Fricciones entre el imperialismo y la Junta, la izquierda debe avanzar

Fuente: Correo de la Resistencia, órgano del Movimiento de Izquierda Revolucionaria de Chile en el exterior, número 14, noviembre-diciembre de 1976, (Editorial).


El ascenso de John F. Kennedy a la presidencia de Estados Unidos marcó un giro en la política exterior imperialista. A partir de entonces, las pautas de la diplomacia yanqui pasaron a trazarse enteramente sobre la base de la doctrina de la contrainsurgencia. Junto a su aplicación en el Congo y en Viet Nam, se inició para América Latina el entrenamiento de militares y policías en Estados Unidos y la Zona del Canal, la adecuación de su equipo a las nuevas tareas que se les asignaba y el endoctrinamiento de los mandos altos y medios de las Fuerzas Armadas en lo que se llamaría más tarde “doctrina de la seguridad nacional”.

Las razones del cambio en la política imperial se derivaban del ascenso incontenible de las luchas de liberación nacional, que tendían inevitablemente a fundirse con el avance de la revolución proletaria y socialista a escala mundial. América Latina no era una excepción. La Revolución cubana desbrozaba el camino para unir las luchas de los obreros y campesinos del subcontinente con la de las masas explotadas de las demás regiones capitalistas subdesarrolladas.

En 1964, en Brasil, comenzó la larga serie de golpes militares, mediante los cuales se implementaría la contrarrevolución latinoamericana. A cada victoria de ésta, la clase obrera contestó con una lucha aún más tenaz y organizada. Al auge de masas de 1967-1968 en Brasil, México, Colombia, Chile, Uruguay, siguió el cordobazo argentino y, luego, los procesos prerrevolucionarios de Uruguay, Chile, Bolivia y Argentina. La contrarrevolución se hizo entonces más feroz, recurriendo a métodos aún más brutales, y Latinoamérica se ha visto sumergida en una negra noche de terror.

Contrarrevolución y fascismo

En muchos aspectos, la contrarrevolución latinoamericana se vale de la experiencia proporcionada por el fascismo. Sin embargo, a diferencia de la ola contrarrevolucionaria que asoló a los países capitalistas europeos hace cuarenta años, la contrarrevolución se ejerce hoy fundamentalmente en los países dependientes y coloniales. Aquí, la extremada polarización social, provocada por la superexplotación del trabajo y el saqueo imperialista, resta a las clases explotadoras la posibilidad de contar con una masa de maniobra sustraída a las filas del pueblo. No les es posible, así, derrotar al proletariado y sus aliados en el terreno de la lucha de masas, como lo pudo hacer el fascismo, para tomar por asalto al Estado. Pero los explotadores de las naciones dependientes cuentan con aparatos represivos fuertes, sin los cuales no podrían haber llevado a cabo la superexplotación y el saqueo. Es por esto que, al dar la señal de partida para la nueva oleada contrarrevolucionaria., el imperialismo centró su atención precisamente en los aparatos represivos de esos países, capacitándolos, pertrechándolos y adoctrinándolos para la nueva misión que se les confiaba.

Esa misión consiste —transformando el Estado desde adentro— en sustituir a la antigua élite política que lo dirigía y en erigir en principio rector de la vida política a la “seguridad nacional”, es decir, la seguridad de los intereses de la burguesía criolla e imperialista. Las Fuerzas Armadas empiezan a hacerlo mediante la gradual militarización del aparato estatal, antes de completarla con el golpe militar, que la extiende a toda la sociedad. A partir de allí, los aparatos represivos constituyen ya no sólo la columna vertebral del Estado, sino también su cerebro, el centro de articulación del sistema de dominación en su conjunto.

No es esta la única diferencia de fondo entre el Estado de la contrainsurgencia, o gorila, y el Estado fascista. En la medida en que éste surgió de una crisis del sistema de dominación en países donde el desarrollo político y orgánico de la clase obrera no permitía excluirla de la vida política mediante un simple acto de fuerza, fue preciso engañarla y aislarla ideológica y políticamente. La vieja democracia liberal y todo lo que legitimaba la dominación burguesa debieron ser cuestionadas, en nombre de nuevos mitos que aseguraran que esa dominación no se cuestionara en los hechos mismos.

En Latinoamérica, la imposibilidad de contar con un real apoyo de masas, y el hecho de que la contrarrevolución es orientada por un Estado imperialista, que no puede renegar a su legitimación ideológica sin poner en riesgo su propia estabilidad, pone la cuestión en otros términos. La violación de los principios más elementales de la ideología burguesa tiene que hacerse en nombre de esa ideología. Se suprimen las garantías y derechos de los ciudadanos bajo el pretexto de defender a esas garantías y a esos derechos. Se liquidan las instituciones democráticas proclamando la excelencia y la intangibilidad de la democracia. Se instaura un régimen de violencia y terror por el bien de la tranquilidad y la paz social.

La contradicción de la contrainsurgencia

Es lo que explica que la contrarrevolución latinoamericana haya logrado sus mejores resultados allí donde pudo conservar el edificio formal de la democracia representativa: Brasil. Allí, existe un congreso, hay partidos políticos y comicios, los tribunales mantienen una aparente independencia. Nada de esto impide que el Estado contrarrevolucionario brasileño se vea afectado en su funcionamiento: más allá de esa institucionalidad de fachada, las decisiones se toman por los tecnócratas civiles y militares al servicio del capital en los Estados Mayores, en el Consejo de Seguridad Nacional, en las oficinas de las grandes empresas.

Pero es esta contradicción entre la realidad de la contrarrevolución y su apariencia formal lo que explica también, en buena medida, los obstáculos insuperables que encuentra para lograr su cometido. No nos referimos tan sólo a la imposibilidad que ella experimenta para atraerse algún apoyo social, por mínimo que sea, e incluso por parte de sectores relativamente beneficiados por ella, como las capas medias, lo que le impide edificar un régimen medianamente estable. Apuntamos más bien a las presiones que se ejercen sobre los gobiernos contrarrevolucionarios latinoamericanos por parte de los mismos centros imperialistas y las dificultades internas que éstos deben afrontar para seguir sustentando al engendro que pusieron en marcha.

Es el caso típico norteamericano. Ningún movimiento de masas tuvo en Estados Unidos, en la postguerra, la fuerza del que se desarrolló en contra de la guerra de Viet Nam. La bestialidad de los métodos yanquis contra ese pueblo heroico e indomable traumatizan todavía a la vida política norteamericana. Más recientemente, las revelaciones sobre la intervención yanqui en contra del gobierno de Salvador Allende han agravado los conflictos entre el ejecutivo y el legislativo, y ahondado la brecha entre el gobierno y el pueblo norteamericanos. En ambos casos, las reacciones en los centros imperialistas europeos fueron aún más acusadas.

La “operación Carter”

Se entiende así que el nuevo equipo que, encabezado por Carter, se apresta para asumir el gobierno en Estados Unidos se vea forzado a revisar por lo menos parcialmente la política exterior yanqui, para atenuar allí la incidencia de la doctrina de la contrainsurgencia. Ello es tanto más necesario cuanto dicho equipo se enfrenta a la grave crisis capitalista mundial y a una crisis política interna de la que Watergate no ha sido sino una expresión. La preocupación respecto a los derechos humanos, las insinuaciones respecto a una liberalización política relativa, la búsqueda de una “democracia viable” (es decir, restringida) para Latinoamérica, que se observa en los medios dirigentes norteamericanos, están señalando la necesidad en que se encuentra el imperialismo yanqui de hallar nuevos cauces para la contrarrevolución.

Porque de esto se trata. Sería ingenuo creer que, en medio de una crisis económica y sin recuperarse todavía de las recientes derrotas sufridas en varias partes del mundo, el imperialismo pueda abrir la mano del control de hierro que ha impuesto sobre Latinoamérica. Hombre de la Comisión Trilateral, que expresa los intereses de las multinacionales que tienen sus cabezas de playa en Estados Unidos, Europa occidental y Japón, Carter tiene la tarea de crear condiciones más favorables para que ese control se mantenga, y nada más que esto.

Ello crea dificultades, sin duda, a las dictaduras latinoamericanas. Allí está Pinochet buscando afanosamente vender la idea de una “democracia autoritaria”, que nadie sabe qué es, puesto que el gorila chileno —según lo manifestó a la televisión colombiana, a fines de diciembre— no lo puede divulgar puesto que está “meditando ampliamente sobre ello”. Ayer, Pinochet intentó atraer a Brasil y Argentina a un bloque anticomunista, que mereció la condescendiente negativa de Geisel y Videla. Ahora, siempre a contracorriente de la historia, trata de venderle a Estados Unidos un proyecto político fascista, en el momento mismo en que Carter busca el modo de enmascarar el carácter contrarrevolucionario de la política exterior norteamericana.

La tarea de la izquierda

Pero las torpezas de Pinochet no deben servir de motivo para que cometamos errores al apreciar la situación. Que Pinochet entre en desgracia no quiere decir que el imperialismo pueda prescindir automáticamente de él. Y, aunque lo sustituya un Brady o un Frei, no se habrá avanzado mucho en la inversión de la línea contrarrevolucionaria que marca el actual período. Es el Estado de la contrainsurgencia que habrá que desmantelar, es la DINA, el Cuerpo de Generales, el Consejo Superior de Seguridad Nacional que habrá que hacer desaparecer, y con ellos los que los integran, para que el pueblo chileno pueda aspirar realmente a la democracia.

Esto, no se le puede pedir a Carter. Esto, no se le puede pedir a nadie. Es tarea de la clase obrera y el pueblo, que la izquierda, si no quiere traicionarlos, no puede eludir. Es tarea que se realiza con y por la lucha de las masas trabajadoras y que, por las características mismas del Estado gorila, puede reunir un amplio bloque de fuerzas sociales. Profundizar la lucha contra Pinochet y su pandilla, obligarlos a exhibir aún más crudamente el carácter represivo de su Estado y redoblar la movilización de la solidaridad internacional contra la Junta: este es el camino para aprovechar las contradicciones que se están manifestando en el campo de la contrarrevolución y convertirlas en puntos de apoyo para el avance de la clase obrera y el pueblo.

La aceptación pasiva de las migajas de liberalización que el imperialismo pretende arrojarnos, la subordinación ideológica y política a las fuerzas de relevo de la contrarrevolución, llámense Brady o Frei, el abandono de una plataforma de lucha realmente democrática y progresista que, una vez triunfante, abrirá un ancho campo a la lucha revolucionaria por el socialismo, todo ello no significaría sino incurrir en antiguos errores, repetir claudicaciones que nos han costado, a la izquierda y a la clase obrera, el tener que vivir una situación de superexplotación y terror sin precedentes en la historia de Chile.

Ruy Mauro Marini

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