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Pinochet y Maquiavelo

Fuente: El Sol de México, México, 25 noviembre de 1976.


Desde que, bajo el impulso de John F. Kennedy se produjo el cambio de la doctrina militar norteamericana, mediante lo que Klare llama el desplazamiento del énfasis en la fuerza disuasiva hacia la contrainsurgencia, se modificaron radicalmente las condiciones de lucha y emancipación de los países dependientes y semicoloniales. Uno de los elementos integrantes de la nueva doctrina es la “campaña de aniquilamiento”, que —combinando la táctica nazi de la blitzkrieg con los procedimientos aplicados por los ingleses en Malasia, los franceses en Indochina y los norteamericanos en Vietnam— trata de lograr la eliminación política y física de las fuerzas opositoras. Sir Robert Thompson, destacado teórico de la contrainsurgencia, lo dice sin rodeos: “En el proceso de eliminación de la organización política, la atención de la organización de inteligencia debe… estar dirigida a identificar, y eliminar si es posible, a todos los miembros de la organización insurgente”.

En la práctica, las cosas han ido más lejos. Dada la imposibilidad de “identificar a todos los miembros de la organización insurgente”, la campaña de aniquilamiento echa mano de la represión masiva, que no discrimina entre los que técnicamente se pueden considerar combatientes y la masa de la población. Existe, así, una diferencia de fondo entre la consigna con que la derecha brasileña llenó los muros de Río de Janeiro, en los meses previos al derrocamiento de Joao Goulart: “Mantén limpia tu ciudad: mata un comunista por día” y la primera aplicación en gran escala de la represión masiva: la masacre Indonesia de 1985. Es por lo que, en la preparación sicológica del golpe de 1973, la reacción chilena prefirió rayar en las paredes de Santiago la palabra “Djakarta”.

En realidad, la campaña de aniquilamiento es más que una “operación de limpieza”. Rebasa el terreno estrictamente militar y constituye el procedimiento político mediante el cual un gobierno impopular —para ser más preciso, antipopular— puede imponerse a un pueblo atemorizado. En otros términos, la campaña de aniquilamiento es el ejercicio del poder mediante el terror.

Sus límites tienen que buscarse, pues, en su naturaleza misma. Ya Maquiavelo había advertido: “El usurpador de un Estado debe procurar hacer todas las crueldades de una vez para no tener necesidad de repetirlas y poder, sin ellas, asegurarse de los hombres y ganarlos con beneficios. Quien hace otra cosa, por timidez o mal consejo, necesita estar constantemente con el cuchillo en la mano y ninguna confianza podrá tener en sus súbditos, a quienes, por las continuas y recientes injurias, tampoco puede inspirar seguridad alguna”. Para ser exitosa, la campaña de aniquilamiento tiene que lograr su cometido en un plazo dado, un plazo político, por supuesto.

La reciente liberación de presos políticos, dispuesta por la Junta Militar chilena, es una confirmación de ello. Desde principios del año, comenzó a agotarse el plazo de que ella disponía. La creciente presión del movimiento obrero, a través de sus organizaciones legales y semilegales, contra los salarios de hambre y el desempleo, no se detenía ya ante las embestidas de la represión La irritación de las clases medias, empobrecidas y privadas de sus libertades, empezaba a desbordar el rígido encuadramiento impuesto por la Junta. En la misma burguesía, menudeaban las manifestaciones de descontento de sus fracciones ligadas al mercado interno, ante una política económica que privilegiaba demasiado a los exportadores.

En nuestros días, no son tan sólo los factores internos los que actúan sobre la política de un país. El espectáculo del terror .pinochetista movilizó en contra suya a la opinión internacional Desde los obreros italianos, ingleses, venezolanos, que se negaban a descargar los barcos de la Junta o a producir los artículos encomendados por ella, hasta los gobiernos, partidos y corrientes progresistas y liberales de Europa, Estados Unidos y América Latina, crecía la repulsa a la dictadura chilena. La reciente elección de Carter y el informe de las Naciones Unidas sobre las violaciones a los derechos humanos en Chile no hicieron sino acrecentar la presión internacional sobre ella.

La Junta ha sido, pues, forzada a dar un paso en dirección al término de su campaña de aniquilamiento. No de la represión, desde luego. Como lo ha señalado recientemente un influyente periódico de Brasil, respecto a lo que ocurre en este país, “se ha eliminado la violencia, sin abrir mano de la eficiencia”, o sea se ha pasado de la represión masiva a la represión selectiva. Es a lo que aspira la dictadura chilena.

Es improbable que tenga éxito. Los objetivos económicos que se había propuesto están lejos de alcanzarse; la resistencia popular sigue en ascenso; los partidos de izquierda —evitando el enfrentamiento con el aparato represivo, en condiciones desfavorables para ellos— se han recompuesto en la clandestinidad. La Junta ha acallado por el terror a las fuerzas de la liberación chilena, pero no las ha suprimido. Sobre su cabeza pende la sentencia de Maquiavelo: “Quien se apodere de una ciudad acostumbrada a gozar de su libertad y no la destruya, debe esperar ser destruido por ella”.

Ruy Mauro Marini


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