciente del movimiento obrero adviene también de la proletarización que incide en las actividades de servicios, de por sí en fuerte expansión, y que arrastra a las filas de la clase obrera capas cada vez más numerosas de la pequeña burguesía. No se trata de un proceso mecánico: la reducción de las condiciones de vida de la pequeña burguesía a las de la clase obrera son tan sólo la base objetiva sobre la cual entra a operar el desarrollo de la conciencia de clase. Es innegable, sin embargo, que la adopción de formas de organización, como el sindicato, y de lucha, como la huelga, acerca cada vez más a los trabajadores de servicios a la clase obrera industrial y, más que esto, sienta la premisa para que ésta ejerza de manera creciente su hegemonía sobre ellos.

A la fuerza que gana el trabajo asalariado como eje de desarrollo del movimiento de masas en la región, habría que añadir dos fenómenos de distinto orden. Por un lado, el deterioro de las condiciones de vida del campesinado, que sigue representando todavía una parcela importante de la población latinoamericana (un poco más de un tercio, para el conjunto) y en el que, en muchos países, tiene un peso importante la población de origen indígena, la cual ha comenzado a rescatar sus tradiciones culturales y de lucha, como base para una intervención más decidida en las luchas de clases que se dan en la región; este fenómeno es particularmente notable en Guatemala, pero el éxito que tenga allí el campesinado revolucionario no hará sino agudizar la tendencia ya perceptible en países como Perú, Bolivia, México. Por otro lado, el proceso de urbanización posterior a 1950, que llevó a que se invirtiera la proporción entre la población urbana y rural, pasando la primera a representar casi dos tercios del total, ha revolucionado el ambiente en que se desarrolla la vida cotidiana, poniendo sobre el tapete un sinnúmero de cuestiones, que van desde la lucha por condiciones materiales de existencia (en particular, la vivienda), hasta la toma de conciencia de problemas como el de la situación de opresión que vive la mujer y los que se derivan de las exigencias de la juventud, en particular en lo referente a la educación.

La multiplicidad de polos de desarrollo del movimiento de masas en América Latina, los cruces y coincidencias que entre ellos se dan, convergen en la necesidad de ampliar el margen de acción en el que pueden plantear sus reivindicaciones y llevar adelante sus movilizaciones. En otros términos, conducen a la emergencia de un amplio movimiento popular por la democracia, que sólo mediante engaños y manipulación el bloque burgués-militar puede intentar asimilar a su proyecto de institucionalización. En efecto, como vimos, la institucionalidad planteada por el bloque burgués-militar, es eminentemente restrictiva, en lo que al desarrollo del movimiento popular se refiere, y pone, como barrera última al avance de éste, la capacidad represiva del sistema de dominación, materializada en las Fuerzas Armadas. Es natural, pues, que, aunque logrando, según las circunstancias, grados mayores o menores de concesión, el movimiento de masas en América Latina se vaya construyendo sobre la base de una creciente autonomía respecto al bloque burgués-militar y cree zonas de fricción cada vez más extensas con éste, que apuntan hacia una ruptura radical. En otros términos, ante el proyecto de institucionalización desde arriba que plantea el bloque burgués-militar, se gesta un proyecto de democracia por la base, en el seno del movimiento de masas, convergiendo ambos, desde perspectivas distintas, a la puesta en cuestión del sistema de dominación, tal como se encuentra hoy planteado.

Es por ello que la cuestión del Estado ha asumido carácter prioritario en la dinámica de las luchas de clases en la región, particularmente después que la revolución sandinista la solucionó de manera radical en favor de las masas. Desde entonces, los problemas surgidos a raíz de la crisis mundial, que se expresaban en la urgencia para las burguesías de completar la readecuación a la nueva división internacional del trabajo, y que a lo sumo se manifestaban en disputas entre sus fracciones, den lugar a los que plantean un movimiento de masas en ascenso, en el cual tiene papel destacado la clase obrera. Es al desarrollo de ese enfrentamiento que asistiremos en los próximos años y su resultado interesa no sólo a los pueblos del continente, sino a la suerte misma del capitalismo mundial.

Ruy Mauro Marini

FUENTES UTILIZADAS

  • Banco Interamericano de Desarrollo: Progreso Económico y Social en América Latina, Informe 1974 a 1979.
  • Bonelli, R., y P. Malan “Os limites do possivel”, Pesquisa e Planejamento  Económico (Río de Janeiro), 1976.
  • Comisión Económica para América Latina: Estudio Económico de América Latina, 1970 a 1979.
  • ——— La economía de América Latina en 1980, Notas n. 333, Enero 1981.
  • ——— Empleo y salarios en América Latina, Notas n. 329, noviembre 1980. América Latina en el umbral de los años 80.
  • ——— La industrialización latinoamericana en los años setenta.
  • ——— Tendencias y proyecciones a largo plazo del desarrollo económico de  América Latina.
  • Marini, R. M., Dialéctica de la dependencia, ERA, México, 1973.
  • ——— “La acumulación capitalista mundial y el subimperialismo”, Cuadernos  Políticos n. 12, (México), abril-junio 1977.
  • ——— La cuestión del Estado en las luchas de clases en América Latina, Cuadernos del CELA, Universidad Nacional Autónoma de México, 1980.

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