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Economía y democracia en América Latina

Fuente: Archivo de Ruy Mauro Marini, con la siguiente anotación: “1994 – Para UAM-X (Jaime Osorio)”.

RONALDO SCHEMIDT. GETTY

1. En los debates que se libran actualmente en América Latina sobre la democracia, esta es entendida esencialmente como una forma de organización del Estado, que garantiza los derechos de los ciudadanos y les asegura mecanismos de intervención en la designación de los gobernantes y, por esa vía, en la opción por determinadas políticas. La participación directa en la determinación de esas políticas y, en particular, de las que, afectando a la economía, determinan las condiciones materiales de vida de la población es algo que no ha llegado a plantearse prácticamente.

En otros términos, la discusión en nuestros países ha tendido, sino a confundir, por lo menos a yuxtaponer liberalismo y democracia. Esta es tomada en tanto que algo adjetivo, un conjunto de procedimientos y mecanismos capaces de calificar y, en ciertos casos, corregir el liberalismo, sin considerar que se trata de elementos conceptualmente diferentes.

Se trata de una concepción equivocada y estrecha, que no distingue de manera suficiente lo que es esencial a ambos conceptos, por un lado, y, por otro, se limita a definir la democracia por sus aspectos formales, al revés de plantearla de manera dinámica, como un modo, podríamos hasta decir un método de relacionamiento entre la sociedad civil y el Estado.

2. Sin embargo, la relación sociedad civil-Estado es lo que constituye el tema por excelencia de reflexión de la moderna teoría política, tal como se constituye a partir de la formación de la sociedad burguesa. Cabe señalar que, al considerar la teoría política burguesa, se suele tomarla como un todo relativamente homogéneo, producto de contribuciones parciales llevadas a cabo por distintos pensadores. De hecho, ella presenta tres vertientes claramente diferenciadas y en una amplia medida contrapuestas.

En función de esa diferenciación, hay más afinidad entre el contractualismo de Hobbes y el historicismo de Hegel, que pontifican en la vertiente autoritaria, que, por ejemplo, entre el contractualismo de Hobbes y el de Locke, quien se destaca en la vertiente liberal. Del mismo modo, es notable la distancia entre la noción de contrato presente en Hobbes y Locke respecto a la que informa la concepción democrática de Rousseau.

El eje del problema reside en la relación existente entre el Estado, expresión manifiesta del poder, y la sociedad civil, entendida a la manera hegeliana como la esfera de la economía y las clases sociales. Esa relación tiene su punto nodal en la cuestión del origen y ejercicio de la soberanía, tomada en tanto que poder supremo.

Aunque para Hobbes, Locke y Rousseau la soberanía sea, por definición, atributo esencial del pueblo, los tres difieren respecto a la capacidad de delegación de que puede ser objeto el Estado: esa capacidad es absoluta para Hobbes, limitada y condicional para Locke y prácticamente nula para Rousseau. Es por ello que, mientras Hobbes ve a la sociedad civil desamparada ante el Estado, Locke (y, después de él, Montesquieu) busca circunscribir la acción y cohibir los abusos del Estado, mediante la separación de sus poderes y las limitaciones y controles que éstos ejercen entre sí.

En los extremos, se encuentran Hegel y Rousseau. Hegel ve al Estado como la etapa superior del desarrollo histórico y, en este sentido, la dimensión en la cual la sociedad civil se realiza y se resuelve, superando en provecho del interés general los intereses particulares y corporativos que le son propios; recupera, con ello, el totalitarismo hobbesiano y reduce la división de poderes del Estado a un mero expediente funcional. Rousseau, a su vez, aunque radicalmente opuesto a la vertiente autoritaria, rechaza igualmente el liberalismo, al concebir un Estado comisario, simple ejecutor de la soberanía que el pueblo ejerce directamente como voluntad general y de la cual la ley es la expresión.

3. Se derivan de allí implicaciones decisivas para el análisis de la relación entre el Estado y la economía. González Casanova define al Estado como el poder de disponer de la economía y, está, sin duda, en lo cierto. Sin embargo, la exactitud de ese concepto varía considerablemente, según la vertiente de la teoría burguesa desde la cual nos situemos.

Para el liberalismo, ese poder sufre una grave limitación. Es así como Locke subordina esa capacidad de disposición a lo que representa, desde su punto de vista, el derecho fundamental del individuo: la propiedad privada. En efecto, para él, la propiedad privada antecede al pacto social que da origen al Estado, quedando pues fuera de su competencia. Una vez constituido, al Estado cabe tan sólo asegurar las condiciones para que sus ciudadanos realicen a contento su actividad laboriosa, vale decir su trabajo, y tengan asegurada la apropiación de su resultado, así como la libre disposición del mismo. En otros términos, para el liberalismo, el mercado es la extensión del derecho esencial del ciudadano y se encuentra por ello más allá de la capacidad de acción del Estado, con lo que se divorcia la política de la economía.

Ello no está presente para nada en la concepción autoritaria del Estado que plantea la teoría burguesa. La delegación absoluta de la soberanía popular, que postula Hobbes, retira a los ciudadanos la posibilidad de limitar el poder del Estado, del mismo modo como la concepción que Hegel tiene del Estado, en tanto que instancia superior de la evolución del hombre, subordina a él de modo también absoluto la voluntad y los intereses de las clases, grupos e individuos.

Pero tampoco lo está, y esto es lo importante, en la corriente democrática burguesa, que tiene en Rousseau su principal representante. Asumiendo, como Locke, el punto de vista de la propiedad privada, Rousseau se diferencia por entenderla en términos de propiedad individual, vale decir de la pequeña producción, y ve en la transgresión de ésta la fuente de las desigualdades que percibe en la sociedad civil. La solución residiría pues en el establecimiento de la perfecta igualdad entre los productores, vale decir una sociedad de pequeños productores, sobre cuya base se haría posible el ejercicio de la democracia directa.

Así, si Hobbes subordina la economía a la política y Hegel subsume una en la otra, Rousseau las vuelve idénticas en la práctica cotidiana de la ciudadanía. Señalemos, sin insistir en ello, que Marx se acercará considerablemente a la identidad rousseauniana, aunque sobre una base radicalmente distinta: la propiedad individual basada en la propiedad colectiva de los medios de producción.

4. América Latina adoptó, a partir de un cierto momento de su desarrollo, una concepción de la relación entre Estado y economía muy próxima a la que propone la vertiente autoritaria de la teoría burguesa, hecho que asumió características extremadas en los países que, a partir de los sesentas, cayeron bajo la férula de las dictaduras militares. Sin embargo, tras la reciente crisis económica mundial, la situación se modificó notablemente.

En efecto, la recuperación de las economías capitalistas centrales, a mediados de los 80, realizada mediante la incorporación en gran escala de las nuevas tecnologías, y la globalización que de allí resultó, aunadas al fin de la guerra fría, tuvieron graves implicaciones para la región. En particular, la adopción de políticas neoliberales, mediante las cuales llegaron a su término procesos de industrialización que se encontraban ya en su límite y, simultáneamente, el inicio de una profunda reforma del Estado. Esta coincidió con la ola redemocratizadora que, a partir de 1980, se explayó sobre la región, poniendo en jaque a las dictaduras militares y los regímenes que, manteniendo su corte civilista, se habían vuelto cada vez más autoritarios y centralizadores.

Ambos movimientos dieron al traste con la ideología nacionalista y populista que emergiera en la década de los treinta y que había correspondido al cambio de las alianzas de clases en que se basaba el Estado, gracias al ascenso político de estratos organizados de la clase obrera y las clases medias propietarias y asalariadas. Pese al corte autoritario que revistió entonces el Estado en varios países, su nuevo esquema de sustentación abrió espacio a una mayor participación popular y llegó a ampliarse posteriormente, en algunos de ellos, con la inclusión de sectores campesinos, hecho que sólo se registrara desde el principio en México.

El Estado nacional desarrollista que se conforma a partir de los treintas sufre una mutación en los sesentas. Bajo el doble impacto de la radicalización de las luchas populares, que comienza en la década anterior, y el viraje de la política exterior norteamericana, correspondiente a la adopción de la doctrina de la contrainsurgencia, tiene lugar una serie de golpes militares, los cuales acentúan el carácter autoritario del Estado y expresan una readecuación de su base social. Se restringen en ese marco los espacios de participación popular, al tiempo que se concentra el ejercicio del poder en el bloque constituido por los militares y el gran capital nacional y extranjero.

5. La redemocratización de los ochentas tratará de corregir esa situación. Sin embargo, en la medida en que va de la mano con la imposición de políticas neoliberales, su resultado no irá mucho más allá de la reconquista del sufragio universal y ciertos avances en materia de libertades públicas, paralelamente a una autonomía exacerbada del Estado en la gestión económica. A esa tendencia no escaparán siquiera los países centroamericanos, donde las movilizaciones populares se manifestaron con mayor intensidad en el período, gracias a la combinación de diversas formas de lucha. El fenómeno se hace visible también en países en donde la mutación de los sesentas fuera menos pronunciada, como México y Venezuela.

Las razones por las cuales la redemocratización latinoamericana no alcanza a incidir en la gestión estatal de la economía se derivan del carácter mismo que ha asumido el Estado y las características que, en ese contexto, reviste el movimiento popular. El neoliberalismo corresponde al sometimiento del Estado al imperio del capitalismo central, en moldes similares a los que se impusieron al naciente capitalismo latinoamericano del siglo XIX. Difiere, sin embargo, de lo que representó en aquel entonces el liberalismo clásico, en la medida en que no atribuye al Estado la tarea de crear una economía capitalista sobre la base pre-capitalista existente, sino la de destruir un cierto tipo de capitalismo que se había gestado anteriormente, en el marco del nacional desarrollismo. Es así como, enfrentada a la reestructuración del mercado mundial, al monopolio tecnológico, a la dependencia financiera y los bloques económicos, la burguesía latinoamericana busca nuevos modos de reproducción capitalista, para lo que se vale, como antaño, de la exclusión del pueblo en relación a las políticas del Estado referidas a la economía.

Ello ha significado la renuncia a un desarrollo que priorice al mercado interno, paralelamente a la reducción de atribuciones que el Estado detentaba, particularmente en materia de inversión productiva, gasto social y moneda. De hecho, lo que, eufemísticamente, se ha llamado de “adelgazamiento” del Estado no ha sido sino un proceso violento de castración, que pone a la población a merced de las “fuerzas del mercado”, es decir, del juego de intereses que ejerce sin tapujos el capital y, en particular, el capital financiero internacional. El resultado de ese proceso ha sido la acentuación de la superexplotación del trabajo, con su secuela de desempleo y reducción de la capacidad de consumo, la marginación creciente de amplios sectores de la población respecto a las actividades productivas y la elevación de los niveles de pobreza.

El desempleo divide, la marginación humilla, la pobreza degrada. No sorprende, pues, que las demandas y reivindicaciones populares hayan ido perdiendo el alcance y la significación del periodo anterior, cuando se luchaba por las nacionalizaciones, se resistía a las embestidas del capital extranjero, se aspiraba a la distribución del ingreso, se exigía el aumento del gasto público en educación, salud y vivienda. Divididos y dispersos, presionados por la atención a sus necesidades inmediatas de supervivencia, los individuos han ido perdiendo su identidad de clase y encuentran cada vez más dificultades para lograr un accionar común, en un ambiente de deterioro de sus condiciones de vida, de corrupción y delincuencia.

6. Se impone, pues, una revisión radical de los objetivos y métodos que nortean en nuestros días la lucha por la democracia en América Latina. Desde luego, no se trata de abrir mano de la defensa de los derechos ciudadanos en relación al Estado. Más bien, lo que se plantea como una necesidad ineludible es la ampliación del concepto básico que informa esos derechos, en el sentido de identificarlos con la capacidad de iniciativa de la ciudadanía respecto a la determinación de sus condiciones materiales de existencia, es decir, la economía.

Más allá de la confusión que introducen conceptos como el de democracia política y democracia económica, se hace necesario entender a la democracia como una forma de organización política que atribuye a la ciudadanía el derecho fundamental de disponer de la economía. Sólo así se despeja el camino para que cambien los usos del Estado, los cuales han sido establecidos hasta hoy en función de los intereses y presiones de la clase dominante y los centros capitalistas mundiales.

Para que ello se haga posible, las fuerzas sociales tendrán que reivindicar la construcción de un nuevo marco jurídico-institucional, que ponga en sus manos el control de los resortes básicos de la economía. A ese efecto, pueden recurrir a una amplia gama de instrumentos, que comprenden mecanismos de autogestión y cogestión de la producción; la participación directa en la formulación e implementación de las políticas públicas referidas a sus necesidades inmediatas: educación, salud, vivienda, transporte; la facultad de decidir sobre las prioridades del gasto público, y el derecho a ejercer ampliamente la vigilancia ciudadana sobre el empleo de los recursos del Estado.

7. Un cambio de esta naturaleza no será posible si las masas no se dedican a provocarlo, mediante la lucha política cotidiana. Pero ellas difícilmente podrán hacerlo, si seguimos sirviéndoles como alimento ese engaño a que llamamos democracia representativa, cuyo contenido principal es el de sacrificar la participación en beneficio de la representación. Lo que se está imponiendo es el planteamiento de una verdadera democracia participativa, que afirme la dirección y el control de las masas sobre el Estado de manera directa y permanente.

Tras la década de confusión que representaron los años 80, los acontecimientos que han marcado los 90, en Brasil, Venezuela, Guatemala y, más recientemente, México, nos están mostrando que, si en muchos aspectos Locke sigue vigente, es a Rousseau y Marx que habrá que regresar en lo sustantivo de la vida política, para abrir perspectivas reales de desarrollo a los pueblos latinoamericanos.

Ruy Mauro Marini

Bibliografía

  • González Casanova, P., “La crisis del Estado y la lucha por la democracia en América Latina”, en P. González Casanova y Marcos Roitman R. (coordinadores), La democracia en América Latina. Actualidad y perspectivas, Madrid, Ed. Complutense, s/f.
  • Hegel, G. W. F., Filosofía del derecho, Buenos Aires, Claridad, 1968.
  • Hobbes, T., Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, México, Fondo de Cultura Económica, 1945.
  • Locke, J., Tratado del gobierno civil; de su verdadero origen, de su extensión y de su objeto, Buenos Aires, Claridad, s.f.
  • Marx, K., Crítica del derecho político hegeliano, La Habana, Ciencias Sociales, 1976.
  • “La cuestión judía”, en La Sagrada Familia y otros escritos filosóficos de la primera época, México, Grijalbo, 1983.
  • Rousseau, J.-J., Contrato social, México, UNAM, 1984 1994.

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