Crisis del Pacto Andino: el fracaso del desarrollismo
Fuente: El Sol de México, México, 14 octubre de 1976.
Chile se encuentra prácticamente marginado del Pacto Andino y es poco probable que las diferencias que lo separan de los demás países que lo integran —en particular, Venezuela y Perú— puedan superarse. Tales diferencias han girado, esencialmente, en torno al tratamiento a otorgarse al capital extranjero y la fijación del arancel común.
Respecto al primer problema, la junta militar chilena manifiesta su desacuerdo con la Decisión 24, adoptada por los países del Pacto, que establece condiciones para la inversión extranjera directa y un límite para la repatriación de ganancias (originalmente, un 10%). Arguyendo con la necesidad de importar capital y tecnología para promover el desarrollo económico, Chile plantea de hecho la derogación de la medida.
En lo referente al arancel común, que establece barreras proteccionistas para la importación de mercancías producidas fuera de la subregión y, por tanto, la defensa de la producción local, la posición del gobierno chileno es también negativa. Sus preferencias van hacia aranceles bajos, ante los cuales sólo puedan sobrevivir las industrias nacionales que tengan verdaderas condiciones competitivas.
La superespecialización industrial
Todo ello lleva a que se considere justamente a la junta militar chilena como el caballo de Troya de los intereses de las corporaciones extranjeras, sobre todo norteamericanas, en el seno del Pacto Andino. Hay que preguntarse, sin embargo, cuál es la solución alternativa que levanta la junta y, con ella, o a través de ella, el capital extranjero.
Declaraciones recientes del ministro chileno de Economía, Sergio de Castro, revelan el fondo del problema. Tras afirmar que no le interesa a Chile el modelo de industrialización diversificada y sustitutiva de importaciones, que se encuentra en la base del Pacto subregional, De Castro indicó que la política económica chilena apunta hacia un modelo de superespecialización industrial, que le permita reales condiciones para competir en el mercado internacional.
La revelación es importante, puesto que aclara las perspectivas de desarrollo que visualiza hoy, para América Latina, el gran capital criollo e imperialista. El primer país a definirse en este sentido fue Brasil. Tras el golpe militar de 1964, ese país se lanzó hacia un proyecto de industrialización en gran escala, asentado fundamentalmente en la sobrecapitalización interna, lograda a costa de la superexplotación de los trabajadores y las inversiones masivas de capital extranjero. Simultáneamente, se propuso diversificar la pauta de exportaciones, acentuando la incidencia en ella de los productos manufacturados, con lo que esperaba suplir las insuficiencias del mercado interno —generadas por la misma rebaja de los salarios, inherente a la superexplotación— con la expansión de su comercio exterior.
Cuando el régimen chileno diseñó una política similar, muchos se preguntaron cuál sería su viabilidad. Es obvio que Chile no cuenta con la base económica brasileña. La declaración de De Castro es una respuesta a esa interrogante: Chile, como Brasil, se orienta hacia una economía industrial exportadora, pero, a diferencia de aquel país, no pretende diversificación, sino más bien lograr la competitividad necesaria en el mercado internacional para algunas ramas superespecializadas. Manteniendo el rasgo básico de su antigua economía exportadora: la inserción en la economía mundial a través de la producción de cobre pretende ahora desdoblarla, mediante la exportación de algunas manufacturas, como, por ejemplo, las que tienen al mismo cobre como materia prima esencial.
Superespecialización y dependencia
Esa diversidad de soluciones, dentro del mismo planteamiento global, que observamos entre Brasil y Chile, se había hecho ya patente desde mediados de la década pasada, cuando el primero redefinió su modelo de industrialización. En aquel entonces, Uruguay, que empezaba ya la marcha hacia lo que es hoy, formuló un plan de desarrollo bastante revelador. Allí se admitía que este país no tenía condiciones para una industrialización diversificada y se planteaba su especialización en algunas ramas, particularmente de alimentos, que le permitieran complementarse a economías como la brasileña y competir con ventaja en el mercado internacional. Uno de los resultados inmediatos de esa orientación fue, hacia los años 1966-67, la liquidación de la incipiente industria electrónica uruguaya en favor de la brasileña, que ocupó el mercado para esa producción existente en el pequeño país del Plata.
Todo ello configura un proceso de integración en América Latina que se desarrolla en dos planos: la rearticulación de la economía latinoamericana en su conjunto con la economía mundial, sobre la base del desarrollo de una economía exportadora de tipo industrial, y la redefinición de la relación económica entre los países de la zona. La superespecialización económica viene a ser así la contrapartida de una intensificación de la dependencia, y se realiza sobre la base de lo que se creyó, hasta hace poco tiempo, ser la clave para la emancipación económica de América Latina: el desarrollo industrial.
Ruy Mauro Marini