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La revolución cubana: una reinterpretación

Fuente: Vania Bambirra, La Revolución Cubana: una reinterpretación, Editorial Nuestro Tiempo, México, 1976.


Esta obra de Vania Bambirra representa el producto de un paciente trabajo de investigación. Con la independencia intelectual que la caracteriza, la autora se ha negado a aceptar las ideas hechas y los enfoques tradicionales sobre la Revolución Cubana y, remitiéndose a las fuentes, se ha dedicado a reinterpretar algunos aspectos fundamentales de ese proceso de tanta significación para los pueblos de América Latina. La exposición de los resultados se ordena en torno a dos vertientes: la guerra revolucionaria, en relación a la cual se examina la concepción estratégica que la presidió, así como las fuerzas sociales que en ella intervinieron, y el carácter de la revolución.

Definiendo con rigor las líneas estratégicas que adoptaron sucesivamente los dirigentes cubanos durante la guerra revolucionaria, el estudio permite acompañar la integración progresiva de las distintas clases al proceso. Este se entiende como una expresión de la lucha de clases en la sociedad cubana, que condujo a que, tras la insurgencia de la pequeña burguesía, se marchara hacia la formación de una alianza de clases en la cual se destacó cada vez más el papel desempeñado por los obreros y los campesinos.

Será difícil, en adelante, seguir sosteniendo, respecto al proceso cubano, tesis que menoscaban la importancia de la participación de las masas y de la organización partidaria, como las que se han expresado en los planteamientos foquistas. La autora completa así una labor en que apareció como pionera, desde que, bajo el seudónimo de Cléa Silva, sometió por primera vez en América Latina a una crítica sistemática los puntos de vista defendidos por Régis Debray.1

Sin embargo, el hecho de que la alianza de clases se encontrara todavía en formación al triunfar la Revolución tendrá repercusiones en el curso que ésta tomará, tras el derrocamiento de Batista. Esto es lo que lleva a la autora, en lo que representa sin duda la tesis de su trabajo que se prestará mejor a la polémica, a distinguir dos etapas en el curso de la revolución: la democrática y la socialista, cuya línea divisoria se establece en el segundo semestre de 1960, o sea, más de un año después de la caída de la tiranía.2

La importancia de esta tesis merece que nos detengamos en algunas consideraciones en torno a ella. Más allá de las intenciones de la autora, los equívocos a que puede conducir son susceptibles de perjudicar el combate que se inició, justamente a partir de la Revolución Cubana, a los que, en nombre de la revolución democrática, preconizan en América Latina la alianza de la clase obrera con una burguesía nacional portadora de intereses antiimperialistas y antioligárquicos.

Es cierto que la autora rechaza siquiera la existencia de una burguesía nacional de este tipo (véase el capítulo “Hacia la Revolución Socialista”). Sin embargo, y aunque la duda pudiera disiparse si se consultan otros trabajos suyos, su argumentación en el presente libro no aclara de forma categórica si, en los países latinoamericanos donde el desarrollo industrial dio lugar al surgimiento de una burguesía vinculada al mercado interno, ésta posee virtualidades revolucionarias.

Conviene, por tanto, recordar que uno de los méritos de los estudios sobre la dependencia, que se desarrollaron en América Latina a partir de mediados de la década pasada, y en cuyo marco la autora inició su trabajo intelectual 3, ha sido el de demostrar que el imperialismo no es un fenómeno externo al capitalismo latinoamericano, sino más bien un elemento constitutivo de éste. La consecuencia teórica más importante que de allí se desprende, y que no ha sido todavía sistemáticamente tratada, es la de que la dominación imperialista no se reduce a sus expresiones más visibles, como son la presencia de capitales extranjeros en la producción, la transferencia de plusvalía a los países imperialistas mediante mecanismos mercantiles y financieros y la subordinación tecnológica, sino que se manifiesta en la forma misma que asume el modo de producción capitalista en América Latina y en el carácter específico que adquieren aquí las leyes que rigen su desarrollo. La manera cómo se agudizan, en el capitalismo dependiente, las contradicciones inherentes al ciclo del capital; la exasperación del carácter explotativo del sistema, que lo lleva a configurar un régimen de superexplotación del trabajo; los obstáculos creados al paso de la plusvalía extraordinaria a la plusvalía relativa, y sus efectos perturbadores en la formación de la tasa media de ganancia; la extremación consiguiente de los procesos de concentración y centralización del capital —esto es lo que constituye la esencia de la dependencia, la cual no puede ser suprimida sin que se suprima el sistema económico mismo que la engendra: el capitalismo.

Este planteamiento teórico apuntala la tesis política según la cual no hay antiimperialismo posible fuera de la lucha por la liquidación del capitalismo y, por ende, fuera de la lucha por el socialismo. Pero el socialismo no es tan sólo un determinado régimen de organización de la producción y la distribución de la riqueza, o sea, no es simplemente una cierta forma económica. El socialismo es, por sobre todo, la economía que expresa los intereses de una clase —el proletariado— y se opone, por tanto, a los intereses de la clase a la cual se enfrenta el proletariado: la burguesía. La lucha por el socialismo se expresa, pues, a través de la revolución proletaria, que opone la clase obrera y sus aliados a la burguesía en tanto clase. Se entiende, así que ésta no tenga lugar en el bloque histórico de fuerzas a quien incumbe realizar la revolución latinoamericana.

Aclaremos bien este punto. La lucha por el socialismo es, fundamentalmente, una lucha política, en el sentido de que el proletariado tiene que contar con el poder del Estado para quebrar la resistencia de la burguesía a sus designios de clase e imponer a los sectores más débiles de ésta, a las capas medias burguesas, que subsisten todavía durante un cierto tiempo, una política que destruya sus bases materiales de existencia. La política del proletariado hacia la burguesía es siempre una política de fuerza; lo que varía es el grado de fuerza, vale decir de violencia, que el proletariado utiliza respecto a las distintas capas y fracciones burguesas, grado que se determina en última instancia por la capacidad de resistencia de dichas capas y fracciones a la política proletaria. Esto es lo que hace que, para Lenin, el socialismo no sea tan sólo la electrificación, el desarrollo de las fuerzas productivas, las transformaciones económicas, sino también los soviets, es decir, el poder del proletariado organizado en el Estado.

La etapa democrática de la Revolución cubana, tal como Vania Bambirra la define aquí, es una dura lucha por el poder, un ingente esfuerzo por afirmar la hegemonía proletaria en el seno del bloque revolucionario de clases que se empezará a forjar en el curso de la guerra y por expresarla plenamente en el plano del Estado. La autora nos queda debiendo, en este sentido, un estudio más detallado de cómo las clases revolucionaras, cuya vanguardia se encontraba organizada en el Ejército Rebelde, se enfrentaron a los intentos de la burguesía y el imperialismo por mantener su dominación y robarles la victoria tan duramente conquistada; de cómo el aparato del Estado fue disputado palmo a palmo y conquistado a través de medidas tales como la creación de los tribunales militares y el remplazo de Miró Cardona por Fidel Castro al frente del gobierno; de cómo, a través de las milicias armadas campesinas y obreras, cuya existencia cobró forma legal con el estatuto de la Milicia Nacional Revolucionaria, del 26 de octubre de 1959, se continuó la incorporación y organización de masas cada vez más amplias de obreros y campesinos al eje del poder revolucionario —el Ejército—; de cómo el gobierno revolucionario de Fidel Castro, apoyado en la fuerza de las masas organizadas y armadas, desplazó progresivamente la presencia burguesa e imperialista del aparato del Estado, lo que se simboliza en la sustitución de Urrutia por Dorticós en la presidencia de la República, e impulsó decididamente la dirección obrera y campesina sobre la producción y la distribución de la riqueza.

La etapa democrática de la revolución proletaria no es sino esto: una aguda lucha de clases, mediante la cual la clase obrera incorpora a las amplias masas a la lucha por la destrucción del viejo Estado y entra a constituir sus propios órganos de poder, que se contraponen al poder burgués 4. Reconocer, por tanto, la existencia de las dos etapas en el proceso revolucionario cubano no debe inducir a confusión. La etapa democrática de la Revolución Cubana no es la etapa democrático burguesa que se ha pretendido erigir en necesidad histórica de la revolución latinoamericana y que se definiría por sus tareas antiimperialistas y antioligárquicas. Ella es más bien la expresión de una determinada correlación de fuerzas, en la cual el poder burgués subsiste todavía, la clase obrera aún no deslinda totalmente su propio poder para enfrentarlo definitivamente al poder burgués y la constitución de la alianza revolucionaria de clases sigue su curso, mediante la incorporación a ella de las capas atrasadas del pueblo. Es en este marco que entra a opacarse la ideología pequeñoburguesa en el seno del bloque revolucionario, como el presente estudio demuestra para el caso cubano.

Son, por tanto, las condiciones de desarrollo de la alianza revolucionaria de clases y el proceso de formación del nuevo poder lo que define las etapas de la revolución proletaria. Es así como se puede entender por qué la etapa democrática de la Revolución Cubana se extendió más allá del momento en que la vanguardia revolucionaria logró instalarse en el aparato del Estado. La confrontación con la experiencia rusa, distinta bajo muchos aspectos, es aleccionadora. Allí, el desarrollo del poder dual de los obreros, campesinos y soldados atraviesa una primera etapa de coexistencia con el poder burgués, que detenta el aparato estatal, pero se distingue claramente de éste, inclusive en términos de estructuración orgánica; la situación es, pues, distinta a la de Cuba, donde ambos poderes se confunden en el seno del Estado. La contradicción más acusada que se observa en Rusia, en el plano político, es lo que lleva a que el paso del aparato estatal a manos de la vanguardia proletaria coincida con la liquidación violenta del poder burgués, a través de una insurrección armada; en Cuba, esa situación no se produce, porque las bases materiales del Estado burgués —las fuerzas represivas y la burocracia— habían sido suprimidas anteriormente.

Cabe señalar que esa transformación gradual del Estado cubano nada tiene que ver con las tesis que se plantearon en la izquierda chilena, respecto a una dualidad de poderes en el seno del Estado, a raíz de las elecciones presidenciales de 1970. Sin insistir en que, en Chile, el aparato estatal burgués permaneció intacto y, más que ser subordinado, subordinó así el gobierno que emergió de esas elecciones, tesis como las mencionadas tienden a distraer la atención de lo que Lenin consideraba como un problema fundamental de la revolución: la conquista del poder político por el proletariado. En efecto, la característica central de las dos revoluciones consideradas aquí reside en la creación de un tipo superior de Estado democrático, para usar la expresión de Lenin, antagónico a la república parlamentaria de tipo burgués, que se tendió a crear en ambos países. En la república burguesa, “el poder pertenece al Parlamento; la máquina del Estado, el aparato y los órganos de gobierno son los usuales: ejército permanente, policía y una burocracia prácticamente inamovible, privilegiada y situada por encima del pueblo” 5. Las diferencias entre la democracia proletaria y la democracia burguesa están precisamente en que la primera suprime esa máquina de opresión: ejército, policía y burocracia, y asegura “la vida política independiente de las masas, su participación directa en la edificación democrática de todo el Estado, de abajo arriba”, que la república parlamentaria burguesa” dificulta y ahoga.6

El carácter socialista de la etapa subsiguiente, en Rusia, se afirma a partir del momento en que se corta el nudo gordiano del poder en favor del proletariado. Este se constituye, desde el primer día de la insurrección victoriosa, en la fuerza hegemónica en la alianza de clases revolucionaria. Las tareas que se propone no son todavía, desde el punto de vista económico, rigurosamente socialistas 7, pero sí es su objetivo. Con su rigor acostumbrado, Lenin define la situación en la proclama al pueblo del 25 de octubre: “El Gobierno Provisional ha sido depuesto. El Poder del Estado ha pasado a manos del Comité Militar Revolucionario, que es un órgano de diputados obreros y soldados de Petrogrado y se encuentra al frente del proletariado y de la guarnición de la capital”, concluyendo con un saludo a “la revolución de los obreros, soldados y campesinos” 8. En su informe del mismo día al Soviet de Petrogrado, Lenin es aún más explícito, cuando, tras afirmar que la revolución obrera y campesina “se ha realizado”, declara: “Se inicia hoy una nueva etapa en la historia de Rusia, y ésta, la tercera revolución rusa, debe conducir finalmente a la victoria del socialismo”.9

Lo que define realmente el carácter de una revolución es la clase que la realiza. En este sentido, debemos hablar de la revolución proletaria, del mismo modo como hablamos de la revolución burguesa. Sus etapas se determinan por el grado en que el proletariado logra constituirse en centro de poder, es decir, logra estructurar el tipo de Estado que le permite atraerse a las amplias masas del pueblo y librar con ellas la lucha contra la dominación de la burguesía. Desde luego que ello involucra tareas económicas, capaces de retirar a esta clase sus condiciones de existencia y, simultáneamente, encaminar la construcción de una sociedad que apunte a la supresión de la explotación. Pero no son las tareas económicas que cumple la revolución lo que determina su carácter —como lo han sustentado en un estéril debate estalinistas y trotskistas— una vez que, para realizarlas, el proletariado depende de los compromisos contraídos con sus aliados y del grado de conciencia de éstos.10

Es bueno tener presente que, cuando se afirma que la necesidad histórica de la revolución democrática-burguesa consiste en que es preciso liquidar las tareas no cumplidas por la burguesía, para poder enfrentar las que son propias de la construcción del socialismo, se está idealizando, si no la burguesía, por lo menos la democracia burguesa. Las tareas democráticas que levanta el proletariado no son tareas de la burguesía ni pueden ser cumplidas en el marco de la democracia burguesa. Esto es cierto principalmente para las que se refieren a la democratización del Estado; recordemos que, aun en su forma más avanzada: la república democrática parlamentaria, el Estado burgués obstaculiza y ahoga la participación política de las masas, ya porque restringe las tomas de decisiones a los órganos del Estado, que se sitúan fuera de cualquier control por parte del pueblo, ya porque ejerce sobre éste la coerción armada. Tales tareas sólo pueden cumplirse, pues, mediante la democracia proletaria, es decir, aquélla que asegura la dictadura de la mayoría sobre la minoría. Aun en el contexto de situaciones históricas determinadas, la necesidad de la democracia proletaria (como instrumento que permite al pueblo hacer valer su voluntad) se plantea precisamente porque la burguesía en el poder no asegura el cumplimento de las tareas que exigen las masas. Es así como, en Rusia, fue la incapacidad de la burguesía para llevar a cabo la reforma agraria, la contratación de la paz y el suministro de bienes esenciales a las tropas combatientes y a la población de las ciudades lo que convenció a las masas de la justeza del programa proletario y abrió las puertas a la toma del poder por los bolcheviques.11

Resumiendo:

La Revolución rusa de 1917 fue una revolución proletaria, en el sentido de que el proletariado era la clase hegemónica que la realizó; una revolución obrera y campesina, porque, dado el atraso del capitalismo en Rusia, el campesinado era la fuerza social mayoritaria en el bloque revolucionario, y una revolución socialista, porque, coherente con su interés de clase, el proletariado se dio el socialismo como meta. Su etapa democrática precedió el paso del aparato estatal a manos de la vanguardia proletaria.

La Revolución Cubana fue una revolución popular, por la alianza de clases que la impulsó, constituida por la pequeña burguesía urbana, el campesinado, la clase obrera y las capas pobres de la ciudad, cuya etapa democrática se prolongó más allá de la llegada de la vanguardia revolucionaria al poder del Estado; la razón de esta peculiaridad reside en el hecho de que la vanguardia tuvo acceso al poder estatal (cuyas bases materiales habían sido suprimidas) antes que se completara la organización del poder obrero y campesino y la incorporación de las amplias masas al proceso. El paso de la revolución popular a la revolución obrera y campesina, en Cuba, correspondió a la destrucción del aparato estatal burgués, del cual la dictadura de Batista no había sido sino una expresión, y a las transformaciones operadas en un sentido socialista al nivel de la estructura económica; ambos procesos se realizaron con base en el poder armado de los obreros y campesinos, manifestado en el Ejército y en las milicias populares. Es esta particularidad que explica el hecho de que, cuando la Revolución afecte también el plano de la ideología y se proclame socialista, ya la construcción del socialismo se hubiera iniciado, al revés de lo que pasó en Rusia.

Las peculiaridades de las dos revoluciones tienen que explicarse a la luz de las condiciones particulares en que se desenvolvieron, así como del grado de desarrollo ideológico y político del proletariado en ambos países 12. El mayor mérito del libro de Vania Bambirra, como señalamos al principio, es plantearse en este terreno, rechazando el lugar común y las explicaciones fáciles. En este sentido, no debe tomarse por aquellos a quienes va dedicado —los militantes revolucionarios— tan sólo como un estudio serio y bien fundamentado; tiene que tomarse también como un valioso aporte a la discusión ideológica y política que se está librando en el seno de la izquierda latinoamericana, en torno al tema de la revolución proletaria.

Habría que decir, finalmente, que el estudio de Vania Bambirra se llevó a cabo en el marco del programa de investigaciones del Centro de Estudios Socio-Económicos (CESO), de la Universidad de Chile, y se publicó inicialmente, en la serie de cuadernos que editaba esa institución, como un homenaje al vigésimo aniversario del 26 de Julio, fecha clave en la historia de la Revolución Cubana. Esto se daba en el momento mismo en que, en Chile, la lucha de clases alcanzaba uno de los puntos más altos que se ha presentado en los últimos quince años en América Latina. En este sentido, La Revolución Cubana: una reinterpretación era más que un simple homenaje y rebasaba de mucho el alcance de un ejercicio meramente académico: representaba también un esfuerzo para aportar elementos nuevos a la intensa lucha ideológica que se libraba entonces en el seno de la izquierda chilena.

Y estaba bien que fuera así. Una revolución como la de Cuba no puede conmemorarse simplemente mediante actos rituales, destinados a sacramentalizarla. La conmemoración de una verdadera revolución debe ser, antes que nada, una renovada toma de posesión de sus contenidos fundamentales, con el objeto de impulsar el desarrollo del espíritu revolucionario de las masas y de convertirlos cada vez más en un patrimonio irrenunciable de los pueblos.

Junio, 1974.

Ruy Mauro Marini

Notas

  1. Véase, de Cléa Silva, “Los errores de la teoría del foco”, en Monthly Review: Selecciones en castellano, Santiago, No. 45, diciembre de 1967.
  2. Un criterio similar es adoptado por Adolfo Sánchez Rebolledo en su antología de discursos y documentos de Fidel Castro: La Revolución Cubana. 1953-1962, México, Era, 1972.
  3. El resultado de sus investigaciones en este terreno se publicó en esta serie, bajo el título Capitalismo Dependiente Latinoamericano.
  4. A ella se referían Marx y Engels en el Mensaje del Comité Central a la Liga de los Comunistas, de 1850, cuando emplearon la expresión “revolución permanente”, a la cual Trotsky daría más tarde un sesgo marcadamente economicista.
  5. Lenin, “Las tareas del proletariado en nuestra revolución”, El problema del poder, Santiago, ediciones El Rebelde, s/f., p. 21, subrayados de Lenin.
  6. Ibid., pp. 22 y 23, subrayados de Lenin.
  7. La supresión de la propiedad de los terratenientes y el control obrero de la producción. Cfr. Lenin, “A los ciudadanos de Rusia”, Obras escogidas, Moscú, editorial Progreso, T. 2, p. 487. Ninguna de esas medidas implica la socialización de la economía. El hecho de que se haya llegado rápidamente, en Rusia, a la estatización masiva de las empresas no se contemplaba inicialmente por los bolcheviques. El testimonio de Lenin no deja dudas al respecto: “Uno de los primeros decretos, promulgado a fines de 1917, fue el del monopolio estatal de la publicidad. ¿Qué implicaba ese decreto? Implicaba que el proletariado, que había conquistado el poder político, suponía que habría una transición más gradual hacia las nuevas relaciones económico sociales: no la supresión de la prensa privada sino el establecimiento de cierto control estatal, que la conduciría por los canales del capitalismo de Estado. El decreto que establecía el monopolio estatal de la publicidad presuponía al mismo tiempo la existencia de periódicos privados como regla general, que se mantendría una política económica que requería anuncios privados, y que subsistiría el régimen de propiedad privada, que continuaría existiendo una cantidad de empresas privadas que necesitaban anuncios y propaganda”. “Informe sobre la nueva política económica, 29 de octubre”. Obras completas, Buenos Aires, Cartago, t. XXXV, p. 535.
  8. “A los ciudadanos de Rusia”, op. cit., subrayados míos.
  9. “Informe sobre las tareas del poder soviético”, Obras completas, op. cit., t. XXVII.
  10. Lenin lo sabía perfectamente, cuando, al plantear la toma del poder por el proletariado, advertía: “El partido del proletariado no puede proponerse, en modo alguno, ‘implantar’ el socialismo en un país de pequeños campesinos, mientras la inmensa mayoría de la población no haya tomado conciencia de la necesidad de la revolución socialista”. ¿En qué consistiría entonces, inicialmente, la revolución? En la creación de un Estado capaz de permitir al proletariado guiar el campesinado al socialismo. Para la construcción de ese Estado, sí era posible ganarse a los campesinos: “Si nos organizamos y hacemos con habilidad nuestro programa, conseguiremos que no sólo los proletarios, sino nueve décimas partes de los campesinos estén contra la restauración de la policía, contra la burocracia inamovible y privilegiada y contra el ejército separado del pueblo”. Y Lenin insistía: “Y precisamente en esto, y sólo en esto, estriba el nuevo tipo de Estado”. “Las tareas del proletariado…”, op. cit., pp. 29 y 24.
  11. Al respecto, Lenin señalaba que la satisfacción de las necesidades económicas más apremiantes de las masas no podría ser realizada por la burguesía, “por muy ‘fuerte’ que sea su poder estatal”. Y añadía: “El proletariado, en cambio, sí puede hacerlo al día siguiente de conquistar el poder estatal, pues dispone para ello tanto del aparato (soviets), como de los medios económicos (expropiación de los terratenientes y la burguesía)”. “Las elecciones a la Asamblea Constituyente y la dictadura del proletariado”. El problema del poder, op. cit., pp. 74-75, subrayados míos.
  12. Es significativa la importancia que atribuye Lenin, en el éxito de la Revolución Rusa, a la conducción que, tras quince años de existencia, el partido bolchevique lograra afirmar en el seno del proletariado. Esa conducción, que se expresaba en “la centralización más severa y una disciplina férrea”, se explicaba, a los ojos de Lenin, precisamente por “las particularidades históricas de Rusia”. Cfr. “La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo”, Obras escogidas, op. cit., t. 3, pp. 373 sigs.

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