Las buenas intenciones
Fuente: El Sol de México, México, 16 noviembre de 1976.
La elección de Jimmy Carter a la primera magistratura de Estados Unidos ha desatado esperanzas en los sectores liberales latinoamericanos. Las críticas del candidato demócrata (el presidente electo todavía no se manifiesta) a la intervención norteamericana en Chile y su desagrado por las dictaduras militares del Cono Sur, el repudio que expresó a los acuerdos preferenciales firmados por Kissinger en Brasilia, sus declaraciones en favor del respeto a los derechos humanos, todo ello parece anunciar cambios en la política exterior norteamericana hacia Latinoamérica.
Algunos van más lejos y recurren a argumentos más sofisticados. Según éstos, la crisis energética surgida en 1973 aumenta la importancia de los países petroleros respecto a los productores de alimentos y hace pender la balanza en favor de México y Venezuela, más que de Argentina o Brasil. Los dos primeros son los únicos países de primera línea, en América Latina, capaces de mantener formas de democracia representativa.
La debilidad de esta argumentación es manifiesta. Buena parte de la exportación mexicana a Estados Unidos está constituida por alimentos. Chile exporta fundamentalmente cobre, un producto esencial para la industria eléctrica, que ha ganado nuevo impulso precisamente a raíz de la crisis del petróleo. La importancia económica de Brasil para Estados Unidos reside cada vez menos en sus exportaciones agrícolas tradicionales, como el café, y cada vez más en el amplio campo que representa para las inversiones industriales norteamericanas, así como en su producción de minerales estratégicos.
Es preferible, pues, atenernos a las buenas intenciones que ha expresado el presidente electo de Estados Unidos. Señalemos, inicialmente, que el regreso de un demócrata a la Casa Blanca, en las actuales circunstancias, lleva realmente a evocar a Kennedy, pero no debe hacer olvidar a Lyndon Johnson. Basta, sin embargo, con el primero para que las esperanzas suscitadas por Carter palidezcan. ¿Qué nos dio Kennedy? Con una mano, no la Alianza para el Progreso, es decir, el entierro de la pretensión de los gobiernos latinoamericanos de obtener mayor ayuda pública norteamericana y, simultáneamente, un régimen de amplia libertad de acción para los capitales privados de aquel país. Con la otra mano, Kennedy impuso la doctrina de la contrainsurgencia, la justificación ideológica de las actuales dictaduras militares, e inició los programas de entrenamiento militar en las técnicas correspondientes, que capacitaron a los militares para ejercer el poder en la forma en que lo ejercen hoy.
Se nos dirá que Carter no es Kennedy, lo que es cierto. Prototipo del “norteamericano medio”, que luce por su mediocridad, está lejos de presentar la imagen brillante que proyectaba el asesinado presidente. Su piedad religiosa permite incluso creer que alimenta de hecho buenas intenciones respecto a América Latina. Esperemos que no sean de aquellas que, como decía Gide, está colmado el infierno. Las mismas, por cierto, que Greene retrató en su Americano tranquilo.
Como quiera que sea, no es éste el punto a discutir. La situación de América Latina no es una cuestión de buenas o malas intenciones: es el resultado de un proceso objetivo, económico y político a la vez. Y también geopolítico.
En 1950, el valor de la inversión directa norteamericana en América Latina era de cerca de 4 mil millones de dólares; en 1970, esa cifra se había más que triplicado. A la industria manufacturera, que absorbía menos del 20% de esa inversión en 1950, le tocaba en 1970 más de la tercera parte. Si tomamos el total de las inversiones privadas de Estados Unidos en la región y lo comparamos con los capitales públicos norteamericanos que hacia aquí vinieron, constatamos que, en 1968, la proporción entre los dos rubros era de 80% y 20% respectivamente. No sólo son fuertes los intereses norteamericanos en América Latina, sino que no proceden precisamente del ámbito estatal, sino más bien de las compañías multinacionales.
Una de las razones de la atracción que ejerce América Latina sobre el capital privado norteamericano son los bajos salarios que paga; en 1963, el salario promedio de los obreros, en tanto que porcentaje del valor agregado por las manufacturas, representaba el 32% en Estados Unidos, mientras que en México correspondía al 21%, en Brasil al 18% y en Chile al 15%. Uno de los resultados más palpables de la inversión privada norteamericana en América Latina ha sido la creación de una capa de empresarios nacionales directamente asociados con grupos extranjeros, ya por la vía de la asociación de capitales, ya por la vía de los préstamos, la tecnología y el acceso a mercados externos. Las dictaduras militares expresan los intereses de esa burguesía asociada y de las corporaciones extranjeras, y su papel primordial es el de asegurar la rentabilidad del capital, entre otros medios mediante la mantención de bajos salarios. La represión policial y militar, de la que la violación de los derechos humanos no es sino un aspecto, es el medio de que se valen las dictaduras para cumplir su cometido.
A partir de las derrotas sufridas en el Sudeste asiático y en África, Estados Unidos debió reforzar sus posiciones y establecer un cordón de contención —y eventualmente de agresión— a las revoluciones triunfantes. A la formación del eje revolucionario Angola-Mozambique corresponden las actuales maniobras norteamericanas para crear, de este lado del Atlántico sur, un eje contrarrevolucionario, constituido por Brasil y Argentina, con posibilidades de extenderse a Sudáfrica. El Pacto del Atlántico Sur, o como venga a llamarse, ya está en marcha, con la coordinación naval existente hoy día entre Estados Unidos y los dos países sudamericanos.
Es de estas realidades, más que de las intenciones de Jimmy Carter, que habrá que partir para evaluar el margen de cambio que tiene la política norteamericana para América Latina. En otras palabras, lo que interesa conocer son las intenciones del Pentágono, la CIA y las corporaciones multinacionales.
Ruy Mauro Marini