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Los caminos de la integración latinoamericana

Fuente: Archivo de Ruy Mauro Marini, con la anotación “Publicado por Susan [Jonas] y Tareas [Panamá]”.


La idea de la unidad de Latinoamérica, el supuesto de la identidad de las naciones que la forman, el propósito de su integración económica y política, se nos presentan hoy como constantes de nuestra ideología. En verdad, aunque todo eso se haya planteado desde los albores de nuestra independencia, su vigencia es entonces mucho más limitada, constituyendo un rasgo distintivo de las nuevas naciones de origen hispánico. Sin embargo, tras medio siglo de desarrollo, el movimiento hispanoamericanista, que tuvo en Bolívar su mejor expresión, entraría en declive irreversible, embarrado por la sangre derramada en la guerra de la Triple Alianza, que encabezó Brasil, pero a la que se sumaron Argentina y Uruguay, en contra de Paraguay, y en la guerra del Pacífico, que opuso Chile a Perú y Bolivia.

El ocaso del ideal de la unidad hispanoamericana —claramente perceptible en la década de 1870— es, en cierta medida, expresión del término del período de invención y búsqueda que siguió a la independencia, cuando la realidad no constreñía aún de manera férrea los vuelos de la imaginación; en otros términos, corresponde a la cristalización de las condiciones económicas y políticas que determinarían en adelante el futuro de la región. En efecto, para ese entonces la independencia es ya asunto encerrado, como lo empieza a ser también la configuración de la mayoría de los nuevos Estados latinoamericanos.

El panamericanismo

Es la vinculación a los países capitalistas que sienta las bases para que tome forma definitiva el desarrollo económico latinoamericano. La revolución industrial, realizada por Europa occidental y enseguida por Estados Unidos, hizo realidad al mercado mundial que se había ido creando en los siglos anteriores, e impuso en consecuencia una división internacional del trabajo centrada en el intercambio de artículos manufacturados por bienes primarios, reservando a América Latina, entre otras áreas, la producción y exportación de éstos.

Sin contar con facilidades en materia de importación de capitales y tecnología, excepto en algunos rubros particulares, como las comunicaciones y en especial los ferrocarriles, o la transferencia de mano de obra y capital involucrada en la inmigración europea, los países latinoamericanos debieron movilizar sus recursos naturales y su propia capacidad productiva para responder a los estímulos generados por la demanda externa. Es, pues, a partir de la estructura productiva creada en el período colonial y las modificaciones en ella introducidas en las cinco o seis décadas que siguen a la independencia, así como de la aptitud de los grupos sociales dominantes —asentados, por lo general, en las capitales— para imponer su hegemonía y subordinar al conjunto de la nación, que los países latinoamericanos procederán a insertarse en la economía mundial.

Aunque no sólo permita, sino que impulse el desarrollo capitalista de los países que la llevan a cabo, esa inserción asumirá necesariamente carácter subordinado, al situar fuera de las economías latinoamericanas la producción de manufacturas y al convertirlas, así, en apéndices —desde el punto de vista tanto de la producción, como del mercado— de las economías industriales, en particular Gran Bretaña; conllevará también, por eso mismo, la imposibilidad de integración de las propias economías latinoamericanas entre sí. La tendencia que en ellas va a prevalecer conduce no a la complementación, sino más bien a la separación y al aislamiento, poniéndolas de espaldas las unas contra las otras, mientras se vuelven hacia Europa y, en menor medida, hacia Estados Unidos.

No sorprende, pues, que la afirmación de la economía capitalista dependiente, bajo su forma de exportación de bienes primarios, haga declinar el espíritu integracionista que, impulsado por los países de colonización hispánica, había buscado realizarse en Latinoamérica, en la mitad de siglo que siguió a las guerras de independencia. Pero no puede sorprender tampoco que la idea de la integración se replantee precisamente allí donde el capitalismo abría espacio para el desarrollo de una economía industrial poderosa, es decir, en Estados Unidos.

La importancia que va progresivamente asumiendo América Latina para la economía norteamericana llevará Estados Unidos a acentuar su proyección en la región y, pasando más allá del Caribe, que considerara tradicionalmente como su zona de influencia, a buscar alinear tras de sí al conjunto del continente. La conferencia internacional americana —que, convocada por el gobierno de Estados Unidos, reunió en Washington, de fines de 1889 a principios de 1890, a las naciones del hemisferio— marca el inicio de una activa diplomacia norteamericana, que tomaría cuerpo en el panamericanismo.

Acuñado por el Evening Post, de Nueva York, en su edición del 5 de marzo de 1888 1, ese término hacía más que recordar a corrientes que, como el paneslavismo o el pangermanismo, apuntalaban en Europa la afirmación de nuevos imperialismos: le tomaba prestada a esta última la idea del comercio como instrumento de unificación. Es así como, en esa conferencia, el primer punto de la agenda propuesta por el gobierno de Estados Unidos contemplaba la creación de una unión aduanera, al estilo zollverein, que no pudo aprobarse, gracias principalmente a la firme oposición de Argentina, secundada por Chile.

De la manera como se planteó, en aquel entonces, el panamericanismo no llegaba propiamente a renovar los esfuerzos en pro de la integración continental. Más bien, al realizarse bajo la égida norteamericana, ostentaba como característica marcante la intención de Estados Unidos de afirmar su hegemonía sobre la región. El resultado más significativo de la conferencia ya lo indicaba: la creación de una oficina de información económica, germen de la futura Unión Panamericana, con sede en Washington y subordinada directamente al Departamento de Estado.

El panamericanismo entraría en nueva fase de su desarrollo en la década de 1930, al llegar a la presidencia de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt. Este introdujo profundas reformasen la vida norteamericana y diseñó una nueva política hacia América Latina, dicha de “buena vecindad”, la cual quedó enunciada en su discurso inaugural del 4 de marzo de 1933. En ese contexto, los principales puntos de fricción con los países latinoamericanos son removidos, al tiempo que Estados Unidos estrecha sus lazos económicos y, luego, militares con ellos.

Había una razón de fondo para el cambio de la política norteamericana: esta tenía que adecuarse a las nuevas condiciones económicas surgidas en la región, a raíz de la primera guerra mundial y que se veían estimuladas por la crisis internacional. Nos referimos a la industrialización, que empezaba a cambiar la fisonomía de países como Argentina, Brasil, Uruguay, México y Chile, y que no tardaría a extenderse a otros, hasta alcanzar Centroamérica, en la década de los cincuentas.

Correspondiendo al desarrollo acelerado del sector manufacturero y a la afirmación progresiva de éste como eje dinámico de economías que habían recibido, hasta entonces, impulso de las actividades primarias, destinadas al comercio de exportación, la industrialización acarrearía el crecimiento del mercado interno y modificaría la forma económica de América Latina, sin que ello significara una ruptura efectiva de sus relaciones de dependencia respecto a los centros capitalistas avanzados. El papel de la industrialización se redujo, en efecto, a alterar esas relaciones, sin suprimirlas, al modificar la pauta de importaciones de los países latinoamericanos, dando allí más peso a los bienes intermedios y equipos frente a los bienes de consumo final, y al cambiar la composición de los flujos de capital extranjero, mediante la reducción de la importancia de las inversiones de cartera en relación a la inversión directamente productiva. Estados Unidos se encontraba en mejor situación que Inglaterra y, en general, los países europeos para responder a esos cambios, que —emergiendo tendencialmente en la década del veinte— se harían irreversibles a partir de 1950.

Durante la segunda guerra mundial, valiéndose de su ventajosa posición económica y geográfica y acicateado por las cuestiones de seguridad, Estados Unidos desplaza definitivamente la influencia británica y suprime la amenaza representada por el imperialismo alemán, imponiendo de modo absoluto su hegemonía a América Latina. Para ello, la potencia norteamericana echa mano de instrumentos económicos y militares, en particular la ley de préstamo y arriendo y los tratados de cooperación militar.

El interamericanismo

Al término da segunda guerra, era incontestable a nivel mundial el poderío económico, político y militar de Estados unidos, siendo inevitable que se ejerciera antes que nada sobre Latinoamérica. La IX conferencia interamericana (la expresión panamericanismo había caído en desuso y era vista más bien con suspicacia), celebrada en Bogotá, en 1948, dio forma al armazón institucional que pasó a regir en adelante a las relaciones internacionales en el continente, a través de la carta constitutiva de la Organización de los Estados Americanos, que absorbió a la antigua Unión Panamericana. El sistema se veía flanqueado por un pacto militar, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, aprobado en la conferencia de Río de Janeiro, en 1947, el cual se complementaría, a partir de 1952, con los acuerdos bilaterales de asistencia militar que Estados Unidos firmaría con casi todos los países latinoamericanos; un aspecto importante en dicha asistencia fue el programa de entrenamiento de personal militar, por las repercusiones que tuvo en la ola de autoritarismo desatada en América Latina, en la década de 1960. Por otra parte, en Bogotá, se registró el inicio de la ofensiva norteamericana para crear condiciones privilegiadas a las inversiones privadas extranjeras en los países de la región, a propósito de la discusión de un acuerdo de garantías a éstas; la ofensiva fue resistida por un bloque de países, encabezado por México.

Se llegaba así al fin de una era, durante la cual, pese a la creciente presencia norteamericana, Latinoamérica estuviera abierta al juego de influencias de las potencias capitalistas, mientras los países de la región aceleraban su desarrollo económico y se afirmaban en el plano internacional. El interamericanismo —forma renovada del panamericanismo— implicó el predominio absoluto de Estados Unidos, en el marco de una creciente integración a este país de los aparatos productivos de las naciones latinoamericanas, vía inversiones directas de capital y la acción de mecanismos comerciales y financieros. Con ello, la contrapartida de la hegemonía norteamericana ha sido la configuración de una nueva forma de dependencia, más compleja y más radical que la que había prevalecido anteriormente.

En ese contexto, adquiere gran importancia para América Latina el tema de la reformulación de las relaciones económicas con el exterior, principalmente después que desaparecieron las condiciones excepcionales de comercio creadas por la segunda guerra mundial, así como el breve auge de los precios de las materias primas, provocado por la guerra de Corea. La dinámica de la economía regional se caracterizaba por la dependencia que ella mantenía en materia de bienes manufacturados en relación a los centros avanzados. La industrialización modificara el problema pero no lo suprimiera, limitándose a sustituir la importación de mercancías destinadas al consumo final por la de insumos y maquinaria y equipo —lo que implicaba la necesidad de contar con una mayor cantidad de divisas. Por otra parte, la capacidad para importar de la economía latinoamericana dependía de los precios alcanzados en el mercado mundial por los bienes que ella producía y que continuaban a ser prácticamente los mismos, sin incluir a las manufacturas resultantes del nuevo sector industrial —cuyo crecimiento quedaba así subordinado a la limitada cantidad de divisas angariadas con la exportación de productos tradicionales.

Puesta en estos términos, la posibilidad de desarrollo económico quedaba al sabor de las fluctuaciones del saldo comercial. Para contornar ese problema y evitar el estrangulamiento de la capacidad para importar, América Latina veíase forzada a recurrir a capitales externos, ya por la vía del endeudamiento, ya por la de la inversión extranjera directa. Pero eso tenía su precio, puesto que generaba una demanda de divisas para amortizaciones, pago de intereses y remesas de beneficios, reduciendo por tanto el monto de moneda extranjera susceptible de ser movilizada para la importación de bienes. Al final de la década de 1950, esa contradicción del sector externo se volverá crítica.

Se entiende así porqué los asuntos relativos al comercio exterior y al movimiento de capitales ganaron tanta fuerza, en ese período, tanto más que la contribución dada por Estados Unidos a la reconstrucción europea, en el marco del Plan Marshall, incitaba a los latinoamericanos a aspirar a un trato similar. En la X reunión interamericana, realizada en Caracas, en 1954, los representantes latinoamericanos trataron de llevar las cosas en esa dirección, a cambio de la condena que Estados Unidos demandaba para la revolución guatemalteca, lidereada por Jacobo Árbenz. Con ese fin, la Cepal codificó las reivindicaciones de la región en el informe que entonces presentó: medidas compensatorias para la fluctuación de los precios internacionales de las materias primas, junto a la exigencia de que Estados Unidos abriera su mercado a los productos latinoamericanos; el derecho de América Latina de adoptar políticas proteccionistas en favor de su industrialización, y el aumento del financiamiento externo de largo plazo, para lo que se proponía incluso un fondo interamericano de desarrollo (idea germinal del BID, que se crearía en 1960). Pero las reservas norteamericanas bloquearon la aprobación de esas propuestas. Fracaso similar se registró en la conferencia económica de la OEA, celebrada en Buenos Aires en 1957.

Eso y las peripecias del vicepresidente Nixon en su visita a América Latina, el año siguiente, la cual suscitó manifestaciones contrarias de todo tipo, llevaron al gobierno brasileño a sugerir a Estados Unidos, en mayo de 1958, la conveniencia de una revisión de las relaciones interamericanas. Semanas después, el presidente Juscelino Kubitschek afirmó, en un discurso, la necesidad de incrementar las inversiones para vencer el retraso de la región, de aumentar la asistencia técnica, estabilizar los precios de los productos primarios y ampliar los recursos financieros provenientes del exterior, en el marco de lo que llamó de Operación Panamericana. Con el respaldo de algunos países latinoamericanos y la aceptación en principio de Estados Unidos, la OPA comenzó a ser implementada en el seno de la OEA, dando lugar a la creación de una comisión especial, el llamado Comité de los 21, que se reunió en Washington, a fines de ese año. Pero no tardó a perder impulso, al tiempo que la crisis social y política de América Latina y sus relaciones con Estados Unidos se agudizaban, con la revolución cubana de 1959.

Premido por las circunstancias, Estados Unidos decide sustituir la OPA por la Alianza para el Progreso, la cual —aprobada en la conferencia extraordinaria de Punta del Este, en 1961— enfocaba la problemática de la región a través de la óptica norteamericana. Por su inocuidad, las recomendaciones y medidas encaminadas a promover reformas sociales merecieron, en el curso de la conferencia, el sarcasmo del jefe de la delegación cubana, Ernesto Che Guevara. No tuvieron allí cabida las cuestiones relativas al comercio, siendo aún más grave la solución que se quiso dar al problema del financiamiento externo: a diferencia de la OPA —que propugnaba por créditos públicos, a largo plazo y bajos intereses— la ALPRO insistió en la inversión privada, culminando la ofensiva que Estados Unidos iniciara en la conferencia de Bogotá; a lo largo de los años 60, los países latinoamericanos, aplastados por la crisis, establecieron en la materia convenios bilaterales con el gobierno norteamericano.

Los obstáculos con que chocaba el desarrollo económico latinoamericano pusieron también en tela de juicio la cuestión de la integración. Influyeron, naturalmente, para ello las experiencias europeas del Benelux, de la Comunidad del Carbón y del Acero y, finalmente, del Mercado Común, que se realizan a partir de mediados de los 40 y en el curso de los 50, así como la repercusión que tienen en el pensamiento de la Cepal. Pero existían además razones objetivas, derivadas de las características que asumiera el proceso de industrialización.

Este se realizara, inicialmente, sobre la base de una demanda nacional preexistente de bienes de consumo habitual (satisfecha antes con importaciones) y contando con la oferta externa de bienes de capital. Esa etapa, que podemos llamar de sustitución simple, no tardó en chocar con las limitaciones estructurales del mercado interno, resultantes de las bajas remuneraciones pagadas a una mano de obra abundante y de la persistencia de un régimen de propiedad rural concentrador. Además de dificultar la diversificación de la producción agrícola y la ampliación de la demanda de bienes industriales de consumo corriente, esa situación dificultaba el paso de la industrialización a una fase más compleja, centrada en la producción de bienes de capital y de consumo suntuario, por el hecho de que esto implicaba echar mano de grandes masas de inversión y de tecnologías caras, lo que exigía escalas superiores de mercado para ser rentable.

La integración se planteó, pues, para solucionar dificultades encontradas por las burguesías industriales de los países de mayor desarrollo relativo y para viabilizar las inversiones extranjeras en la industria —contando, por eso, con el beneplácito de Estados Unidos. Cabe observar que, durante la guerra mundial, las relaciones comerciales establecidas entre los países latinoamericanos habían estimulado el crecimiento industrial y que, al fin de la guerra, Argentina, Brasil, Chile y Uruguay mantenían acuerdos comerciales, los cuales perdieron vigencia al crearse el Gatt, en 1947. Son esos cuatro países que impulsan, a fines de los 50, la discusión sobre el comercio latinoamericano. En 1960, en Montevideo, ellos acuerdan la creación de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), a la que otros países se sumarían, posteriormente.

El Tratado de Montevideo entró en vigor en junio de 1961. A través de él, los países miembros instituían una zona de libre comercio, a ser completada en un plazo de doce años (más tarde extendido hasta 1980). El objetivo sería alcanzado mediante reducciones de aranceles y otros gravámenes de los productos que integraran las listas nacionales y la lista común; las primeras serían negociadas anualmente y la segunda sería modificada de tres en tres años, de manera a incluir gradualmente todos los productos que tuviesen participación significativa en el valor global del comercio entre las partes.

En la práctica, el proceso de reducción de gravámenes se estancó después de diciembre de 1964, cuando se cerró la cuarta ronda de negociación de las listas nacionales y la primera de la lista común. Sufriendo sucesivas descaracterizaciones, que llevaron a los países andinos a buscar un instrumento más eficaz 2, y mediante el mecanismo de los ajustes de complementación industrial, la ALALC —al revés de servir a la construcción de una zona de libre comercio— se convirtió en el medio por excelencia de las grandes empresas, sobre todo las multinacionales, para racionalizar su producción y su mercado.3

Más radical fue el proceso puesto en marcha por el empresariado local y principalmente por los grupos norteamericanos en Centroamérica: comenzando con el Convenio sobre el Régimen de Industrias de Integración, en 1958, se llegó, en 1961, al Tratado General que creó el Mercado Común Centroamericano. En éste, además del arancel único para toda la zona, el 81% de los bienes producidos por los países miembros entró al régimen de libre comercio, al ser firmado el documento.

El latinoamericanismo

Aunque respondiendo a los intereses de las burguesías latinoamericanas, la política integracionista —del mismo modo que la Alianza para el Progreso— era parte de la nueva estrategia norteamericana, tendiente a la afirmación de su hegemonía en un continente que se resistía a ella. De hecho, la Revolución cubana no había sido sino el momento culminante de esa resistencia, que representa la base de los grandes acontecimientos sociales, políticos y culturales que marcan la vida de Latinoamérica en la segunda mitad del siglo XX.

En el plano sociopolítico, al lado de movimientos nacional desarrollistas, como el peronismo o el laborismo brasileño, y de revoluciones populares, como la boliviana de 1952, la guatemalteca (que alcanza su culminación entre 1951-1954) y la venezolana de 1958, se registran tentativas formidables para golpear la dependencia en su raíz: el capitalismo, como se vio en el Chile da la Unidad Popular y en la Nicaragua sandinista. En el plano de las ideas, surgen corrientes de gran significación para el avance de la conciencia latinoamericana, como la ideología desarrollista de la Cepal y la teoría de la dependencia, llevando a un nuevo auge del pensamiento marxista.

Es por lo que, en el curso de la década de 1960, Estados Unidos trata de asegurar su posición avanzando una tercera pieza en su estrategia de dominación: la imposición de dictaduras militares, inspiradas en la doctrina de contrainsurgencia, que encontró su versión nativa en la doctrina de seguridad nacional. El golpe militar de 1964, en Brasil, se constituyó en el hecho más relevante en el marco de la implementación de esa política. Producto de la conjunción de los intereses de la gran burguesía nacional, la élite militar y el imperialismo norteamericano, la dictadura brasileña significó, en América Latina, la entrada en escena de un nuevo bloque dominante y de un nuevo esquema de alianzas de clases, que reemplazó el que vigía desde los años 30. Su resultado fue un régimen político altamente represivo, que aceleró la monopolización de la economía nacional y exacerbó las desigualdades sociales.

En el plano de las relaciones internacionales, la dictadura militar brasileña puso en práctica una política subimperialista, cuyo objetivo era el de convertir al país en un centro intermedio de poder, dentro del sistema mundial de dominación estructurado alrededor de Estados Unidos, y con proyección preferencial en América Latina y, en general, el Atlántico Sur. Ello implicó, en el terreno económico, una agresiva lucha por la conquista de mercados exteriores para la producción de la industria brasileña, así como de fuentes de energía y materias primas —como el petróleo de Bolivia, Ecuador y de las colonias portuguesas en África, el gas y el mineral de hierro de Bolivia y el potencial hidroeléctrico de Paraguay, para dar algunos ejemplos. De otra parte, en el marco de una agria disputa con la dictadura argentina (que se instaura en 1966), el régimen militar brasileño planteó y aún concretó intervenciones en la política interna de sus vecinos, en particular Uruguay, Bolivia y el mismo Chile. El gobierno del mariscal Castelo Branco bautizó esa política con el nombre de “interdependencia continental”, pero se hizo más conocida con el de “fronteras ideológicas”, en la medida en que proclamaba que la concepción brasileña de seguridad nacional no se limitaba a las fronteras físicas de Brasil y más bien se extendía a las fronteras ideológicas del llamado “mundo occidental”.

Confiando inicialmente en el beneplácito de Estados Unidos para el ejercicio de esa política y haciendo para ello los gestos necesarios —como la colaboración militar con la intervención norteamericana en Santo Domingo, en 1965— la dictadura brasileña pronto encontraría la resistencia de Washington a sus propósitos. Ello se verificará en el plano comercial, de lo que son ejemplo las restricciones norteamericanas a las exportaciones de café soluble; en el plano de las relaciones interamericanas, como mostrará el veto de Estados Unidos a la pretensión brasileña de invadir el Uruguay, en 1967, y en el plano estratégico-militar, con el bloqueo de las aspiraciones de Brasilia al dominio de la tecnología nuclear. En consecuencia de ello, los militares brasileños abandonan a la política de alineamiento automático con Estados Unidos en materia internacional, que llevara incluso a que la política subimperialista diese pie a la formulación de la tesis del “satélite privilegiado”.4

Ese cambio, que se esboza a partir de 1968, tomó cuerpo en la política externa dicha de “pragmatismo responsable”, puesta en práctica por el gobierno del general Geisel. Sin renunciar a sus propósitos hegemonistas en el Atlántico Sur, la dictadura brasileña procedió a estrechar sus relaciones con otros centros mundiales de poder, como la Europa Occidental, el Japón y aún la Unión Soviética, al tiempo que se esforzaba por ocupar lugar destacado en las organizaciones e instancias que agrupaban a los países del Tercero Mundo, todo ello con el objetivo de ampliar el espacio de Brasil en el escenario internacional. El fruto más espectacular de esa política fue el acuerdo con Alemania Federal, concertado en 1975 y firmado en 1976, mediante el cual Brasil pasaba a controlar el ciclo completo de la tecnología nuclear. En 1976, en visita al país, el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, ablanda la dura oposición de Estados Unidos a las pretensiones brasileñas y accede, además, a firmar con Brasil un acuerdo de consultas mutuas, instrumento hasta entonces reservado a potencias de mayor porte.

El subimperialismo corresponde a la expresión perversa de un fenómeno resultante de la diferenciación de la economía mundial, con base en la internacionalización del capital, que llevó a la superación de la división simple del trabajo —expresa en la relación centro-periferia, tematizada por la Cepal— en provecho de un sistema mucho más complejo. En él, la difusión de la industria manufacturera, elevando la composición orgánica media del capital, es decir, la relación entre medios de producción y fuerza de trabajo, da lugar a subcentros económicos (y políticos), dotados de relativa autonomía, aunque permanezcan subordinados a la dinámica global impuesta por los grandes centros. Como Brasil, países como Argentina, Israel, Irán, Irak y Sudáfrica asumen —o han asumido, en cierto momento de su evolución reciente— carácter subimperialista, al lado de otros subcentros en los que esa tendencia no se ha manifestado plenamente o tan solo se ha insinuado, como es el caso, en América Latina, de México y Venezuela.5

La crisis internacional capitalista, que comienza con la recesión norteamericana de 1967 y se hace explícita tras el alza de los precios del petróleo, en 1973, se manifiesta en la intensificación de la competencia entre los grandes centros y en la creación de una gran masa de capital financiero que ella vuelve disponible, la cual brega por campos de aplicación. Ello amplía el margen de negociación y por ende la tendencia a la autonomización de esos centros subordinados. Su primer resultado es, pues, la afirmación del poder nacional, lo que debilita en cierta medida a las instancias de integración y cooperación regional – hecho visible en la crisis del Pacto Andino, escenario de la rivalidad entre Venezuela, Perú y Chile, hasta el retiro de este último, en 1976. En esa misma línea, al llegar al término previsto, en 1980, la ALALC da lugar a una organización aún menos eficaz: la Asociación Latinoamericana de Desarrollo e Integración (ALADI).Con ella, se anula la mayor parte de los pequeños progresos hasta entonces obtenidos en la liberalización del comercio intrazonal, ya que se exige a los miembros la renegociación de todo lo realizado hasta la fecha.

Sin embargo, contradictoriamente, las políticas de afirmación nacional darán lugar a esfuerzos de colaboración más amplia, que cristalizarán en la creación del Sistema Económico Latinoamericano (SELA), en 1975, el primer organismo exclusivamente regional concebido en una línea de independencia en relación a Estados Unidos, desde la Unión Económica Sudamericana de 1953. Esa tendencia se manifestará también en otros planos. Así, reaccionando tardíamente al bloqueo impuesto por la OEA a Cuba, en 1962, por imposición norteamericana, los países latinoamericanos revisan su actitud, lo que condujo a la resolución, aprobada en la conferencia de la OEA en San José de Costa Rica, en 1975, que autorizaba a los gobiernos de la región a restablecer relaciones con la isla en el momento que consideraran adecuado – lo que, efectivamente, se verificará luego en cadena. Al sobrevenir la Revolución sandinista en Nicaragua, en 1979, Estados Unidos intentará inútilmente obstaculizarla en el seno de la OEA, como hiciera antes con Nicaragua, Cuba e Santo Domingo, y plantea la formación de una fuerza de intervención, pero verá alejarse de sus posiciones aún aliados tan tradicionales como Brasil.

Además de contar con las condiciones excepcionales derivadas de la crisis internacional, la política latinoamericanista se ve incentivada también por la entrada en escena de la socialdemocracia europea 6, alentada con el éxito que está obteniendo su intervención en procesos de tanta gravedad como la Revolución de los Claveles portuguesa y el reemplazo del régimen franquista en España, así como por la revisión de la estrategia global norteamericana, que se inicia con el gobierno de James Carter, a partir de 1977. La crítica de la política de contrainsurgencia, llevada a cabo por líderes militares y la nueva élite intelectual, agrupada alrededor de Zgbiniev Brzezinski, secretario de Estado, en función de la derrota en Vietnam, implicó la rehabilitación de valores tradicionales de la retórica norteamericana, como la democracia y los derechos humanos. Además de hostigar a los regímenes militares —provocando muchas veces choques abiertos, que llegan a la denuncia de los acuerdos de cooperación militar— y de alentar a las oposiciones burguesas nacionales, la nueva política se tradujo también en hechos concretos, como la firma de un nuevo tratado con Panamá, que estableció el traspaso gradual de la administración del canal al gobierno del general Torrijos y su devolución íntegra al país, en el año 2000.

El panorama internacional se modifica drásticamente, en la década de 1980. El segundo choque de los precios del petróleo, a fines de 1979, altera el carácter de la crisis capitalista, en la medida en que, además de provocar nueva y violenta recesión en los países avanzados, arrastra a su vórtice también a los países dependientes y a la mayoría de los países socialistas. Para América Latina, ello representará el ingreso a un largo período de estancamiento, sacudido por violentas recesiones, en el curso del cual la región se verá forzada a transferir cuantiosos recursos al exterior, en función del servicio de la deuda externa, y a convivir con el aumento de la inflación y del desempleo.

La llegada de Ronald Reagan a la presidencia de Estados Unidos introduce, a su vez, un nuevo dado en la situación. Procediendo a la revisión de la estrategia mundial diseñada por el gobierno anterior, Reagan se dará como objetivo reafirmar la posición norteamericana en el plano internacional, de modo a dirigir la reestructuración ya en curso de la economía internacional, y simultáneamente bloquear la capacidad de iniciativa demostrada por los países socialistas, en particular la Unión Soviética, en la década de 1970. En ese juego de poder, América Latina entra de dos maneras.

Desde el punto de vista económico, mediante el uso del servicio de la deuda externa y la instrumentalización de los organismos financieros internacionales, Estados Unidos impone a los países latinoamericanos una política de reconversión, con el propósito de abrir camino a sus capitales y mercancías; ello implica que los gobiernos de la región renuncien a sus políticas proteccionistas e industrializantes en favor de la especialización productiva y la exportación de materias primas y algunos bienes industriales de segunda clase. En el plano político militar, Reagan vuelve a proclamar América Latina zona de influencia exclusiva y campo destacado de enfrentamiento con las fuerzas socialistas; ello lleva a privilegiar en Centroamérica y en el Caribe, sacudidos por procesos revolucionarios, a los métodos de intervención militar abierta o encubierta, intermediada o directa.

La implementación de esa estrategia frena a las políticas de afirmación nacional que se venían desarrollando en la región. En 1982, México intenta aún hacer frente a Estados Unidos, erigiéndose en mediador en el conflicto que oponía ese país a Nicaragua, El Salvador y Cuba. Pero el “septiembre negro” de 1982, que llevó al gobierno mexicano a decretar moratoria de la deuda externa y someterse al FMI, le retiró condiciones reales para practicar una política de este tipo. La situación empeoró cuando Brasil siguió el camino de México y cuando Argentina, tras desafiar a Inglaterra por la posesión del archipiélago de las Malvinas, vio unirse en contra suya a las potencias de la OTAN, Estados Unidos inclusive, siendo llevada a una humillante capitulación.

Concertación e integración

En esas condiciones, el latinoamericanismo debió buscar nuevas formas de realización. A principios de 1983, se asiste a la emergencia de la estrategia de la concertación 7, con la formación del Grupo de Contadora mediante el cual México, Venezuela, Colombia y Panamá se propusieron a encontrar solución a los conflictos en curso en la zona centroamericana y caribeña. Estados Unidos respondió en el acto, con la invasión de Granada, donde el Movimiento de la Nueva Joya lidereado por Maurice Bishop, se proclamaba socialista y se acercara a Cuba. Paralelamente, capitalizando el aislamiento diplomático de la dictadura militar chilena y su colaboración con Inglaterra, durante la guerra de las Malvinas, Washington obtiene de ella una concesión para la construcción de instalaciones militares en la isla de Pascua, mientras despliega esfuerzos en el mismo sentido junto a Ecuador y Colombia. Con ello, los norteamericanos pasaron a tener presencia militar directa en Sudamérica, contrariando una tradición sólo interrumpida en la segunda guerra mundial, cambio que se hará aún más evidente con el envío de tropas y asesores militares a Bolivia y otros países, en el contexto del combate al narcotráfico.

Pese a ello, o tal vez por ello mismo, la concertación regional siguió desarrollándose. Es cierto que no fue muy lejos el Consenso de Cartagena, que buscaba una solución conjunta al problema de la deuda externa, cediendo los gobiernos a las violentas presiones desencadenadas por los países centrales contra lo que se les figuraba un cartel de deudores. Pero la reelección de Reagan, en 1984, llevó a Argentina, Brasil, Uruguay y Perú a constituir, el año siguiente, el Grupo de Lima o de Apoyo a Contadora, con el fin de reforzar la posición negociadora de éste. En diciembre de 1986, reunidos en Río de Janeiro, las dos instancias han fusionado, para dar lugar al Grupo de los Ocho, que aprobó, en esa reunión, la creación del Mecanismo Permanente de Consulta y Concertación, con amplios propósitos, entre los cuales alentar a los procesos de integración regional.

Estos habían empezado una nueva etapa con el acercamiento efectuado por los gobiernos civiles de Argentina y Brasil, a partir de 1985, lo que lleva, el año siguiente, al Acta para la Integración Brasileño-Argentina, firmada en Buenos Aires. De los doce protocolos que la acompañaban, cuatro se referían a la liberalización del comercio de bienes de capital, trigo y alimentos, así como al equilibrio comercial, y los demás a la formación de empresas binacionales, mecanismos de financiamiento comercial, cooperación en el área de petróleo y gas, desarrollo científico y tecnológico conjunto y otros aspectos. La iniciativa atrajo Uruguay y Paraguay, en un movimiento centrípeto que aún no se termina, y desemboca en la constitución de un mercado común, a ser concluido en 1995.

El Mercosur asume importancia creciente en el plano latinoamericano, contraponiéndose a la política de entendimiento directo con los grandes centros, que desarrollan Chile y México, y que llevó, respecto a este último país, a un proceso que debe finalizar con la firma de un acuerdo de libre comercio con el bloque constituido por Estados Unidos y Canadá. A su vez, Venezuela camina en el sentido de reforzar al Pacto Andino y acercarlo al Mercosur, así como de una mayor integración con los países de Centroamérica, a los cuales propuso ya la formación de una zona de libre comercio, que se constituirá sin duda en punto de atracción para la Comunidad Caribeña (Caricom).

El movimiento latinoamericanista —en el que cabe incluir al Parlamento Latinoamericano, a partir de la firma por dieciocho países de un tratado para este fin, en Lima, en 1987— ha recibido un duro golpe con la invasión de Panamá por Estados Unidos, a fines de 1989. Aunque suspendido desde 1988 (a raíz de la deposición del Presidente Eric Delvalle), este país integra el Grupo de los Ocho, el cual, sin embargo, no ha logrado consenso suficiente ante el suceso sino para adherir a una vaga declaración de condena a la intervención, expedida por la OEA. La inclusión posterior de otros países en el Grupo, más que reforzarlo, ha contribuido para diluirlo.

En el plano de la integración económica, tras la reconfirmación de la ALADI como instrumento adecuado, que se verificó en la cumbre presidencial del Grupo de los Ocho, en Ica (Perú), en 1989, la reunión de este organismo, el año siguiente, en México, ha conducido a una situación de estancamiento, predominando allí las fuerzas centrífugas. La Iniciativa para las Américas, lanzada por Estados Unidos, influye para ello, aunque los bloques emergentes en la región se esfuercen por conservar su integridad, como lo demuestra el acuerdo macro, firmado por el Mercosur con Estados Unidos, en 1991, camino seguido también por el Caricom.

La crisis y el estancamiento económico a que ingresó América Latina en los años 80 y la nueva ofensiva imperialista de Estados Unidos sobre la región, lanzada por el gobierno de Reagan a principios del período, al tiempo que bloquearon a las políticas de afirmación del poder nacional, que implementaban los países latinoamericanos más desarrollados, obligaron a la reunión de esfuerzos, mediante la política de concertación, y han puesto de nuevo en primer plano la cuestión de la integración regional. Pero ese latinoamericanismo renovado se configura en el contexto de una realidad mundial profundamente modificada por la formación de los grandes bloques económicos hegemonizados por los centros imperialistas, la crisis del mundo socialista y la emergencia de un orden internacional que contrapone con singular nitidez un reducido grupo de naciones privilegiadas al resto de la humanidad.

En este contexto, América Latina —enfrentando a las presiones que se ejercen sobre ella, en el sentido de dilacerarla y de proceder a la anexión en separado de sus partes— tiene que promover la creación de un espacio económico más amplio, capaz de adecuarse a los requerimientos derivados de las modernas tecnologías de producción. Esto no se pude entender empero, como pasó en la década de 1960, como el simple agregado de espacios económicos relativamente dinámicos, pequeñas islas en el océano de subdesarrollo en que se sumerge la región. Por lo contrario, supone la construcción de una nueva economía, basada en la incorporación de amplios contingentes de población al trabajo y al consumo, mediante una correcta asignación de las inversiones, una verdadera revolución educacional, la supresión de las elevadas tasas de superexplotación del trabajo y, por ende, una mejor distribución del ingreso.

Es evidente que ese resultado no puede ser alcanzado sin que la integración económica signifique también avanzar en dirección a la integración política, vuelta hacia un Estado supranacional en Latinoamérica. Las actuales discusiones sobre la reforma del Estado, que se desarrollan en todos los países de la región, no llegarán a buen término si no parten de la noción de que el antiguo ideal bolivariano se halla reactualizado por la vida misma y que, más allá de datos geográficos, históricos y económicos, ningún país latinoamericano es hoy viable aisladamente. Llegamos a aquel punto en el que nuestra supervivencia como brasileños, mexicanos, chilenos, venezolanos depende de nuestra aptitud para construir nuevas superestructuras políticas y jurídicas, dotadas de la capacidad de negociación, resistencia y presión indispensable para tener efectiva presencia ante los super-Estados que existen ya o están emergiendo en Europa, Asia y en la misma América.

Es sobre esa base como podremos aspirar a desempeñar papel activo en la conformación de una sociedad internacional más equitativa, que implique la democratización de los organismos que la rigen, a empezar por la Organización de las Naciones Unidas. Sólo eso asegura la existencia de América Latina como ente histórico, capaz de determinar su propio futuro.

Ruy Mauro Marini

Notas

  1. Eugene Pépin, Le pan-américanisme, París, Armand Collin, 1938, p. 11.
  2. Admitiendo también la formación de bloques subregionales, la ALALC permitió la creación del Pacto Andino, en 1969, con la participación de Chile, Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú, a los cuales se juntó Venezuela, en 1974.
  3. “La experiencia de la ALALC, en ese primer período de su funcionamiento, demuestra que, por razones obvias, la empresa internacional está más bien capacitada para el aprovechamiento de la ampliación de mercados, que es consecuencia inevitable del proceso de integración. Aunque sea muy difícil contar con datos precisos sobre la participación respectiva de esas firmas en las actividades de la ALALC, se puede afirmar que ella es sumamente significativa. El análisis de las reuniones de empresarios realizadas en los últimos años, que cubrieron una amplia variedad de sectores, revela como tendencia que es creciente la participación en ellas de las firmas extranjeras, mientras se estabilizó y en ciertos sectores disminuyó la concurrencia de los empresarios con base de operación exclusivamente local o latinoamericana; del punto de vista numérico o porcentual se podría decir que cerca del 50% de los participantes de esas reuniones pertenece a firmas internacionales. En algunos sectores, este último fenómeno es aún más marcado. Así, el porcentaje correspondiente a algunas ramas de las industrias eléctrica y electrónica ha llegado al 65% y al 80%; en la de máquinas de oficina, alrededor del 85%, y aún en varios subsectores de la industria de conservas de alimentos ese porcentaje supera el 50%.” Gustavo Margarinos, Secretario Ejecutivo de la ALALC, La inversión extranjera y la integración latinoamericana, documento presentado al Seminario Internacional sobre Inversión Extranjera y Transferencia de Tecnología en América Latina, Santiago de Chile, ILDIS-FLACSO, 1971, mimeo., p. 22-23, cit. por Luiz Dillermando de Castello Cruz, O Tratado de Montevidéu 1980, Brasília, Ministerio de Hacienda, 1984, p. 35.
  4. Esta tesis fue manejada por un grupo de intelectuales uruguayos y brasileños, ligados a la revista Marcha, publicada en Montevideo. De manera más elaborada, ella puede verse, principalmente, en Vívian Trías, Historia del imperialismo norteamericano, Buenos Aires, A. Peña Lillo, 1977, y en Paulo Schilling, El expansionismo brasileño, México, El Cid, 1978.
  5. Este tema es abordado más ampliamente en mi ensayo “La acumulación capitalista mundial y el subimperialismo”, Cuadernos Políticos (México), no. 12, 1977. Recientemente, refiriéndose a los países dichos medianos, semiindustrializados, nuevos países industrializados o NICs, un autor señaló: “… La capacidad tecnológica interna diferencia de manera cada vez más importante a los países medianos de los países en desarrollo. Esa capacidad modifica igualmente a las relaciones entre países semiindustrializados y países avanzados. El remozamiento de las industrias tradicionales en los últimos años y el avance a los sectores de alta tecnología en los primeros, el mayor comercio intersectorial entre ellos (como pasa, por ejemplo, en el comercio de bienes de capital), el desplazamiento de la producción interna por externa que produce el comercio entre esos países, determinan cada vez más relaciones de competencia que relaciones de complementariedad. La rivalidad por mercados y por la asimilación de nuevas tecnologías alcanza también esas relaciones.” Isaac Minian, “Cambio estructural en los países avanzados: deterioro de las tendencias a la relocalización industrial”, en EURAL/Centro de Investigaciones Europeo-Latinoamericanas y Fundación Friedrich Ebert en Argentina, Industria, Estado y Sociedad. La reestructuración industrial en América Latina y Europa, Caracas, Nueva Sociedad, 1989, p. 40-41.
  6. Ver, de Felicity Williams, La Internacional Socialista y América Latina, México, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, 1984.
  7. Sobre la concertación regional, ver el estudio de Alicia Frohmann, Puentes sobre la turbulencia. La concertación política latinoamericana en los 80, Santiago de Chile, FLACSO, 1990.

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