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Comentario a Raúl Sendic*

Fuente: Cuadernos Políticos n. 41, Ediciones Era, México, julio-diciembre de 1984, pp. 110-112. Se publica en Internet gracias a Ediciones Era.


I

Lo que primero impresiona en el ensayo económico de Raúl Sendic es la forma en que se da: discurso de lo concreto, reflexión que busca aprehender lo real sin mediaciones, aplicándose directamente a la apariencia de los fenómenos para indagar en su significación. Por esto, “la economía de un país es igual a la de una familia”, del mismo modo que el comercio exterior puede ser el intercambio de vino por paño. Concurren, sin duda, para ello, las circunstancias en que el trabajo fue escrito. Pero hay más: la motivación del autor. Sendic no estudia la economía en sí, en una perspectiva académica o técnica, para reproducirla después en su discurso. Lo hace para penetrarla, arrancarle el secreto de su papel determinante en la suerte del hombre. La elección de la economía como tema central del estudio sólo tiene una razón: es la instancia fundamental en que el hombre se realiza y es necesario transformarla, para hacer que esa realización sea plena.

Por esto, si —por la forma— la investigación evoca ya irresistiblemente a los clásicos (Ricardo, Malthus), tiene también en el fondo un punto común con ellos: el estudio de la economía como economía política o, lo que es lo mismo, la visión de la economía en tanto la dimensión más importante de la moderna sociedad humana. Se separa de los clásicos, sin embargo, en la medida en que se plantea como crítica de la economía capitalista y, sobre todo, crítica de la economía política; ahí están las observaciones sobre Keynes para demostrarlo.

II

El verdadero centro de la reflexión teórica de Sendic no es la cosa en sí, sino sus posibilidades y su proceso real de transformación. En otras palabras: no se trata simplemente de la economía, sino de la economía de la transición socialista. No sorprende así que —sin que sus nombres se pronuncien— Polonia, Cuba, Nicaragua, sean puntos de referencia permanentes en la crítica que ejerce sobre la economía capitalista y, muy particularmente —como uruguayo y latinoamericano que es—, sobre la economía capitalista dependiente.

III

La economía está dispuesta, ya en su definición, en función de la satisfacción de las necesidades básicas del hombre y la promoción de su bienestar y desarrollo. Por esto, sin desconocer el consumo capitalista y las exigencias de la acumulación primordial gira en torno al consumo individual y los problemas de la distribución. Pero la primera pregunta es: ¿qué inversión y qué consumo? Desde luego, no la inversión y el consumo que mejor se adecúan entre sí (aunque la compatibilidad de ambos sea una cuestión fundamental), porque la economía no se agota en sí misma: sus fines y, por lo tanto, los criterios de valor para juzgarla están fuera de ella: en la satisfacción de las necesidades y en la promoción del bienestar y del desarrollo del hombre. Se rechaza así la pretendida neutralidad del economista burgués ante el hecho económico y el positivismo de que hacen gala muchos economistas marxistas, unos y otros incurriendo, conscientemente o no, en la justificación e incluso en la apología del capital. Y se adquiere la seguridad necesaria para la definición y el manejo de los conceptos.

La economía no se agota en sí misma, puesto que el hombre la trasciende: el consumo rebasa el mercado (“el mercado no lo es todo”), del mismo modo como la producción tiene su supuesto fuera de ella (“la tierra es como los robots: trabaja sola”). El hombre mismo —se podría agregar—, antes de constituirse en ser económico, es ser natural. De allí resulta, por ejemplo, la diferencia entre salario y valor de la fuerza de trabajo, que el economista burgués y el positivista marxista no perciben, abdicando así de cualquier posición crítica, es decir, valorativa sobre cómo se reparte el resultado del trabajo entre el obrero y el capitalista o sobre la correlación entre la vigencia histórica de un sistema económico y su capacidad de asegurar la reproducción normal de la fuerza de trabajo. En la misma línea de pensamiento, el error que el economista burgués comete conscientemente, al hacer idénticas la productividad y la intensidad del trabajo, y que el positivista marxista desliza más de una vez en su razonamiento, debe descartarse de manera categórica: el aumento de la productividad corresponde a un gasto menor de fuerza de trabajo para obtener la misma masa de bienes (“menos mano de obra para igual producción”) y va, pues, ligado al progreso técnico. Sin embargo, la economía vulgar puede confundirlo todo y plantear situaciones en las que el progreso técnico se expresa en una baja de la productividad.

IV

El consumo individual —que es, en última instancia, la razón de ser de la economía, en la medida en que asegura de manera inmediata la reproducción de la fuerza de trabajo— debe ser sometido también a la crítica. De partida, hay que distinguir entre las necesidades básicas, que se refieren a la reproducción del hombre en su dimensión natural, y aquel tipo de consumo que las rebasa (el “suntuaconsumo”) y promueve el desarrollo del hombre como ser social. Pero el mismo “suntuaconsumo” ha de ser puesto en tela de juicio, para distinguir aquel que enriquece verdaderamente al hombre —y es, pues, “socialmente deseable”— del que llega a ser en su límite la expresión de un comportamiento “neurótico”. Esa patología del consumo brota de la desigualdad social; en este sentido, para arribar a un estilo de consumo que se rija conscientemente por la satisfacción de las necesidades básicas y la promoción del desarrollo del hombre, “es necesario que haya igualdad en el consumo”.

V

El centro de interés en la economía de la producción es el aumento de la productividad, que va aparejado al progreso técnico. Factor fundamental del desarrollo económico, en la medida en que permite reducir el gasto de fuerza de trabajo, aumentar la masa de bienes y abaratar los precios, el aumento de la productividad, “dejado a su libre juego, suele crear una muy antieconómica división del trabajo”, dentro y fuera de la economía nacional. Así es como la reducción de fuerza de trabajo en la producción de bienes suele expresarse por la disminución de trabajadores ocupados, siendo el excedente de mano de obra empujado a la prestación de servicios, donde va a configurar una situación de desempleo disfrazado, en condiciones de baja productividad. Esa relación inversa entre el aumento de la productividad y la creación de empleos productivos favorece el crecimiento del consumo suntuario de los grupos de mayor ingreso; crea hábitos que estimulan la importación de los bienes que componen ese tipo de consumo, agravando la dependencia; y acaba por presionar hacia abajo los salarios de los trabajadores, para permitir el mantenimiento y la expansión en la cúspide del consumo suntuario. Con esto, lo que aparecía como fuente de mayor bienestar, se convierte en factor que restringe el consumo de las mayorías.

El desarrollo de la técnica, que está en la base del aumento de la productividad, tiende a privilegiar las grandes unidades de producción y, por ende, los grandes centros industriales, en detrimento de las economías regionales o locales y de los pequeños y medianos productores. Sin embargo, tanto unas como otros son necesarios para lograr un crecimiento económico equilibrado y que se muestre también “más ágil para los cambios tecnológicos”. Ese desarrollo técnico provoca el rezago de la agricultura y de la minería, en beneficio de la industria manufacturera y —por el hecho de que el aumento de la productividad, pese a incidir menos en la producción de materias primas, conlleva un mayor consumo de ellas en la industria— lleva a esta última a presionar sobre las otras esferas de producción en el sentido de hacer bajar sus precios, además de propiciar el ahondamiento de las diferencias salariales. En el plano de la economía mundial, el resultado de ese modo peculiar de progreso técnico es una división internacional del trabajo que promueve la desigualdad entre las naciones.

VI

Para corresponder a los intereses del hombre, la economía no puede ser dejada a su libre movimiento: tiene que someterse a una intervención consciente, mediante “tecnoestructuras”. Éstas se expresan en distintas formas —entre ellas, el dinero—, pero la “tecnoestructura” por excelencia, o la síntesis superior de las “tecnoestructuras”, es el plan. Al plan le cabe ordenar la actividad real de los hombres, según los objetivos que éstos se dan, pero de ningún modo coartar esa actividad. Su fuente generatriz y su mecanismo de corrección es la iniciativa individual y popular, que no se confunde con la iniciativa privada capitalista, toda vez que no reposa en la propiedad privada y que se realiza mediante la cooperación, no la competencia. Mediante ella, los hombres hacen del trabajo el instrumento primordial de su realización (el no-trabajo siendo fuente de frustración o desequilibrio) y plantean sus propios proyectos de inversión y consumo. Así es como los hombres desarrollan su creatividad, que se despliega mejor en el ámbito colectivo, y más aún en lo colectivo inmediato, la “célula” (en contraposición a la “asamblea”). Se trata, pues, de una planificación democrática (“la célula debería ser la unidad de toda democracia”).

El plan supone la socialización, pero la socialización tiene sus condicionantes y sus límites. En donde esto se especifica mejor es en relación al agro: existe “una extensión óptima para cada cultivo y cada suelo”, que apunta a distintos tamaños de explotación, lo que es reforzado por el hecho de que los distintos cultivos suponen también grados diferentes de mecanización; pero, además y por sobre todo, en los procesos de socialización y racionalización de la agricultura, influye el peso específico del campesinado y su estructura interna, que exigen variadas formas de organización económica. Hay, sin embargo, una regla general para llevar adelante ese proceso: asegurar al campesino la propiedad de la vivienda, del huerto, etcétera, y darle en usufructo los campos e instalaciones, al mismo tiempo que se libra el combate al atraso cultural y tecnológico propio del medio rural.

VII

Este último aspecto —la lucha ideológica— es decisivo en la creación de una economía hecha a la medida del hombre. La transición a una forma económica superior, la construcción socialista para decirlo todo, supone un cambio radical de mentalidad, que implica forjar una “mística”; sólo así se libera “esa fuerza económica que es la creatividad para la producción y la organización”. También una “mística” para el consumo, que levante nuevos valores, “marcos de referencia” para el comportamiento económico (“hay una vieja austeridad y una orgullosa sobriedad […] compatibles con grandes civilizaciones, entendiendo por tales también aquellas que lograron grandes valores morales”). En fin, una “mística internacional”, que convierta a la difusión de tecnología en materia prima de lo que se puede llamar, sin miedo, internacionalismo proletario.

En suma, no se trata de lograr un desarrollo cualquiera, una acumulación cualquiera, un crecimiento cualquiera. ¿Qué crecimiento desear? Uno que, sobre la base del plan, armonice producción y consumo, dejando atrás las crisis; que promueva el desarrollo equilibrado de la ciudad y del campo, de la región y la nación, de la nación y la economía mundial; que —arrancando de la eficiencia del aparato productivo y la reorientación del excedente hacia la expansión de los servicios— impulse el pleno empleo, asegure la satisfacción de las necesidades básicas de la población (“seguro social pleno”) y favorezca la más amplia distribución de la riqueza.

En suma: una economía encaminada a la elevación de los niveles de consumo y bienestar de las mayorías y vuelta integralmente hacia el desarrollo del hombre.

Ruy Mauro Marini

Nota

*Encarcelado en 1973 y mantenido desde entonces en virtual incomunicación, Raúl Sendic sorprendió al mundo, hace unos meses, logrando sacar al exterior un fajo de papeles escritos de su puño. Allí, el fundador de una de las organizaciones revolucionarias latinoamericanas más importantes de los últimos veinte años —el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros— nos da otra sorpresa: el fruto de su actividad clandestina de escritor, sometido a terribles condiciones carcelarias, es un conjunto de reflexiones sobre economía, expuestas con sencillez, casi en forma de manual. Las notas que siguen se refieren a ese texto y lo acompañarán, juntamente con comentarios de otros autores, en la edición que prepara la editorial Tierra del Fuego.

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